El Mundo Cantabria, en la edición del pasado sábado y en su sección 'Tribuna Historia', publicó un profundo artículo-ensayo del infatigable investigador murciano, residente en Santander, Antonio Martínez Cerezo, que está teniendo una gran repercusión en medios relacionados con la Semana Santa. Por su importancia para las cofradías pasionarias de nuestra región, y, muy en especial, para la del Santísimo Cristo del Perdón, lo reproducimos in extenso con permiso del autor, a quien le damos las gracias por la deferencia hacia este medio. El autor cuenta la historia del nacimiento de una cofradía cuya primera acción, antes de sacar una procesión, fue intentar conseguir el perdón para una condenada a muerte que tenía dos hijos menores.
El que el perdón no obtuvo
El que el perdón no obtuvoAhora, que tanto se cuestiona la razón de ser de la Semana Santa y el papel que en ella juegan las cofradías pasionarias, yo, que no soy cofrade ni he participado en procesión alguna, me permito traer a colación un hecho sucedido a finales del siglo XIX, que tal vez sirva para aclarar el asunto y mover a la meditación.
Una cofradía pasionaria es, antes que nada, una congregación o hermandad que voluntariamente forman ciertos devotos, con autorización competente, para ejercitarse en obras de piedad. Inicialmente las formaban los Gremios para implorar el favor del Cielo para los del oficio. Luego, cuando a partir de los siglos XV y XVI la Iglesia reparó en la conveniencia de que los santos salieran de las iglesias en determinadas fechas y fueran pueblo con el pueblo, las procesiones se popularizaron en todo el país con mayor o menor espiritualidad, siendo raro el pueblo que no aspirara a tener la suya, ya fuera con un solo santo o con varios, en una sola festividad o en el mayor numero de festividades posible.
Procesiones. Sí. Pero no sólo procesiones. Procesionar es a lo más a que el cofrade de una hermandad procesional aspira, algo así como su razón de ser. Pero el hecho de procesionar, limitado a un cierto día o días del año, poco sería si la Cofradía Penitencial no hiciera nada más en todo el ejercicio.
Actos litúrgicos aparte, que el agnóstico está en su derecho de no compartir, lo que en modo alguno puede negarse a las cofradías pasionarias es la misión caritativa que llevan a cabo el resto del año. Sobre todo, colectas de alimentos, vestidos y medios económicos para los necesitados. Visitas a impedidos. Regalos de Reyes para huérfanos, ancianos e incapacitados físicos y mentales. Caridad y solidaridad, en fin. Como la petición de clemencia que aquí se cuenta.
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El 16 de junio de 1896, se constituyó en Murcia, en la Iglesia de San Antolín, la Cofradía del Santísimo Cristo del Perdón con la fe puesta en sacar una procesión en Lunes Santo, por la tarde. Pero haciendo honor a su advocación 'El Perdón', su más pronta y decidida actuación, y tal vez la que más les honra, fue impetrar el perdón que salvara del cadalso a Josefa Gómez, feligresa de la parroquia, madre de dos menores de edad, convicta del doble crimen (por envenenamiento, de su marido y una criada) que le valió el apelativo de 'la Perla Murciana' por el establecimiento que el matrimonio regentaba, donde ocurrieron los hechos.
Sin reparar en dimes y diretes, 'El Perdón' decididamente abanderó la cristiana causa del perdón. Con el cura párroco-presidente de la Cofradía, don Pedro González Adalid, infatigablemente a la cabeza. Pruébalo así la «Exposición a S. M. la Reina Regente», carta firmada de su puño y letra, que llegó al Palacio Real con la tinta corrida por las lágrimas que sobre ella vertieron los cofrades que, por unanimidad, la aprobaron.
Desde San Antolín, se movilizaron poderes civiles, militares y religiosos. Implorantes cartas fueron de Murcia a la Corte, tocando las fibras más sensibles de las más altas magistraturas del país. Y nada. Tres interminables años duró el calvario de la condenada a muerte (1893-96). Desde la fecha del crimen hasta que el verdugo, llegado en tren de Albacete, tembloroso proclamó: «Ahora veremos si sirvo para esto». Pues era nuevo en el oficio.
El párroco tomó a su cargo a los dos pequeños, ocupándose de que nada les faltara. Ni techo. Ni ropa. Ni alimento. Ni educación. La Cofradía se desvivió por aliviar las horas de angustiosa espera de la que estaba en capilla, turnándose los cofrades para visitarla en la cárcel y aliviar sus horas más amargas. Mientras, el previsor Secretario de la Cofradía, don Mariano Palarea, se ocupó personalmente de comprar la tela para la hopa, negra, con una toga blanca para la cabeza. Evito al lector los escabrosos detalles, que erizan la piel y ponen los pelos de punta.
Hubo rezos. Rosarios. Misas. Colectas para asegurar la crianza y futura educación de los hijos de la sentenciada a muerte. Y, llegado el caso, un entierro digno. Al fin, la ejecutada recibió cristiana sepultura el 30 de octubre de 1896, en el cementerio de Nuestro Padre Jesús, fosa número 163, zona 18. Todos los gastos corrieron por cuenta de la Cofradía, que hizo cuanto humanamente estuvo a su alcance. Antes de sacar a la calle su primera procesión, movieron cielos y tierras por salvar del garrote vil a la condenada a muerte. En vano.
Hasta aquí, la historia del perdón que 'el Perdón' no obtuvo.
Antonio Martínez Cerezo es escritor, historiador y académico
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