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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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El fracaso de Occidente en Afganistán

Dos mujeres afganas contemplan el paisaje en Kabul, capital de Afganistán

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Estados Unidos y sus aliados, es decir Occidente, han tratado de sustituir, por la vía militar, la teocracia que los talibanes habían desarrollado en Afganistán por un régimen más afín a nuestros valores. El fracaso ha sido estrepitoso.

La retirada de las tropas occidentales sin haber consolidado el cambio de sistema ha permitido a los talibanes volver a tomar el control del país. Nuestros periódicos se llenan de noticias acerca del destino de los occidentales instalados en Afganistán y de los afganos que han colaborado con nosotros, ahora perseguidos y, con suerte, evacuados de manera precipitada. También abundan las noticias sobre el deterioro de las circunstancias de las mujeres en el país.

Una vez más, a Occidente le ha faltado consistencia para desarrollar un proyecto tan complicado como cambiar desde fuera, basándose en una invasión militar, el modelo político y social de un país. La ilustración más clara de esta falta de consistencia es la retirada prematura del ejército, anunciada con antelación para alentar la resistencia talibán, pero la falta de coordinación adecuada entre los distintos países participantes en la iniciativa y la indefinición del proyecto también han contribuido al fracaso.

Roma requirió dos siglos para instalar en Hispania un modelo político y social acorde a sus valores, y eso a pesar de contar con grandes ventajas respecto a lo hecho ahora en Afganistán. Aunque líderes como Viriato pudieran aglutinar la lucha a nivel local, la feroz resistencia que las tribus hispanas opusieron a los romanos no estaba coordinada a lo ancho de todo el territorio. Hispania no había estado unificada antes de la llegada de los romanos, ni política ni ideológicamente. La cohesión que el Islam sunita da a los talibanes hacía previsible su capacidad de resistencia. Además, en el proceso de conquista de Hispania, los romanos se fueron estableciendo en la península ibérica, uniendo un esfuerzo civil y un interés económico que en el caso de Afganistán han permanecido disociados del grueso de la población occidental.

En occidente hemos pensado que podíamos cambiar un país casi con el mando a distancia, y nos hemos horrorizado al observar que una invasión militar nos costaba bajas. Tan pronto como nuestra sociedad consumista se ha cansado del esfuerzo que suponía la empresa, hemos desertado, abandonando a los afganos que creyeron en nuestro proyecto y se comprometieron con él. 

La Europa del siglo XIX creía en su propia superioridad y capacidad de liderazgo, en “la carga del hombre blanco” de civilizar países llevando a ellos una cultura y unos valores superiores. Esta Europa explotó en el proceso colonial al resto del mundo. Aportó cosas buenas y malas, pero sabía lo que hacía. ¿Mereció la pena? Sólo la historia puede decirlo.

El mundo occidental del siglo XXI no sabe a lo que juega. Combina de forma contradictoria una idea confusa de la superioridad de algunos de sus valores con el relativismo cultural, la creencia en la globalización con el respeto a las culturas locales, el libre mercado explotador con el apoyo a los países en vía de desarrollo. En medio de esta confusión no se compromete con nada y va dando bandazos que no son sólo inútiles, también resultan dañinos.

Yo no sé si fue oportuno invadir Afganistán o no. No sé si había que respetar su cultura o ejercer un liderazgo constructivo y firme para ayudar a ese país a progresar. En cambio, sí tengo claro aquello de “si no vas a torear para qué te metes”. O estás dispuesto a llevar las cosas hasta el final o no impliques a otros en vincularse a ti, cambiar su cultura y arriesgar sus vidas. Ahora hemos perdido credibilidad y capacidad de reclutar aliados cuando los necesitemos. Muchos afganos han perdido algo más.

Nuestro fracaso en la lucha por imponer nuestra ideología no deja las cosas como estaban antes, sino que provoca un pendulazo antioccidental, un afianzamiento en posiciones identitarias hostiles a nuestra intrusión, un reforzamiento de posturas extremistas y un rechazo a medidas de compromiso con las que poder entendernos.

En Afganistán, no sólo pierden libertad las mujeres con el resurgimiento talibán. Los derechos humanos que tratamos de difundir son desplazados por un régimen teocrático. La razón y la ciencia son sustituidos por la fe y por el nacionalismo. La libertad individual queda sometida a “la causa” que ha expulsado al invasor. Aliados y simpatizantes de occidente serán purgados, casa por casa, familia por familia. Las ideas disonantes con el discurso dominante serán aplastadas. Las vías de acercamiento a una concordia internacional, dinamitadas. 

Y a todo esto, el estado español ha vuelto a estar a la altura de lo que Estados Unidos esperaba de nosotros: de vacaciones y en alpargatas. Como ocurre frecuentemente en la historia de España, ante el fallo del estado surge el “qué buen vasallo si hubiese un buen señor”, un exembajador liderando la evacuación sobre el terreno, renunciando a su propia huida a riesgo de su vida. Como los últimos de Filipinas, los héroes españoles brillan al margen del estado. Gran estampa romántica. Pese al paso de los siglos, gran fracaso como país.

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