Durante décadas, veranear en el norte fue sinónimo de noches frescas y días suaves, un refugio frente al calor extremo del sureste. Esa imagen, sin embargo, ha cambiado. Los veranos en la cornisa cantábrica y en Castilla y León ya no garantizan lo que antes parecía natural: temperaturas diurnas similares a las del resto de la península, aunque las noches aún conserven la memoria de otros tiempos.
Cada verano arranco en Tordesillas, muy cerca del Archivo General de Simancas, fundado por Carlos V. Desde allí recorro alguna provincia castellana en busca de románico. Esa afición me ha permitido conocer zonas que hoy aparecen en los telediarios por razones muy distintas: los incendios. Cervera del Pisuerga, por ejemplo, se menciona ahora más por las llamas que por la senda del oso o sus iglesias. Si en 2024 estuve recorriendo la montaña palentina, este año le tocó a León, provincia a la que llegamos justo cuando comenzaban los fuegos.
La Junta de Castilla y León aseguraba en los primeros compases que todo estaba bajo control. Pero la realidad desmentía aquel discurso: convoyes de la UME, jeeps del Ejército de Tierra y un incesante trasiego de helicópteros y aviones sobrevolando los cielos dibujaban una escena muy distinta. Cuando el fuego se avivó, el PP denunció en la radio la ausencia o insuficiencia de medios en las comunidades donde gobernaba, aunque no siempre asumiera su propia cuota de responsabilidad.
Favorecido por la ola de calor, el incendio se descontrolaba y, con él, también el relato público. Las certezas se bifurcaban. Lo que era evidente para cualquiera presente — convoyes de jeeps del ejército de tierra, UME y aviones— contrastaba con la narrativa política y mediática: un gobierno autonómico desaparecido y un PP más pendiente de desgastar a Pedro Sánchez que de apagar las llamas. No era un simple matiz; en plena emergencia, el discurso se fragmentaba según la trinchera ideológica.
No es la primera vez. Ya ocurrió en la pandemia, cuando la Comunidad de Madrid se negó a cerrar la capital pese a las advertencias sanitarias y hubo que cerrar un país; también con episodios de lluvias torrenciales mal gestionados en Valencia. Ahora se repite con los incendios: las comunidades delegan responsabilidades, desatienden la prevención, y cuando llega el desastre —anunciado— culpan al Gobierno central.
El ciudadano medio no entiende de competencias, y ahí radica parte del problema. En la escuela se explican, pero pronto se olvidan; la generación más mayor vivió bajo un Estado centralizado y le cuesta asimilar el modelo autonómico. A ello, se suma una oposición y una parte de la prensa, con evidente sesgo ideológico, que ofrecen versiones interesadas sobre cómo funciona el sistema. La derecha nunca ha estado cómoda con este modelo: sostiene que los artículos 148 y 149 de la Constitución quedaron mal definidos y aboga por reformarlos para recentralizar el poder. En realidad, su objetivo último es cuestionar el propio Estado de las autonomías. Así, cada desastre natural —ya sea una DANA, unas lluvias torrenciales o un incendio forestal— se convierte en munición política.
El Partido Popular carga contra el PSOE, pero el verdadero beneficiado es Vox, cuyos votos han sido clave para recortar emergencias o debilitar los servicios en algunas comunidades. El partido de extrema derecha sale indemne, mientras el PP calcula cómo gobernar con él. La deriva es peligrosa: Vox, una fuerza que incluso algunas de sus dirigentes han señalado como machista y retrógrada, marca parte de la agenda, y el PP juega a normalizar esa alianza. Todo ello, hasta ahora, sin apenas coste electoral en comunidades clave: Valencia, Castilla y León o Galicia.
El modelo autonómico funciona, pero el desconocimiento pesa. El relato mediático madrileño monopoliza la agenda y la prensa local sobrevive gracias a la publicidad institucional, repartida según la afinidad ideológica del gobierno de turno. Nadie se atreve a reformar ese mecanismo de financiación que alimenta la polarización. Mientras tanto, el dinero que se destina a propaganda no refuerza lo esencial: servicios, prevención, personal. El resultado es que competencias transferidas acaban sin ejercerse o se descapitalizan. Solo los afectados alertan de manera constante. Y basta que llegue un desastre, casi siempre previsible, para que se vean las costuras. Entonces, si el color político autonómico no coincide con el del Gobierno central, la culpa siempre se reparte hacia arriba. Lo que se erosiona, en realidad, es la confianza en el propio Estado.
El sistema autonómico solo puede funcionar si el ciudadano entiende a quién pedir responsabilidades. Hoy, algunas comunidades temen perder elecciones y prefieren derivar culpas al Gobierno central antes que asumir sus propias obligaciones. El resultado es un Estado de las autonomías convertido en un arma partidista: cada desastre natural es también un incendio político, y los ciudadanos quedan atrapados entre administraciones enfrentadas.
El ejemplo de la Región de Murcia es ilustrativo. Aquí, los ayuntamientos asumen competencias impropias para suplir carencias de un Gobierno regional que no sabe gestionar. Los alcaldes, de uno y otro signo, callan para no perder votos. El Ejecutivo de López Miras retiene fondos, lo que obliga a los municipios a subir impuestos como el IBI para cuadrar cuentas. El caso de la capital es paradigmático: en solo dos años, el incremento impositivo ha sido espectacular, más que las supuestas rebajas de López Miras. El ciudadano paga más y recibe peores servicios, pero nadie le echa cuentas. Ese es el verdadero melón pendiente: entender de una vez el reparto de competencias y asumir que el Estado autonómico funciona, a pesar de la irresponsabilidad de quienes gestionan algunas autonomías y lo convierten en coartada política al tiempo que no asumen responsabilidades.
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