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En la rave rojigualda
“De un tiempo a esta parte, los medios han dejado de dedicarles epítetos despectivos (activistas por la unidad de España, he llegado a oír), la policía de contenerlos y los partidos bien de aislarlos.”
“A diferencia de países como Portugal, Francia o Estados Unidos, la enseña nacional española no despierta una identificación transversal.”
Ha llegado el 12 de octubre -la gran rave rojigualda- y no sé vosotros, pero a mí de lo que se me ha quedado cuerpo es de irme a la playa. O de atrincherarme en el sofá. La sensación es parecida a madrugar, tomarte un café con leche y entrar en el after más loco de la ciudad. Esas mandíbulas batientes. Esas miradas equipadas con rayos equis. Con la cosa catalana candente en el centro de la actualidad informativa, el bloque retronostálgico al completo parece competir entre sí por organizar la mayor quedada con bandera posible, o incluso (y esto da más miedo todavía) cooperar entre ellos. Falange, VOX, España 2000, Democracia Nacional, Fuerza Nueva, Lo Nuestro, Hogar Social… no se sabe si los fachas y nazis se han multiplicado por cuatro o es que, como en el chiste, andan hiperactivos. No es para menos.
De un tiempo a esta parte, los medios han dejado de dedicarles epítetos despectivos (activistas por la unidad de España, he llegado a oír), la policía de contenerlos y los partidos bien de aislarlos. Tras décadas de travesía del desierto, ahí los tienes: llenando la Castellana y las Ramblas, teloneando a Vargas Llosa y Josep Borrell, asediando junto a cargos del PP zaragozano asambleas de Unidos Podemos -y acertándole en la cabeza a la presidenta podemita de las Cortes de Aragón- o enfostiando rojos, inmigrantes y perroflautas con total impunidad en el 9-O valenciano.
La operación de legitimación masiva del club ornitológico tendrá sus ventajas, supongo, pero también problemillas, como por ejemplo que nadie sabe cómo mandarlos de vuelta a casa el 13-O a hacer allí sus cosas. Sus cosas nazis. Anyway. Ya nos preocuparemos mañana. Estamos a 12-O, el día de la -ejem- hispanidad, y media ídem quiere escapar a Calblanque o echarle el pestillo a la puerta. Surge la pregunta: ¿estamos llevando bien toda esta movida de las banderitas? ¿Es buena, la mandanga ésta que te ha pasao tu colega? Hola. Soy Espejo. Escribo artículos. Y sí, a veces le copio tics a Guillem Martínez. Empezamos
1. ¿Por qué es tan difícil imaginarse a la izquierda organizando quedadas con banderita? A diferencia de países como Portugal, Francia o Estados Unidos, la enseña nacional española no despierta una identificación transversal. Desde el mismo proceso de construcción de nuestro estado-nación en el XIX (la rojigualda data de 1843), la fractura social -ya entonces atávica- que conocemos como dos Españas, o España y Antiespaña, ha dificultado la edificación de un nacionalismo homogéneo. La tentación de llevar el goyesco duelo a garrotazos al terreno institucional ha sido demasiado fuerte a lo largo de nuestra historia política, y no es un enigma cuál de los dos zagalones ha aplastado al otro a lo largo de la mayor parte de las décadas. Así, la identidad nacional y el apego a la simbología se ha construido muchas veces apelando a la unidad contra un enemigo, externo o -sobre todo- interno, y en este último caso muy parecido al adversario político: afrancesados, liberales, viva-la-Pepa, laicistas, federalistas, republicanos, feministas, judeomasónicos y un largo -y delirante- etcétera. Son muchos. José Manuel Soto, el popular tonadillero, se los sabe todos. En caso de duda (o de insomnio) preguntadle, y ya veréis.
La incautación, a lo largo del anterior régimen, de la simbología patriótica es uno de los rasgos característicos del nacional-catolicismo, incluyendo la exaltación de la raza y el pasado imperial, la deformación y reescritura de la cultura para adaptarla a los valores franquistas, y el borrado de la memoria colectiva de todo episodio incómodo para la oligocracia totalitaria en el poder. Por poner un ejemplo: ningún estado occidental moderno dejaría escapar la ocasión de sacar pecho con un episodio como el de La Nueve, la columna de guerrilleros republicanos españoles que rompió las defensas nazis de París en 1944. De hecho hay uno que lo hace: Francia los homenajea cada año.
Esa apropiación a lo largo de casi cuatro décadas de franquismo no se vio contrarrestada por el actual statu quo. La Constitución del 78 es -no lo olvidemos- hija de la Guerra Fría, y su sistema de contrapesos, su Título II, su ley electoral, sus aforamientos y su peculiar pacto social están diseñados para limitar los experimentos a una estricta gaseosa bipartidista que lenta y lógicamente ha perdido su burbuja. La ley de amnistía de 1977, esa escayola, ha devenido pata de palo, y ni siquiera cuarenta años después es posible sacar a las víctimas de Franco de las cunetas o procesar -siquiera simbólicamente- a los torturadores.
En un país en el que aún puedes acabar ante la Audiencia Nacional por hacer chistes sobre Carrero Blanco, la derecha se resiste con una energía como de gato panza arriba a cualquier medida de reconciliación nacional, se proponga ésta donde se proponga: sobre una fosa común, sobre una sentencia, sobre un sanguinario comisario político o sobre un callejero. Saben lo que se juegan: el control de la bandera, que sigue imantada hacia su lado del tablero. El inmenso poder que emana del puesto de Ajatollah de la Hispanidad. Sobre todo, el de dictaminar qué es patriótico y qué no: la bicoca.
2. Disputar el palitroque. El palitroque, y me refiero al palito donde va colgado el trapo bicolor (no al de abollar ideologías), se puede disputar o se puede compartir. Pero que te dejen poner una mano en la madera no significa que ya puedas atizarle con ella a quien tú quieras. Ya, ya sé que me estoy liando, con tanta alegoría. Veamos. Ejemplos. Imagínate que eres un deportista. Un deportista de élite. Cuando ganas, allá que te sacas la rojigualda. Pero un día tu nombre sale en los periódicos por otra cosa. Se ha filtrado una lista. La Falciani, por ejemplo. Y qué mala suerte: te han pillado domiciliado en Suiza, o metido en una offshore. Tú tranqui. La Fiscalía no te va a perseguir. Ni Montoro. Ni El País. Ni el estamento tertulianil. Ni el locutoril. Un tuit: “Achos lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a etc”, una amnistía (esta vez fiscal), y listo.
Ahora. Di algo sobre, no sé, el Estatut. Algo que no mole. Poco patriótico. Que vas a estar saliendo de mal rollo en la portada del Marca hasta que se te gaste la cara. Y a jugar con tapones en los oídos, para no perder ídem, de los silbidos. ¿Que eres un político? Pues más o menos la cosa va así. Puedes reformar la constitución un domingo de agosto a las cuatro de la tarde para entregar la sagrada soberanía económica de la patria al BCE, Angela Merkel y su pandi, que oye. Te van a llamar fino estadista. Ahora. Que uno de los tuyos vote lo mismo que Nafarroa Bai en la junta de distrito de Mendillorri (un barrio de Pamplona), reposición de papeleras aunque sea, que vas a ver. Tu jeto en las comisarías, o superior.
Ok, ok. Hay muchas manos ya agarrando el palitroque. Tantas, que para sacudir se tienen que poner de acuerdo. Pues pijo, se ponen de acuerdo. Rapidito. Sin fisuras. Con una determinación, yo diría, teológica. Con una convicción de puritito ayatollah. Doctrina Parot. Ley de Partidos. Secuestro de publicaciones. Recursos al Constitucional (reformado ad hoc). Delitos arcaicos: apología del terrorismo, ofensa a las víctimas, sedición. 155. Y sin embargo. Según el CIS, la sociedad española sigue sin ser patriótica. El porcentaje de quienes declaran que tomarían las armas para defender España es casi tan bajo como el de quienes aún creen que ETA estuvo detrás del 11M. El sentimiento regionalista (e incluso localista) es intenso e intrincado, y en muchas zonas eclipsa al nacionalista. Ambas cosas (debilidad del sentimiento nacional, fortaleza del regionalista) desaniman al “bloque izquierdo”, o “antagonista”, si quieres, o incluso “antiespaña” si te peta, a disputar el palitroque. No siempre, claro. No es un tema que uno pueda aparcar para siempre si quiere ganar elecciones.
En Unidos Podemos, por ejemplo, el debate sigue abierto: todo proyecto de “populismo de izquierda” incluye el recurso a simbología identitaria. Se ha disputado ferozmente la bandera. Frente al polo enbanderado de los patriotas con cuenta en Suiza se ha exaltado el esfuerzo de la clase trabajadora que mueve el país, el de quienes hacen voluntariado, el de quienes luchan por su comunidad. ¿Se ha salvado ese hiato de décadas? ¿Vemos en las manis mucha gente con pulseras rojigualdas, en los barrios de currelas, en las ONG? ¿Hay un españolismo prosoterramiento, en el revoltoso sur de Murcia? Creo que no. Creo que no vamos a ver a esta gente en las concentraciones ultra de hoy, 12-O. Creo que, si ese 12-O fuese -por seguir el chiste- un resultado de fútbol, los del “bloque antagonista” seríamos Malta. Pero hey. Fútbol es fútbol. Once contra once. Noventa minutos. Hasta el rabo todo es to este, seguimos.
Va. Por el mismo precio, aquí os coloco sin venir demasiado a cuento un interludio intimista. Resulta que estos días he tenido una experiencia verdaderamente patriótica, me ha dado un vahído que no tenía ni idea de que fuera posible. La cosa es así: estoy haciendo la cena, uno de mis hijos pulula por la casa, lo normal, al otro, al de diez, no se le oye. Cuando no oyes a un crío es porque algo malo estará etc etc. Lo llamo. ¿Miguel? No contesta. Dejo pasar diez segundos. Lo vuelvo a llamar. ¿Miguel? Sigue sin contestar. Voy a buscarlo. Me lo encuentro en la cama, enfrascado como un zombi en la lectura de La historia interminable. Mi viejo ejemplar. Me acerco a él. Sigue sin percatarse. Por su mirada detecto por qué: está recorriendo por primera vez -poca broma- el Mar de Hierba, con Atreyu y Ártax. La misma cara de lelo, la misma gotita de baba en la esquina de la boca que el menda hace treinta. Y ahí me sube a la cara un calor, un golpe de exaltación patriótica: comparto con mi hijo la enseña, el ritual, el apego a una tierra, y las transmitimos de generación en generación. Se me pasa enseguida, cuando recuerdo que la nación se llama Fantasia, y la mandataria, Hija de la Luna. Perdonad, eh. Seguimos.
3. El vacío. El color del movimiento #Parlem? es el blanco. Camisetas, documentos 1, banderas blancas. ¿Y tú qué ves ahí, en ese blanco? ¿Las emocionantes e innumerables posibilidades de todo comienzo? ¿O que alguien se está rindiendo? ¿La asepsia terapéutica de las paredes de una institución mental? ¿O la mala vibra de entrar a casa después de que te la hayan limpiado una banda de ladrones? Con todo por definir, con un perfil casi de ectoplasma, la inundación láctea parece recordar la latencia de un sujeto cívico, más social que político, equipado con lógicas de resistencia a los consabidos relatos patrióticos y de partido. El blanco como antídoto. Como pócima emancipatoria. Como némesis horizontal contra la verticalidad de todo palitroque, incluidos los de las FSE (que también parecen haberse multiplicado por cuatro etc.).
Como ventana abierta. Pero abierta ¿hacia dónde? ¿De qué se pide que parlem? Nadie lo sabe. Tal vez de suspender eslovenamente la DUI, o retrasar gallegamente la aplicación del 155. Pero, ¿y si, ya que estamos, seguimos hablando de más cosas? De ahí el terror que suscitan por ahí arriba estas preguntas abiertas, por eso el concurso que tienen montado estos días de a ver quién la dice más gorda (va ganando Pablo Casado, con Girauta pisándole el talón de la bocachancla). Horror vacui. Porque de ambas cosas hay a carretadas, y me refiero tanto a miedo como a vacío, en el régimen vigente. Como en La historia interminable, algo negro va consumiendo lentamente el tejido institucional del país, y no puede remendarse a hostiazo limpio, ni de los que reparten los ornitólogos ni de los de Piolín. Ni tampoco a base de cientocincuentaycincos. Ni por medio de discursos reales con tintes wagnerianos, de ésos que los oyes y te entran ganas de invadir Polonia. Ni, por supuesto, con una ofensiva judicial que ya amenaza con aplicar -tal vez incluso, glups, endureciéndola previamente- la Ley de Partidos. No sé si os acordáis: para salvar Fantasia -y salvarse se salva, pero en el último momento, claro, cuando no queda de ella más que un grano de arena- había que redefinirla entera.
Así que, si salís hoy a la calle y os topáis con alguien vestido de colores (ornitológicos o no) y cara de rave, mejor no le digáis lo de parlem. Ya mañana, con la resaca, hablamos.
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