Contrapunto es el blog de opinión de eldiario.es/navarra. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de la sociedad navarra. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continua transformación.
Privatiza, que algo queda
El economista Juan Ramón Rallo publicaba recientemente un artículo titulado 'Educación española: cara y mala', que pretendo rebatir, admitiendo coincidencias puntuales con alguna de sus reflexiones.
Comenzaré mostrando mi conformidad con algo que afirmaba en su exposición: “La formación enriquece social y humanamente”. Más discutible es que su objetivo sea el “acceso a ocupaciones de mayor calidad y más altamente remuneradas”, porque el concepto “ocupación de calidad” puede interpretarse de muchas maneras, y no siempre (o no solo) desde el punto de vista salarial.
También es cuestionable la apreciación de que quienes, como yo mismo, pensamos que el Estado debe gestionar los servicios públicos, lo hacemos porque hemos sido engañados; peor aún, hemos querido “autoengañarnos”. Un “engaño colectivo”, afirmaba Rallo, “que será devastador para nuestra prosperidad”. Metidos en esta dinámica, podríamos alegar que también hay mucho de engaño en la estrategia permanente de descrédito de lo público, en la insistencia en asignar en exclusiva a la función pública la corrupción, la ineficacia, la rutina o la burocracia, reservando el servicio diligente, limpio y dinámico para la empresa privada. Admitiendo esto, con la ayuda de unos cuantos recortes (perdón, ajustes) y los innegables disparates cometidos, no por los empleados públicos sino por los políticos, asesores y hacedores de leyes infaustas (el ejemplo de la enseñanza es tristemente paradigmático), ya tenemos la conclusión: hay que privatizar (perdón, externalizar).
Pero este razonamiento es falaz porque compara una mala gestión pública con una buena gestión privada. Si queremos comparar, comparemos buenas gestiones públicas y buenas gestiones privadas y que la comparación nos proporcione herramientas de mejora, siempre teniendo en cuenta que un servicio público, al contrario que uno privado, no puede basarse en la obtención de beneficios económicos, sino en su función social, aunque sí debemos exigir que el dinero destinado a educación está bien distribuido y redunde en la mejora del servicio, evitando el derroche (como en cualquier empresa privada, supongo). Porque el problema fundamental de la enseñanza en España no es la falta de inversión, sino la mala inversión (y el error de concepto, claro está, pero no es momento de hablar de ello). Gastando estrictamente lo necesario, el sistema público no tendría que ser “caro”. Y recurriendo al sentido común y al criterio de los profesores, en lugar de a las pseudoteorías de los pseudoexpertos educativos, tampoco tendría que ser “malo”.
“La educación pública es cara, pero ¿al menos es buena? Tampoco”, aseguraba Rallo. Ya he dicho que no creo que un sistema educativo deba evaluarse en función del coste económico pero, además, vincular la eficiencia del sistema con la “empleabilidad” y la consecución de un buen sueldo supone, a mi juicio, una simplificación de lo que debe ambicionar la educación pública: la formación intelectual y humana de los futuros ciudadanos, junto con la inspiración de valores (espíritu crítico, sensibilidad artística, amor por el conocimiento...) que no tienen por qué estar relacionados con la “productividad”. Y, muy en la línea lomciana, Juan Ramón Rallo reclamaba una educación que no sea “cara” y que sí sea “útil”. Peligroso concepto este de la utilidad. ¿Útil para qué? ¿Útil para quién?
He dejado para el final mis discrepancias más profundas (una ya ha aparecido) con las tesis de Juan Ramón Rallo. Comparando (nuevamente) dos opciones que no son comparables (la “entrega de nuestro dinero a unos burócratas que lo gestionarán en su propio beneficio” -no contempla, por lo visto, la posibilidad de que nuestro dinero se gestione bien, ni de que se establezcan mecanismos para que esto sea así- y la “conversión” de “padres y estudiantes en los protagonistas de su propia educación en un entorno de competencia e innovación de modelos de enseñanza” -en esto sí confía ciegamente-). Por una parte, los profesores ya conocemos cómo las gastan los “innovadores pedagógicos”. Por otra, colocar al estudiante en el centro del sistema (el alumno es el sujeto, destinatario y beneficiario, pero nunca el objeto) es un grave error. Esta posición le perjudica a él y al propio ejercicio de la docencia. Que sean los padres los protagonistas ya ni me lo planteo. Es algo que a nadie se le ocurriría si, en lugar de educación, estuviéramos hablando de sanidad.
Y, para terminar, hay que ser muy aventurado para asegurar que una privatización del sistema público de enseñanza “maximizaría nuestras probabilidades de éxito”. Aprovechar la mala salud de la enseñanza pública para reclamar la aplicación de la eutanasia no es muy compasivo; más bien, un poco cruel. Que el sistema público debe y puede funcionar mejor es una realidad, pero su privatización sería una imprudencia de la que, estoy seguro, no tardaríamos en arrepentirnos.
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