Me llegan varios libros del autor lorquino Antonio J. Ruiz Munuera, y he dado prioridad, con su recomendación, a la lectura de La ira del insecto (2019), quizás porque él sabe –y así sucedió también en un trabajo anterior suyo, Ojo de Pez (2016)– que, sea por su inspirada adhesión a la naturaleza, sea por el entorno geográfico en el que sitúa sus creaciones (la tierra y el litoral murcianos) o incluso por el tipo de planteamiento narrativo, sus obras me resultan próximas, y por eso me complace tanto leerlas y reseñarlas. La ira del insecto (título que se inscribe en la costumbre de los autores actuales de presentar sus obras burlando toda posibilidad de adivinar los contenidos), ha sido galardonada con el Premio Literario Gobierno de Cantabria en su XXII edición, que ha producido la Editorial Librería Estudio, de Santander, un espacio de cultura que no dejo de visitar desde que descubriera esta ciudad, cuando me mandaron a la histórica siderurgia de Nueva Montaña Quijano. Conservo magníficas y utilísimas guías de esa activa institución: de la costa, del románico y de la naturaleza de Cantabria. La novela que comento debiera haber sido premiada en Murcia, por su tema y desarrollo, pero bien está que a Munuera se le conozca en otras latitudes.
Incidiré en estas líneas en estimular –al hilo de la trama del Insecto– la producción regional del autor, para gloria suya y satisfacción de los demás, y hasta me permitiré darle pistas y sugerirle temas, seguro de que, convertidos a su bien construido estilo y su arte elaborado, resultarán en relatos sugestivos de interés seguro.
En efecto, a Antonio José Ruiz Munuera le caracterizan el conocimiento y el apego a su tierra y región, y esta es la segunda vez que consigue, de modo magistral, incrustar en ella el crimen oprobioso, la aventura trepidante y el desfile límpido y preciso de caracteres y delitos, con descripciones desgarradas que recuerdan a ciertos autores norteamericanos de la novela negra de los años 30 y 40 (de mil novecientos): Cain, Chandler, Stanley Gardner. No dejo de preguntarme cómo este profesor de Educación Física capta tan a fondo y en detalle los bajos fondos sobre los que transcurre nuestra (apacible, por lo regular) existencia, que mudan de piel y de negocios, pero siempre transpiran desde un hampa implacable, que eclosionará en sangre y espanto. De gran espectacularidad resulta el papel que atribuye a la cementera de Lorca, ya desmantelada, cuando se puso de moda la incineración en estas fábricas, para “aprovechar” residuos de toda laya, discrecionales y tóxicos, que sustituyeran al carbón o el fuel oil como combustibles; que nuestro autor aprovecha para incluir, como objeto del quemado, un material insólito. Recuerdo que, mientras se levantaban las protestas en Lorca contra esa temeraria iniciativa, me requerían de mí otra tierra (la “media”, que no la “chica”) para contar lo de la contaminación y apoyar la lucha contra la cementeras de Toral de los Vados, llegando a Villafranca del Bierzo, y de La Robla, en la cuenca minera de la Montaña central leonesa.
Dos son los investigadores del caso que inicia la hecatombe, dos los bien iniciados delincuentes de pueblo y dos los criminales de importación. En relación con los policías del relato, adscritos a la Comisaría de Lorca, no sé si a Ruiz Munuera le han hablado del temor que inspiraba en los primeros años de 1970 ese edificio de ladrillo rojo en la calle Lope Gisbert, que ahí sigue, o del papel del agente Adolfo Pérez, obsesionado por los comunistas (Pedro Guerrero Ruiz conoció bien el agobio al que lo tenía sometido policía tan entregado). La última pareja protagonista, el motor en realidad de esta ficción literaria, son ustachi huidos de Jasenovac cuando este campo croata de exterminio cayó, en 1945, en manos del ejército de Tito, después de que fueran aniquilados en torno a un millón de serbios, judíos y gitanos, siendo los serbios el objetivo principal de los genocidas y el mayor contingente de los asesinados. Munuera, que alude a la acogida segura que el franquismo concedió a nazis y filonazis de toda Europa tras la debacle de las potencias del Eje, demuestra condiciones, también, para la novela histórica, y ha de reconocérsele el arte logrado de mezclar esos tipos sin escrúpulos con la canalla local y sus avatares en nuestros pagos. Por no salirse del tema, supongo, o no herir sensibilidades, deja de lado que la unidad más criminal de Jasenovac era mandada por el sanguinario Filipovich que, capturado y juzgado, quiso subir al patíbulo con sus hábitos de franciscano. Y me ha recordado que el líder ustacha de aquella República croata vinculada al Reich, Ante Pavelich, acabó recalando y muriendo en España.
Vistas sus maneras, y para que no decaiga ni su inspiración ni la presencia del terruño, a Munuera tengo que hablarle del alemán que se instaló en Cope desde mediados de los años 1950, al que difícilmente podía vérsele, que vivía con un hijo pequeño en un chalet que se construyó entre la Torre y el Cabezo, sobre el acantilado; de él se decía que tenía muy malas pulgas. Otro alemán no menos misterioso era el que se consideraba esposo de Sarita, aquella ecuatoriana que abrió un bar en Calabardina, el Cotopaxi que tanta fama lograra entre los heterodoxos aguileños, a dos pasos de Cope, primero en la zona animado con chicas más o menos exóticas, y que surgió en la hendidura del promontorio que luego colonizó la urbanización “Alcazaba”; disponía, a los pies, de playita discreta, complemento de calidad de aquel negocio. O sea que también nuestra costa albergó, en los años del frío, a alemanes anónimos, llenos de sospecha e ideales, en todo caso, para la fabulación.
Nuestro autor tiene una irreprimible querencia –que me complace y comparto– por esta costa, la descrita entre Cabo de Palos y Cabo de Gata, coincidente con la que adoptamos, para defenderla, los del Grupo Ecologista Mediterráneo en 1977. Se le nota lo bien que la conoce, y cómo la habita y reviste de azares que bien conoce. Su evocación de las desiertas playas del entorno de Calablanca, aptas para desembarcos nocturnos de mortales mercancías, me ha recordado aquellos parientes míos que combatían la necesidad con el contrabando de tabaco, y fueron capturados ahí mismo, yendo uno a parar a la cárcel y otro, que logró escapar, al desierto argelino.
Con el material objetivo y disponible, producto de aventuras, casos y trances que esta tierra ardiente no deja de generar, entre los que cuentan varios crímenes ligados al medio ambiente y algún suceso francamente espeluznante (¿quién asesinaría a Ana, ecologista de mi grupo, en el siniestro mar de plástico de El Ejido, que desde 1987 sigue libre de castigo?), el temario de Ruiz Munuera puede alargarse y sucederse a sí mismo, aunque está claro que su mente no descansa y su capacidad narrativa crece y se afina. No sé, podríamos imitar a aquella pareja de autores, unificados en el mismo y ficticio nombre de Ellery Queen, que trasladaron su original personalidad a los mismos protagonistas de sus novelas, como investigadores padre e hijo; y produjeron obras notables, consideradas cumbres en la novela negra, como El misterio de los hermanos siameses (1933), de genial factura y emoción sostenida. Yo le contaría el cuento y le traspasaría mis intuiciones, y él lo juntaría todo en tramas originales y trepidantes con esa imaginación que a él le asiste (y a mí me rehúye), para crear vívidas y muy realistas versiones del submundo sobre el que caminamos sin querer fijarnos mucho: como queriendo convertir, nuestro propio deambular (Munuera nos lo constata y advierte), en una ficción carente de peligro.
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