Apenas acaban de llegar y ya los están juzgando. Ya han sido tachados con la sombra de la sospecha, con el matiz imborrable y doloroso de dos simples palabras que sin embargo propagan eficazmente el odio incontrolado y la alarma social: son delincuentes, han venido a conquistarnos, a invadirnos. Acaban de llegar, muchos de ellos nadando a tientas en la oscuridad infinita y nocturna de la playa de El Tarajal, en Ceuta, balbuceando en el agua, sin oír y sin ver nada, tiritando de frío y de miedo, atrapados por una densa sugestión de parálisis, como quien sabe que se ahoga o que se está congelando en un mar desconocido e infinito, en una extensión de agua helada y hostil que ha sido verdugo de muchos de los suyos, de los que han dejado toda una vida sin porvenir y se han jugado su integridad y su existencia para labrarse un futuro en otro país, en parte porque su propia nación les ha dado la espalda, los ha abandonado como a animales enfermos, como a guiñapos tirados y destruidos. No han hecho más que salir del agua e intentar reponerse exhaustos del esfuerzo ante la mirada atenta y la hospitalidad de algún militar y ya se dice sin piedad y sin vacilación que son innumerables. Incluso se ofrece una cifra, un número aproximado que permite a los más viles difundir el desprecio y la fobia: hay 8.000 hombres y mujeres, menores de edad, niños, incluso bebés perdidos en un país de 50 millones de habitantes, 8.000 personas que pertenecen a una sociedad universal más rigurosa y más antigua que la comunidad más arcaica: la de los hombres y mujeres necesitados de la caridad y de la ayuda de quienes han ido a socorrerlos, rebeldes y hostiles contra quienes se dedican a hacer política con ellos, contra su propio país, que los utiliza y comercia con sus vidas como si fueran ganado, y sobre todo contra quienes se encargan de odiarlos, el pequeño sector de españoles que ya se han tomado la molestia de catalogarlos y de cifrarlos, como si supusieran un peligro contra la nación, como si la estuvieran defendiendo del ataque de un ejército sanguinario e invasor.
Tan solo acaban de salir del agua helada en la madrugada del 18 de mayo, y las pupilas les brillan entre las cabezas oscuras y sucias, gastadas por el sufrimiento de la travesía y del esfuerzo físico, y miran a los militares, a los voluntarios que han acudido a la playa para sacarlos del agua y conducirlos a la arena de la playa, a su lado, mientras examinan y verifican su estado de salud, y entonces se dan cuenta de que no viven en otra ciudad, en otro país con peores expectativas, condenados a una pobreza perpetua y a la indignidad inmisericorde de sus gobernantes: viven en otro mundo, en el reino de la soledad, de la condena interminable y horrorosa del apátrida. Están instalados en el interior de un silencio que no puede ser traspasado por nadie, que nadie que pretenda ayudarlos podrá nunca comprender. No tienen nombre porque cuando han salido del agua nadie les ha llamado, y porque alguno de ellos ni siquiera lo recordaría si se lo preguntasen. Han huido como si fueran perseguidos por alguien, y cuando se miren en algún espejo o en cualquier cristal mientras deambulen por las calles próximas en lo que se decide su futuro inmediato de miseria y tristeza no se reconocerán, apenas llegarán a saber quiénes son, quiénes han sido hasta que nadaron en la noche hacia otro país, cuáles eran sus vidas de antes. Se dice que son innumerables para establecer una afrenta y un vestigio mínimo de odio que sin duda seguirá creciendo. El líder político que más ha sembrado en los últimos tiempos el envilecimiento contra estas personas acude a la playa de Ceuta nada más enterarse de la noticia, tal vez en la tranquilidad y el calor de su casa, sonriente, complaciéndose en lo que está viendo desde su teléfono móvil. Unas horas después tiene delante de sus ojos a los mismos cuerpos que ha visto en la pantalla, cuya existencia no ha dudado en manchar con la opacidad vaga de la desconfianza, y pasa junto a ellos y procura no mirarlos, hace como que no existen, incluso se atreve a señalarlos con el dedo, porque se sabe superior a ellos, porque le roza el olor inmundo de su cercanía, su hedor de apátrida inmemorial, de ropa empapada y harapos mal puestos, de heridas infectadas en la piel.
Apenas acaban de llegar y de salir del agua y muchos de ellos, durante unos segundos, han sido un fogonazo de conciencia pura, sin identidad, sin lugar, solo la sensación rígida e insoportable de frío, la oscuridad del principio del ahogamiento, el movimiento violento e involuntario de las manos y las piernas que arremeten desesperadas contra el peso de su cuerpo en el agua. Detrás de esos ojos brillantes y despavoridos, de las miradas de miedo y terror, del suplicio constante por comida, por agua, por un hogar, por una cama, hay una vida igual que la de uno mismo, igual que la de ese dirigente político encargado de sembrar la mentira grotesca con el fin de conseguir sus terribles y desmedidas ambiciones. Detrás de los cuerpos extenuados por el esfuerzo hay una conciencia, una memoria, una proliferación innumerable de sentimientos. Sería preciso, para muchas personas, que, igual que tienen la facilidad de odiar y desear muertes y de juzgar personas solo con ver unas imágenes en la tranquilidad de sus casas, tuvieran el don de viajar al interior del alma de solo uno de esos apátridas para saber no lo que está pensando, sino lo que está viendo, para vivir y poder contar lo que ellos guardan en el fondo de su conciencia, porque ellos ven otro mundo, otro país, otra realidad tan inhumana y tan vasta como un bosque espeso en el que se reunieran meticulosamente las amenazas idénticas que cualquier fugitivo de su país lleva soportando durante toda su existencia. Pisan la misma arena que nosotros, respiran el mismo aire con olor a mar, pero tal vez ellos únicamente sean capaces de asociarlo a la realidad empantanada y cenagosa del terror, al mundo casi imaginario de quien está a punto de morir de hambre y se entrega sin esperanza a la deriva.
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