Cogobernanza fiscal
Durante estos ya trece meses de pandemia, responsables políticos de distintos gobiernos subcentrales han emitido protestas airadas y denunciado agravios por cómo el poder central manejaba los recursos y distribuía los fondos. Más allá de disputas particulares, la derecha ha intentado suscitar en la opinión la idea de un gobierno progresista voraz y derrochador que esterilizaba los intentos de comunidades autónomas y ayuntamientos por gestionar eficazmente la crisis sanitaria, económica y social.
En la última semana conocimos algunos datos (Ejecución Presupuestaria de las Administraciones Públicas 2020) y análisis (Lago Peñas, S.: “Finanzas descentralizadas: el segundo año de pandemia”, en Cuadernos de Información Económica, 281) que permiten caracterizar lo sucedido. La primera idea fuerte es que la administración central se ha echado la crisis a sus espaldas: ha multiplicado casi por cinco su déficit y es responsable de todo él, si incluimos a la Seguridad Social. En comparación con 2019, las comunidades autónomas han reducido sus números rojos hasta un 0,23% del PIB y las corporaciones locales han mantenido incólume su superávit.
La segunda constatación es que la buena salud financiera de las administraciones subcentrales es una consecuencia directa de las transferencias ingentes de recursos desde el gobierno central (fundamentalmente hacia las autonomías), por dos vías complementarias: manteniendo sin cambios las entregas a cuentas ordinarias como si la pandemia no impactase en los ingresos tributarios; y articulando transferencias excepcionales (por casi 17.000 millones de euros) para atender necesidades adicionales y menores ingresos propios de las comunidades.
Gracias a ello se ha mantenido la capacidad de los gobiernos regionales para hacer frente a la emergencia sanitaria, sin descuidar el resto de sus funciones. Las más altas cifras de déficit de Euskadi y Navarra indican justamente la importancia de las ayudas extraordinarias para el mantenimiento de la suficiencia de las comunidades (pues ambas han quedado excluidas del fondo de 16.000 millones).
La tercera certeza es que el grueso de los esfuerzos de gasto han estado dirigidos hacia lo que la situación demandaba. Ya hemos señalado el desembolso autonómico extraordinario en sanidad (8.000 millones de euros). El gasto de la Seguridad Social ligado a la COVID (ERTE y prestaciones a autónomos, en diversos conceptos) se acerca a los 30.000 millones de euros, duplicando el déficit de aquellas. Las transferencias singulares desde la administración central cubren aproximadamente el 70% de ese desembolso. La hacienda común ha soportado el 90% del gasto público asociado a la COVID, directa o indirectamente. Y ese compromiso ha facilitado que los ingresos fiscales no se desplomen.
En el año en que estamos, las cifras de los Presupuestos Generales del Estado y algunas medidas ya conocidas (como la ayuda a empresas y autónomos de 11.000 millones) indican a las claras que persiste la opción de mantener la suficiencia de las administraciones descentralizadas y cargar sobre la central el coste de las medidas a tomar. Aunque las prioridades cambian: además del soporte a las rentas y a la supervivencia empresarial se trata de impulsar la recuperación y las reformas. Las autonomías harían mejor en preocuparse por incrementar la capacidad de absorción de fondos (ingentes, de incorporar los asociados al Mecanismo de Recuperación y Resiliencia) que de discutir los decimales de su reparto. Una rápida, intensa y sostenida recuperación es la mejor garantía de controlar el déficit y embridar la deuda, a todos los niveles.
Será después, a partir de 2022, cuando toque enfrentar las dificultades de la consolidación fiscal y de las liquidaciones negativas de los ejercicios 20 y 21, mediante las reformas necesarias en el sistema de financiación (autonómico y local) y en las reglas fiscales europeas. A cada tiempo, su afán.
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