En toda cultura hay cosas de las que no se puede hablar, unas porque son tabú, está prohibido nombrarlas; otras porque forman parte de sus cimientos, son como el aire en el que nos movemos y que respiramos, sin poder verlo. Suelen estar a la sombra de mitos aceptados por todos, cuya validez o limitaciones no se pueden discutir.
Aunque no pueda abordar los innombrables absolutos de nuestra cultura, quisiera aproximarme a los que sólo lo son relativamente, cuestiones que están excluidas del discurso público, como la desnudez del emperador del cuento de Andersen.
Aunque la expresión “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos” sugiere que encontramos muchos fallos a este modelo de organización, en el discurso público es muy difícil encontrar críticas a la democracia en sí, cuestionándose sólo cómo la utilizan personas concretas en circunstancias determinadas. Excluida de la crítica social, la democracia se puede convertir en un Behemoth arrollador en nombre del cual se libran guerras y que se impone a pueblos cuyas capacidades para su aprovechamiento no se cuestionan. Puede ser el caldo de cultivo de inestabilidades y corrupciones, puede ser… cualquier cosa, dado que si no lo examinamos no sabemos qué puede ser y qué no.
Se defienden los derechos del individuo, gran conquista de la civilización occidental, excluyendo del discurso las obligaciones que son su contrapartida natural. Se sueña con el mito individualista de Robinson Crusoe y con la filosofía de un autista como Rousseau. Se escotomiza que nacemos en sociedad, que el contrato social nos precede a los individuos, no lo elegimos libremente, y que la mano invisible que postulaba Adam Smith para coordinar los egoísmos de modo que beneficien al bien común no deja de ser un postulado. Cualquier cuestionamiento de la democracia o del individualismo es silenciado y descalificado como fascismo.
La libertad religiosa y la separación entre iglesia y estado tampoco se cuestionan. Nuestra cultura se asienta en la muerte de Dios y la ausencia de una verdad revelada. De lo contrario, ¿cómo limitar el ámbito de aplicación de la Verdad Absoluta y la Palabra de Dios? Se toleran las “supersticiones” en el ámbito privado (individual o grupal), siempre que no afecten al “statu quo”. Esto en sí es un posicionamiento religioso cuya hegemonía no admite discusión, bajo pena de ser uno descalificado como fanático religioso.
Otro mito indiscutible es el de la igualdad, la no discriminación (dado que pensamos discriminando entre opuestos, este principio amenaza con arrasar cualquier pensamiento). Aunque en la práctica unos sean “más iguales que otros” el principio no se somete a crítica. Se admite el valor del mérito individual y de la competitividad, sin discutir su oposición a la igualdad.
El capitalismo establece un discurso paralelo al de la igualdad, más criticado, pero vigente. Sin una alternativa en el discurso desde la caída del comunismo soviético (no entiendo el keynesianismo como un modelo en sí, sino sólo como un lavado de cara del capitalismo), el capitalismo funciona como un zombie arrasándolo todo, pero sin desplegar un discurso que, de hacerse explícito, resulta incompatible con la igualdad.
Una de las ramas derivadas de la igualdad, el feminismo, se superpone sobre una sociedad tradicionalmente patriarcal y se impone sobre consideraciones sanitarias en concentraciones de celebración del ocho de marzo, se antepone a la vida del no nacido argumentando el derecho de la mujer a disponer de su cuerpo, unido al individualismo y al consumismo despenaliza el adulterio, con la consiguiente desprotección de la familia y de los niños. Esta ideología tampoco se puede discutir si no se quiere ser descalificado como “machista” o “retrógrado”.
Otra rama derivada de la igualdad es el relativismo cultural: todas las culturas son igual de válidas. Como dice el tango: “todo es igual, nada es mejor”, con lo que no se pueden valorar los méritos y deméritos de cada cultura. El desarrollo de esto nos llevaría a que no hay valores defendibles: ni democracia, ni derechos individuales, ni libertad religiosa, ni igualdad, cerrando el círculo en una contradicción.
Hay más cuestiones que no se pueden plantear, como la posibilidad de que Franco, en cuarenta años de dictadura, hiciera alguna vez algo bueno, y, especialmente, aquellas que ni siquiera puedo vislumbrar porque mi pertenencia a esta cultura bloquea mi perspectiva.
No digo que los principios de nuestra sociedad sean malos. Digo que, como en toda cultura, cristalizan en un discurso dominante que atrapa las mentes e imposibilita su evaluación, que congela su evolución hasta que haga crisis y una revolución lo sustituya por otro discurso (en un proceso que frecuentemente conlleva derramamiento de sangre).
Criticando los paradigmas dominantes, abordando lo que está excluido del discurso, ampliamos nuestra conciencia sobre nosotros mismos y sobre nuestro entorno, quitamos algunas de las telarañas que embozan la razón y el funcionamiento social, y ampliamos las posibilidades de ir evolucionando sin esperar a que fracase todo el modelo. Retorciendo a Wittgenstein: de lo que no se puede hablar, es justo de lo que tenemos que hablar.
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