Algunos dirigentes con capacidad de decisión utilizan para reforzar el supuesto buen sentido de una decisión la razón de oportunidad. Una forma de añadir motivos a los obvios, que pueden ser de justeza, necesidad, coherencia y unos cuantos más, subrayando que es el momento preciso para hacer lo que se hace. Los razonamientos e instrumentos sobre los que se apoya la medida adoptada se ven reforzados así con el calendario.
Se da también por descontado que lo decidido responde a los intereses sociales o económicos de amplias capas de los ciudadanos, si no de la gran mayoría. Quedan asentados, pues, los unos sobre los otros, todos los argumentos que respaldan lo que se ha hecho o se va a hacer. Los discursos explicativos son, entonces, coherentes, reveladores y novedosos.
Nada de esto se cumplió en la noche del miércoles con el discurso, por llamarle de alguna forma, televisado del monarca ejerciente que España tiene, mientras el otro rey, llamado emérito, permanecía convenientemente en la sombra. El contenido de los afortunadamente pocos minutos de alocución fue extemporáneo e irrelevante. Lo primero porque llegaba tarde; y mal, como quedó claro tras la audición. Lo segundo porque no fue revelador ni novedoso.
Coherencia con el discurso general de aunar esfuerzos y ánimos para afrontar la crisis del COVID-19 hay que reconocerle. Estaría bueno que nada menos que el personaje en cuestión se hubiera salido de esa parte del guión que todos sabemos que es el que hay seguir.
Ese simple detalle ha servido para que los partidarios de que la Constitución del 78 siga inamovible ––sin su reforma no es posible referendum decisorio sobre la forma de Estado–– hayan respaldado al unísono y firmemente, aun con diferentes lenguajes, y cerraran filas rápidamente, como es habitual, bajo el trono y la corona. “Por Dios, por la Patria y el Rey” pareció resonar inmediatamente en las calles desiertas y en las ediciones electrónicas e impresas de los medios de comunicación. De casi todos.
Si la pandemia que nos azota fue el resorte único y exclusivo de la presencia pública de la máxima autoridad, la extemporaneidad vino dada porque quizá debía haberse producido bien antes, puesto que no dijo ya nada nuevo o que sonara a tal para la lucha que nos ocupa ahora y nos ocupará durante largo tiempo a todos los ciudadanos. En tanto que no ofreció nada novedoso las palabras de quien algunos llaman ciudadano Felipe Borbón fueron irrelevantes, por tanto.
Por encima de todo, al final del espacio televisivo quedó una impresión de decepción, de hondo vacío, de tiempo perdido, de amplio desierto intelectual, pues lo que preocupaba o interesaba del ciudadano parlante era cómo va a explicar o encarar la institución por él encarnada el último escándalo conocido de la persona de quien ha obtenido su posición y a parte de cuya herencia, no a toda, dice ahora renunciar.
Sin entrar en honduras, el miércoles lo que flotaba en el ambiente y que el autor del texto pronunciado debía saber era, fundamentalmente, por qué esperó un año para rechazar prospectivamente parte de la herencia monetaria que recibirá y de qué forma se aprestaba a intentar solucionar el nuevo desaguisado sonrojante de aquel a quien debe la posición que ocupa.
Simplemente, encarando ambas cuestiones honestamente podría haber satisfecho las interrogantes que pasaban por la cabeza de muchos, puede que muchísimos, ciudadanos y hubiera podido aminorar el desdoro al que el anterior Jefe del Estado tiene sometida a esa institución y también el sentimiento de vergüenza ajena cada vez más insoportable que tantos como los anteriores sienten cuando ven a quienes nos representan al máximo nivel del Reino de España.
Tuvo ocasión de revertir todo eso; no la aprovechó y perdió la oportunidad. Repitió su error de aquel otro discurso del 3 de octubre de 2017. Prefirió usar como escudo la bandera y el escudo sin siquiera ofrecer nuevas perspectivas al problema primordial que hay ahora y aquí. Preocupante, pero sobre todo decepcionante. Vale.
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