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La teniente Ripley no tendría miedo

La teniente Ripley no tendría miedo

Elena Cabrera

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Para saber cuándo fue el último (y único) día que había salido de casa durante el estado de alarma, he tenido que buscarlo en las entradas de este diario. Cuando quise contarle al charcutero que llevaba no sé cuántos días sin salir, me di cuenta de que era literal: no sabía cuántos eran. En el confinamiento, todos los días parecen iguales.

Probé un número al azar: “siete u ocho”, dije. Y qué va, estaba exagerando. Eran seis, ahora que los cuento. Como Alberto sale todos los días para ir a trabajar, es él el que hace una parada rápida en el supermercado cuando lo necesitamos. Pero en su día de libranza, dije que yo me encargaría. “Es bueno que salgas, así ves por ti misma cómo están las cosas”, me dijo Alberto, aunque en esas palabras yo creí escuchar un “a ver si cuentas en tu diario algo que hayas visto por ti misma en lugar de rajar lo que te cuentan tus amigas por los chats”. Alberto me había mandado un pdf con los protocolos de salida y entrada de casa, que me estudié el día antes de acometer mi misión. Cosas importantes que dice el protocolo en cuestión de vestuario: chaqueta de manga larga (ok), no llevar aretes ni pulseras (jamás), ni anillos (vale) y recogerse el pelo (en el dibujo sale una señora con moño, así que yo hago lo mismo).

Luego está el asunto de la mascarilla. No dejo de recibir informaciones contradictorias. Seguimos teniendo seis mascarillas quirúrgicas en casa pero ya me han dicho en varias ocasiones que no evitan el contagio. El protocolo añade también llevar “paños desechables para cubrir los dedos al tocar superficies”. Me cuesta hacerme a la idea de qué es exactamente un “paño desechable”... Quizá podría haber llevado un paquete de pañuelos de papel... pero me olvidé. Lo ideal habría sido tener guantes, pero no es el caso. Era tan vergonzosa la cantidad de cientos de guantes de latex y nitrilo que he usado y he desechado en mi vida, debido a mil piel atópica, que desde hace dos años intento apañarme con otro tipo más duradero. Ahora que los guantes están agotados en las farmacias, cuánto he lamentado no tener una caja. Lo que me lleva a pensar en las toneladas de residuos que debe estar generando esta crisis.

Cuando estoy preparada, con el moño y la chaqueta de manga larga, me doy cuenta de que me da miedo salir. De que no quiero salir.

Cojo la bolsa, respiro profundamente, me pinto los labios (¿no lo pone en el protocolo?) y salgo a la calle. Lo más impresionante es el silencio. La ausencia. Como si algo estuviera equivocado. Son las dos de la tarde. Me cruzo únicamente con dos personas en el trayecto al supermercado. Nos guardamos tres, cuatro metros de seguridad. Son las primeras personas diferentes que veo en días y las miro con torpeza, con un amago de sonrisa, esperando que me la devuelvan, o que saluden como se saludan los desconocidos en los pueblos. No lo hacen, no lo hacemos, y eso también se siente raro.

El super está vacío pero los pasillos están llenos de cajas que entorpecen el paso. Cuatro metros más allá encuentro al frutero, reponiendo. Me alegro mogollón de verle. Le pregunto qué tal están por allí y me dice “ya ves, ¡muy atareados!”. Me río. Él no lo hace. “Pensé que era una broma”, le digo. “No, no, estamos muy liaos”. “Pero si está esto vacío”, le insisto, a ver si de verdad sí estamos bromeando. “Eso es ahora. Porque vienen todos por la mañana, apelotonaos, y luego nos pasamos la tarde reponiendo, que se queda esto vacío”. Me indica que a partir del día siguiente adelantarán dos horas el cierre y que otros comercios también lo están haciendo. Me cuenta, también, que por la tarde viene la gente que no se cuida, que estornudan al aire, que no guardan las distancias, que cogen una cerveza y se van. Intento salvar la brecha rara que hemos creado (una distancia excesiva en la que no se mantienen más que las conversaciones que se quieren atajar) mirándole a los ojos con atención, como si eso la recortara. Al hacerlo, me doy cuenta de que tiene mala cara: que tiene ojeras y se le ve cansado; más que antes, quiero decir.

Recorro el estrecho pasillo e intento no tocar nada, únicamente lo que voy a coger. No curioseo los valores nutricionales de posibles alternativas, no rebusco para encontrar la fecha de caducidad más lejana, no coloco un paquete de pan de molde que parece fuera de sitio. Me doy cuenta, también, de que intento respirar sin hinchar los pulmones, lo cual es una ridiculez, como si inspirar poco me hiciera más inmune. Imagino que mis manos están cubiertas de pintura para evitar tocarme la cara o los ojos. Meto los productos directamente en mi propia bolsa. Me acerco a la charcutería: le pido una cuña de mi queso favorito. Coge la pieza y marca por donde le digo, pero al final corta un poco más. “Si esto no se estropea”, me dice. “Ya, hombre ya, si no es por eso”, le contesto, pensando en el precio, “si es por mí, me llevaba el queso entero”. “Pues yo —me dice— me voy a llevar un jamón entero. Para estos días, es lo mejor. Mucha gente se lo está llevando. De eso siempre haces apaño”. Creo que no se acuerda de que soy vegetariana, como le he indicado siempre que me quiere hacer probar algún embutido nuevo. “Un jamón en casa —continúa—, un cacho de pan y un buen vino tinto ¡es todo lo que necesitas para pasar la cuarentena!”. Le digo que tiene razón y, según le doy la espalda, paso por la sección de vinos y me llevo un Ribera del Duero, absolutamente inspirada por su menú para el apocalipsis.

Toda esta conversación la presenciaron dos clientes que fueron llegando. Los dos únicos del pequeño supermercado. Se colocaron a mis espaldas, guardando la seguridad reglamentaria. Uno de ellos era una mujer, con abrigo largo y protegida de pies a cabeza con gafas, mascarilla y guantes. El otro era un hombre, vestido con bermudas y camiseta de manga corta. Los miré a ambos, un tanto perpleja, mientras se abrían a mi paso, como las aguas del Mar Muerto, camino de las cajas.

Regresé enseguida a casa, fijándome en todo, como si acabara de volver de vacaciones. Las terrazas, recogidas. El parque, vacío. Las tiendas, cerradas. Las bicis, ancladas. Todo seguía en su sitio, pero muerto.

Seguí el protocolo de entrada a casa y me miré en el espejo mientras me lavaba las manos. Se me ocurrió pensar en la teniente Ripley de Alien, o mejor, en alguien que observa a la teniente Ripley, la cual cree que vuelve a casa sana y salva, habiendo matado al bicho del espacio. Otra vez, ese escalofrío de irrealidad.

De la situación actual, sabemos que hay 24.026 casos de COVID-19 confirmados en España, 122.919 en Europa y 237.825 en el mundo. Hoy, un día después de mi salida al exterior, Alberto me ha hecho un regalo: me ha traído un par de guantes de nitrilo azul de su trabajo, y me ha hecho la chica más feliz del mundo.

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