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La eficiencia en la economía

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La eficiencia es la capacidad de lograr unos objetivos optimizando el consumo de recursos. A mayor eficiencia, una fábrica produce más tornillos o un barco pesca más peces con el mismo gasto, o un supermercado consigue sus productos más baratos para poder venderlos de forma más competitiva.

Uno de los objetivos principales de cualquier ejercicio de gestión consiste en maximizar la eficiencia, parece de sentido común que ser eficiente es hacer las cosas bien, sin derrochar. Sin embargo, hay que tener en cuenta otros factores o evaluar otros gastos más allá de los económicos. Quisiera señalar algunos problemas de llevar al extremo el principio de eficiencia.

La eficiencia puede ser contraria a la equidad. Puede ser más eficiente (en cuanto a consumo de tiempo y de gasolina) repartir cartas en una ciudad que en un entorno rural con grandes distancias entre las casas. Sin embargo, es útil socialmente que la gente de los pueblos pueda recibir el correo. El principio de equidad, según el cual el estado da los mismos servicios a todos los ciudadanos vertebra la sociedad y apostar por la eficiencia frente a la equidad postergando las intervenciones menos eficientes puede provocar un daño social. Otra manera de verlo es considerar que priorizar el reparto urbano del correo sobre el rural tiene un coste social que reduce la eficiencia de esta opción, aunque resultaría extremadamente complicado calcular este coste en términos monetarios.

También es más eficiente pescar con redes de agujero estrecho que atrapan todos los peces y capturan una mayor cantidad de pescado que con redes de agujero ancho que dejan escapar los peces pequeños y evitan esquilmar el mar impidiendo pescas futuras (por no hablar del daño ecológico). Como en el caso anterior, o la eficiencia no lo es todo o el uso de este concepto requiere una contabilidad que incluya los gastos ecológicos, lo que puede parecer irrelevante al consejo de administración de una empresa pesquera.

Aquí se plantea el viejo conflicto entre lo público y lo privado. Una empresa privada tiende a buscar su beneficio particular, no resultándole prioritario el coste ecológico o social que acabarán asumiendo la sociedad o el estado. Una legislación adecuada puede limitar los abusos más groseros, pero difícilmente se evitará que la intervención privada se rija por intereses privados. Por otro lado, la flexibilidad del sector privado es difícilmente lograble desde el público, y la economía totalmente planificada desde el estado, tanto con modelos mercantilistas como comunistas, no ha producido resultados brillantes. Probablemente lo óptimo sea un equilibrio entre lo público y lo privado de acuerdo a unos principios que no son fáciles de concretar.

Un hipermercado que puede presionar a los proveedores para que bajen sus precios y que reduce costes al centralizar los servicios de múltiples tiendas de barrio, también puede ser una opción eficiente. Además, permite al consumidor hacer toda su compra en un único lugar, ahorrando éste tiempo y desplazamientos. Ahora bien, ¿es eficiente socialmente cerrar las tiendas de barrio que facilitan la accesibilidad de personas que no tienen coche propio con el que ir al hipermercado y llenar el maletero de compra? ¿Qué pasa con los propietarios de las tiendas de barrio? Una parte acaba en el paro y otra pasa a depender del hipermercado que les contrata como subalternos, dejando de ser profesionales con la libertad de su autogestión.

Agrupar en un hipermercado los beneficios que las tiendas de barrio repartirían entre más personas no parece una opción socialmente deseable, a menos que se dispongan sistemas para que ese beneficio redunde en la sociedad. La recolección de impuestos es una parte de esto, pero no evita que se acumule el capital en una reducida cantidad de potenciales oligarcas.

Otra cuestión, más allá de la eficiencia económica de los hipermercados y las tiendas de barrio, es el modelo de trabajo que se puede desarrollar en ellos. ¿Dónde puede un trabajador “realizarse” mejor como persona? Bajo el paraguas de una gran empresa se puede integrar en el tejido laboral a profesionales con discapacidad o menos competitivos, lo que supone un bien social. También se puede organizar una rotación de puestos de trabajo que combata la rutina, permitir la movilidad geográfica si las circunstancias personales del trabajador lo requieren y la empresa tiene varias sedes; promover la formación y promoción de los profesionales; abrir opciones de docencia y gestión de más difícil encaje en una empresa pequeña, etc. En la práctica no siempre se despliegan estas posibilidades en beneficio del empleado.

Por otra parte, el dueño de una tienda de barrio tiene la autonomía y la libertad de organizarse con su propio criterio, no como subordinado, posicionamiento análogo al de un ciudadano corresponsable en la política de un país democrático (mientras que un subalterno se asemeja más a un súbdito que tiene que aprender a obedecer). Es concebible que el propietario de una pequeña tienda pueda estar menos alienado en su trabajo que un empleado de hipermercado.

En cualquier caso, la disyuntiva entre hipermercados y tiendas de barrio es un asunto complejo que requiere un análisis que vaya más allá de la eficiencia que impone la competitividad del mercado.

En conclusión, si bien hay que evitar el derroche, el uso restrictivo del concepto de eficiencia puede ser contraproducente a la hora de evaluar opciones económicas con repercusiones complejas a nivel ecológico o social. Necesitamos un enfoque amplio que beneficie a la sociedad.

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