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La farsa de la escena murciana

Alejandro Zambudio

Cuando hablamos de una «escena»  –independientemente de cuál sea el campo artístico en el que opere–, lo primero que se tiende a  subrayar es la proximidad generacional. Este enlace no sólo define inquietudes, sino que también ayuda a articular discursos que reflejen o, al menos, se aproximen al sentir de un colectivo determinado.

Particularizando esto en Murcia, lo cierto es que, en muchas ocasiones, la brecha generacional que circunda a gran parte de las bandas de nuestra ciudad ayuda, más bien, a difuminar que a unir. Pensemos en solistas o en grupos cuyos integrantes hayan nacido entre finales de los ochenta, principios y mediados de los noventa y comparémoslos. Aquellos han visto un contexto musical en Murcia distinto por el avance en las comunicaciones y el nuevo papel que el marketing y la publicidad desempeñan; por otra parte tenemos a la «Generación X», púber o adulta en las décadas de los ochenta y noventa, y que vieron cómo esta ciudad aún se encontraba en una fase embrionaria en lo que a cultura musical se refiere.

La «Generación X» luchaba por abrirse camino en el ámbito interno, pugnando contra las trabas que tanto el inmovilismo social e institucional imponían, así como contra un  mercado en el que las oportunidades y la dificultad de tener contacto con otros movimientos culturales eran mucho más escasas a día de hoy. Esto no implica que las bandas actuales no tengan esos impedimentos, pero sí acentúa la disruptiva existente en muchos aspectos. Y se puede pensar, por ejemplo, a la hora de valorar el camino que ha seguido la música, en general, desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad. La «Generación X» en el aspecto musical vivió el nacimiento y la supremacía propagandística de la cultura anglosajona sobre las demás, amén del nacimiento de la piratería musical.

La actual, en cambio, cobijada por las redes sociales, suele consumir música de una forma distinta respecto de generaciones anteriores. El avance tecnológico ha favorecido que la cultura sea concebida en la mayoría de los casos como un mero producto, con lo que ese romanticismo existente anteriormente en el arte muchas veces se ha visto postergado por una función social –y los festivales son una buena prueba de ello– que, si bien antes era algo habitual, ahora puede parecer hasta asfixiante. Dos generaciones distintas pueden coincidir en algunos aspectos, como por ejemplo en el valor artístico de la música; pero el fin que tiene una escena invita a que la fisura temporal acentúe las diversas opiniones que se puedan tener a la hora de ponderar las circunstancias que han llevado a una formación de una escena o no.

Una escena musical suele ser homogénea. Y es precisamente ese pluralismo tan remarcado que tiene Murcia el que ha permitido que no se haya afianzado y exportado una en el sentido estricto. Si nos atenemos a la historia de todas las ciudades que han acogido un determinado género musical a lo largo de la historia y han triunfado, todas tenían un denominador común: la especialización en un género determinado. La ciudad de Londres era conocida en los sesenta por su simbiosis de blues y psicodelia –Jeff Beck, Jimi Hendrix o Cream, por ejemplo–, mientras que la de Nueva York, en los setenta, por el punk –The Dictators, Dead Kennedys, Suicide Blondie, Television o Lords Of The New Church–.

En ese sentido, ambas metrópolis tuvieron una serie de músicos que compartieron un lugar y un marco temporal determinado que ayudaron a conformar un estilo y un mensaje parecido: Londres, en primera instancia, en los sesenta reflejaba en Europa el espíritu de la Contracultura –«Seamos realistas, pidamos lo imposible»–, mientras que Nueva York  fue el lugar en el que se focalizaron gran parte de las aspiraciones de unos Estados Unidos que se intentaban recomponer del fracaso  en Vietnam. Murcia, en cambio, es más difícil de individualizar y conceptualizar: hace gala de muy buenas bandas y solistas en muchos géneros, pero no ha habido género que haya traspasado las fronteras de nuestra ciudad y  conseguido que Murcia tenga denominación de origen.  

De hecho, que se haya querido formar una escena de forma tan acelerada, es lo que ha propiciado que los diversos antagonismos que se suceden en Murcia se estén afianzando cada vez más. Los medios de comunicación intentan construir una ciudad artificial y desmemoriada en el aspecto cultural, en vez de ayudar a edificar una que le tienda la mano a la modernidad y tradición: concepto este último que ni está ni se le espera por parte de los poderes públicos.

Porque la Administración ha hecho de Murcia una ciudad repleta de eslóganes vacuos –«Murcia, ¡qué hermosa eres!», «¡Murcia a tope!»– que poco o nada tienen que ver con otro sector de la población alejada de los medios de información mayoritarios. Todos esos descuidos, de la mano de una repartición arbitraria de cuotas de poder, y de una ausencia de diálogo entre quienes ostentan posiciones de privilegio con los que se encuentran en la parte contraria, imposibilitan la articulación de propuestas en común para mejorar esta localidad.

 

 

Una escena tiene carácter social. Y la pregunta es la siguiente: ¿Murcia tiene un carácter social? La respuesta es no. Durante todo este tiempo en que los cabezas de fila de la escena murciana han intentado vender esta ciudad como si fuera una especie de Parnaso cervantino, la inmensa mayoría de grupos de aquí han centrado su creación artística, obviando los grandes problemas de su tiempo. Y para nada es censurable. Cada cual canta sobre lo que desea; pero lo cierto es que han escaseado las bandas que hagan referencia a las tropelías cometidas de forma sistemática por el Partido Popular en la Región de Murcia desde hace más de veinte años.

Los diversos escándalos acaecidos durante las respectivas gestiones de Miguel Ángel Cámara y Ramón Luis Valcárcel, podrían haber aguijoneado el «amor» por Murcia de muchas de las bandas de aquí. Pero no ha sido así. El «carácter social» de la música –especialmente en el aspecto publicitario– se ha circunscrito a hablar de las crecientes bondades de esta ciudad, en vez de hacer un análisis de todas sus contradicciones y veleidades. Se ha instalado el consenso: enemigo de la libertad y del debate.

Si citamos el ejemplo del País Vasco, el contexto del llamado «Rock Radical Vasco» no sólo tuvo como marco el auge de ETA o la acción de los GAL, sino también la reconversión industrial llevada a cabo por el PSOE, la cual dejó unas gravísimas consecuencias  económicas y sociales. Los hijos de los obreros de las fábricas afectadas por esta medida concibieron una forma de hacer música que pretendía no sólo recobrar esa «pureza» que para ellos había perdido –sucedió lo mismo en Inglaterra en los años setenta, con una situación político-social similar a la de España en los ochenta, que motivó los surgimientos del punk y del heavy metal–, sino también hacer la crónica de una generación desencantada y que estaba viendo cómo las promesas de futuro y prosperidad quedaban sepultadas. Entendieron a la perfección  que a través del arte no sólo estaban vehiculando una respuesta ante los desmanes políticos del Estado y del Gobierno autonómico.

Interiorizaron la idea de que la música tiene en los movimientos sociales un aliado fundamental como es la inmediatez. Como consecuencia de la inmediatez, las bandas vascas supieron granjearse la simpatía de gran parte de la juventud, teniendo autonomía propia hasta que Herri Batasuna intentó usarlas como instrumento político-social.

«Las élites adoran las revoluciones que se limitan a cambios estéticos», escribe el escritor y periodista norteamericano Thomas Frank. Quedó constatado con la  «escena» madrileña de los ochenta – «La Movida»– y, en cierta forma, con la murciana.

Si el PSOE de Tierno Galván usó aquélla para comercializar la imagen de Madrid como paradigma de una modernidad balanceada por la creciente globalización, con el fin de apropiársela y esterilizar cualquier tipo de debate político, en Murcia ha sido aprovechada por el poder político y sus correligionarios, para crear su propio rancho, despachando un concepto de progreso en una ciudad que aún presenta severas deficiencias en el ámbito cultural, con el fin de anestesiar toda respuesta social. Festivales como el ya extinto SOS 4.8 son sólo ejemplos de consumismo exacerbado y de una homogeneización de costumbres que implican que Murcia pierda, cada vez más, cualquier lazo con su historia.

La escena murciana –aparte de una operación macroeconómica– no es más que una alianza entre la clase política, periodistas y oportunistas de diversa índole que han visto en este fenómeno una oportunidad para medrar y engañar a gran parte de la población.

En Murcia se habla de «innovación», pero sólo de la que le interesa a la intelligentsia murciana. Se pretende renovar esta ciudad en el aspecto cultural, cuando las oportunidades están sujetas a las relaciones personales que uno tenga con los cabezas de fila de este ámbito. Se quiere hacer de Murcia una ciudad atractiva para el foráneo, pero en realidad es exclusivista y poco tolerante con las disidencias. La escena murciana no es más que un bloque de mármol resquebrajado, y en la que sólo prospera quien omite la crítica en sus apariciones públicas y considera que la relación de vasallaje y servidumbre es más necesaria que nunca.

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