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“¡Eres muy malo!”, “¡Qué trasto!” o cómo todo lo que decimos a los niños conforma su personalidad

Varios niños en la entrada de un colegio.

Patricia Gea

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“Suelo preguntar el primer día de clase a mis estudiantes si las personas nacen o se hacen”, dice Eliseo Diez-Itza, profesor de psicología del desarrollo en la Universidad de Oviedo. Una pregunta que, llevada al terreno de la crianza, podría dar lugar a otras como si tiene sentido aquello que les decimos a los niños de “Eres malo!”, “¡Eres un trasto!”, o “¡No sé a quién habrás salido!”. Como si el niño o la niña viniera así de serie.

Lo cierto es que, aunque algunos rasgos de la personalidad tienen una base biológica innata muy fuerte –el temperamento, por ejemplo, se manifiesta ya en los primeros meses de vida-, la mayoría se desarrollan con la socialización y empiezan a forjarse en la infancia, la etapa que los expertos consultados identifican como clave en la construcción de la identidad. En ese momento, lo que digan, transmitan o comuniquen sus adultos de referencia, que en la mayoría de los casos son los padres, importa. Buena parte de ello va a parar a la imagen que los niños se hacen de sí mismos. En la infancia construyen su autoconcepto a través de la imagen que les devuelven los otros, según la psicóloga Nuria Vázquez Orellana.

La psicóloga infantil Silvia Álava explica que cuando no tienen claro su autoconcepto recogen lo que el entorno dice sobre ellos. “Si recojo todo el tiempo que ‘soy malo’ voy a pensar que es algo inherente a mí, algo que no puedo cambiar

Aprenden así lo que el profesor Diez-Itza llama un “relato autobiográfico” a partir de las evaluaciones que se realizan en el ámbito familiar. “En todo acto comunicativo hay evaluación, pero puede ser más o menos explícita”. La psicóloga infantil Silvia Álava explica que cuando no tienen claro su autoconcepto recogen lo que el entorno dice sobre ellos. “Si recojo todo el tiempo que ‘soy malo’; voy a pensar que es algo inherente a mí, algo que no puedo cambiar”. También es pernicioso utilizar el “siempre” o “nunca” -como “Siempre se te olvida hacer la mochila” o “Nunca haces los deberes”- porque le dices lo que se espera de él, haga lo que haga. Por eso aconseja que si hay que corregir algo se mencione esa conducta en concreto y se evite caer en etiquetas y generalizaciones. “Hay una gran diferencia entre el ser (malo) y el estar (haciendo algo mal)”, señala Álava.

Cuando detectamos que un niño o niña tiene un rasgo menos funcional o adaptativo, añade Nuria Vázquez, lo ideal es no hacerle sentir culpable sino capaz de domar ese rasgo. “Los adultos debemos posicionarnos en la aceptación incondicional del ‘Tú sí, pero ese comportamiento no’, y poner a su alcance las estrategias para que esa conducta se pueda controlar o modificar y que los menores pasen de un control inicialmente externo, a interiorizarlo y ser capaz de autogestionarse”.

El niño necesita apoyo psicológico. La simple desatención comunicativa puede tener consecuencias muy negativas en el desarrollo

Para el experto en desarrollo Díaz-Itza “el problema no es tanto que los padres se expresen así de forma puntual, sino que realmente lleguen a pensar y sentir eso de sus hijos, porque van a percibirlo en todo momento afectando a su autoestima, confianza, seguridad y sentimiento de competencia”. Cree que, a veces, hay una idea de que solo hay que cuidar al niño en lo físico mientras se va produciendo un despliegue madurativo. “Pero no funciona así. El niño necesita apoyo psicológico. La simple desatención comunicativa puede tener consecuencias muy negativas en el desarrollo”.

“Nos imita en todo, incluso quiere trabajar”

Todo lo que hacen o dicen estos adultos de referencia sirve como modelo, explica Vázquez Orellana. Además creen que lo que ellos viven es “lo normal”, como si esa realidad fuese la única posible. “Si en mi casa hay gritos y malas formas, creen que así es como se relaciona la gente”. Y así van construyendo su personalidad: absorbiendo todo lo que sucede a su alrededor hasta que de alguna manera cristaliza en la adolescencia y se sigue cubriendo de capas de experiencia durante todas las etapas vitales.

Nazaret Rodríguez es madre de Alejandra, una niña de tres años que, según ellos mismos, es un fiel reflejo de sus padres tanto en su forma de hablar como de comportarse. “Ella, por ejemplo, es tímida con la gente que no conoce. Es curioso que los dos somos así. No nos parece algo muy evidente ni que se nos note mucho, pero de alguna forma lo debe percibir y nos imita”. Reconoce que son muy conscientes de su papel crucial como referentes en el proceso de construcción de su personalidad y se plantean muchos de sus comportamientos: “Si le gritamos, después ella lo va a reproducir, o si le pegas va a pensar que se puede pegar a la gente cuando hace algo que no te gusta”.

Cuenta Nazaret que el ejemplo más claro de cómo les imita es que Alejandra, a falta de un mes para cumplir tres años, quiere trabajar. “Yo no quiero jugar, quiero trabajar, nos dice. Es porque nos ha visto mucho tiempo trabajando en casa”. Mientras hacen la comida, la niña se sienta en la mesa con el ordenador: ¡Mira mamá, soy una niña mayor y ya trabajo! “Supongo que es la edad, ahora nos imita a nosotros porque somos sus principales referentes, pero pensamos que esto irá cambiando con el tiempo”, afirma Nazaret.

Socializar para adaptarse al entorno

“En la personalidad existen algunos rasgos que con la maduración se van modificando, como la capacidad de espera, la escucha, la empatía…, es decir, hay muchos componentes que están en construcción”, explica Vázquez Orellana. Vamos limando los aspectos menos adecuados porque la finalidad última de la personalidad, aclara la psicóloga, es la adaptación de la persona a su entorno para aumentar la probabilidad de sobrevivir.

Así que si un niño es criado por unos padres, por ejemplo, muy tímidos y es educado en ese ambiente, aunque es probable que tenga rasgos de timidez altos, la socialización fuera del entorno familiar –en el colegio- puede ayudarle a reforzar estrategias para que la timidez no sea una limitación en su vida. “La socialización refuerza los rasgos de la personalidad más adaptativos para el entorno ofreciendo un repertorio de conductas alternativas que los niños pueden ensayar, consolidar y acabar incorporando como propias”.

“La socialización refuerza los rasgos de la personalidad más adaptativos para el entorno ofreciendo un repertorio de conductas alternativas que los niños pueden ensayar, consolidar y acabar incorporando como propias

El profesor Diez-Itza asegura que en la psicología popular subyacen ideas muy arraigadas sobre la herencia de la personalidad que dan por hecho que de unos padres extrovertidos van a salir unos hijos extrovertidos, o despistados o entusiastas. “Sin embargo, lo que sabemos precisamente de la herencia biológica es que garantiza la biodiversidad, de ahí la necesidad de que los progenitores permitan el libre desarrollo de la personalidad de los niños”.

A veces, concluye, vemos a un niño como un adulto a medio hacer, incompleto. “Pero lo cierto es que el niño es una persona que simplemente está en un momento determinado de un desarrollo que continúa a lo largo de toda la vida”, apunta Diez-Itza. Lo que diferencia la infancia de otras etapas es que nos deja una honda huella en el yo futuro. “Podemos preguntarnos qué queda en nosotros de lo que fuimos cuando teníamos 20 o 30 años. Y la verdad es que acumulamos todo, pero si se me permite la aparente contradicción, lo que más queda siempre es el niño que fuimos, de ahí la importancia de atender al desarrollo temprano de la infancia, dice el profesor.

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