En un mundo donde las certezas se disuelven a pasos agigantados y donde los productores de opinión han dejado de ser unidireccionales para convertirse en emisores multidireccionales —potenciados, además, por algoritmos que permiten la multiplicación de mensajes desde el anonimato, abriendo ventanas y ampliando los márgenes del discurso—, permanecer en calma se ha vuelto casi una necesidad vital.
Conviene ser conscientes, por emplear la metáfora de Umberto Eco, de que el gritón del bar ya no es aquel individuo cuyas ideas eran censuradas por parroquianos asustados o condescendientes. Hoy, ese mismo gritón encuentra con facilidad una audiencia: otros que amplifican sus mensajes, expanden los límites del discurso y legitiman su voz. Se alimenta así una de las técnicas psicológicas más eficaces de los últimos tiempos: el miedo. Un miedo que se reproduce con facilidad y que, junto con la inclinación humana a creer la mentira más seductora —y la dificultad para aceptar verdades incómodas— convierte el escenario comunicativo en un auténtico campo de batalla.
Asistimos a una guerra cultural en la que unos intentan igualar lo desigual, y otros confunden la ampliación de derechos con amenazas a un orden que ya no comprenden. En este contexto, distinguir la verdad se convierte en un ejercicio no solo intelectual, sino también político y emocional. Las redes nos han traído esto último, la política como emoción.
En Murcia hace tiempo que hay presupuestos. Otra cosa es que logren ponerse de acuerdo en qué imagen están dispuestos a ceder unos sobre otros. En el fondo, al presupuesto solo le hace falta un titular: ese que contente a ambos espectros de votantes. Mientras tanto, esperaremos a la próxima venta y al siguiente regalo, tal vez en forma de marinera o pastel de carne. Panem et circenses, que ya lo decían los romanos.
La Región no funciona. Pero el mito del agua y de la sociedad agraria —cuidadosamente construido durante décadas— sigue operando como un sedante colectivo. Murcia ha sido siempre industrious, como diría Jan de Vries (algún día terminaré ese trabajo que se me acumula, me lo debo), del mismo modo que Cartagena ha sido industrial desde la instalación del Arsenal.
La Región debería aprovechar el momento de reconfiguración política internacional para volver a ser lo que fue antes de la reconversión: un polo de industrialización que, basado en lo militar, capilarice la sociedad: la recuperación de la escuela de aprendices nos marca el camino. Este es el momento. Este es el momento, como cantaban los M-Clan. Nadie quiere guerras, pero estar preparados para ellas —y reconocer y honrar a quienes lucharon por la libertad— no es una opción ideológica: es una necesidad. No se puede venerar a la Nueve y a la lucha antifascista sin entender que el futuro también pasa por los militares y las fuerzas de seguridad del Estada. La milicia y el ejército también es democrática, si no recuerden a la Unión militar democrática.
Tenemos un problema con el imaginario, uno que nos impide afrontar los problemas estructurales reales. La cuestión es general, sí, pero afecta especialmente a Murcia. Se gestiona el relato, pero no el territorio. Se administra el mito, pero no el presente. Y el resultado es que vivimos en un marco que, como ha señalado con precisión Nicolás Sesma en Ni una, ni grande, ni libre, retrata, entre otras muchas cosas, el origen del famoso lema 'Agua para todos'. Su libro, en esencia, es un retrato de sistema gracias a una prosopografía rigurosa. Aunque, en manos de ciertos malos lectores, se transforma en una genealogía épica de gente haciendo cosas, obviando los sustratos, los sustentos, la diferencia de ideas, y los mecanismos reales de poder que las sostienen —o las excluyen.
El ascenso de Trump un buen ejemplo del destino al que conduce la política del algoritmo, que funciona con igual vigor a un lado y otro del espectro ideológico. Para quien disfrute del fútbol, la metáfora es clara: paremos el balón y pensemos un poco. Hay que seguir jugando, sí, pero viendo dónde va el partido.
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