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El debate que el neoliberalismo trasnochado de UK no deja ver

La primera ministra de Reino Unido, Liz Truss, en la conferencia anual del Partido Conservador en Birmingham, octubre de 2022.

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La retirada de una parte del paquete fiscal anunciado hace una semana por el gobierno británico añade una secuencia más a la terrorífica serie que se rueda en Downing Street desde que los tories abrazaran de nuevo la revolución conservadora. El neoliberalismo trasnochado de la errática primera ministra Liz Truss es un llamativo ejemplo de las escuálidas respuestas que una Europa en decadencia, arrinconada por la guerra y relegada por los EEUU a ser importadora de inflación, puede acometer. 

Con un crecimiento estancado y un mercado laboral cercenado por los bajos salarios y las limitaciones del Brexit, el nuevo gobierno británico anunciaba la semana pasada una revolución fiscal con un fuerte énfasis en el capital y en las clases más adineradas, y al mismo tiempo, una serie de gastos para sufragar el progresivo encarecimiento de la vida -algunos estiman la inflación británica en el 18% para el mes de enero

La perspectiva de una deuda pública en aumento y en un entorno de tipos de interés progresivamente crecientes, combinada con el mensaje de un gabinete que parecía desconocer los grandes consensos de la economía ortodoxa -presupuestos equilibrados o, al menos, un programa para llegar a esta situación en un periodo razonable- han dado lugar a un ataque combinado contra la libra, que se encuentra aún entre las monedas de reserva del sistema capitalista mundial.

De ahí que la pérdida de confianza internacional en la deuda pública británica la haya llevado, por primera vez en cuarenta años, a experimentar un incremento significativo de su rentabilidad a diez años -el tipo de interés que los inversores exigen a cambio de prestar al Tesoro británico, y al mismo tiempo, un termómetro de su situación financiera.  

Las medidas y anuncios de la primera ministra, Elizabeth Truss, la cuarta mandataria gubernamental desde 2016, prometen hacer bueno a Boris Johnson. Estos han conducido al Reino Unido a un efecto combinado: en primer lugar, a un explícito aumento de la posición de endeudamiento público en un contexto de subida de intereses; en segundo lugar, a una bajada de impuestos que amenazaba expectativas de más inflación; en tercer lugar, a una pérdida de confianza en las principales instituciones británicas (con un banco central en manifiesto desacuerdo con el Tesoro); y en cuarto, a una peligrosa combinación de todos estos factores. La consecuencia ha sido una gran fiesta especulativa celebrada bajo una arquitectura financiera construida durante décadas por los predecesores ideológicos del presente ejecutivo.  

El seísmo ha llegado a algunos fondos de pensiones, que han requerido de la compra masiva de deuda pública por parte del Banco de Inglaterra. La libra ha recuperado su equivalencia con el dólar, pero el Reino Unido es, pasada esta semana, un lugar peor en el que vivir: los tipos de interés están más altos, las hipotecas se siguen encareciendo, y los constantes vaivenes del gobierno -en un principio admirador de Margaret Thatcher, ahora pendiente de otro referente- nos permiten anticipar un invierno verdaderamente complicado.  

No parece quedar espacio para un neoliberalismo decadente que ya en los años ochenta comenzó a deprimir las economías más avanzadas. Bajar los impuestos no enriquece ni el crecimiento ni la recaudación, sino que acelera la carrera hacia el vacío, asfaltando discursivamente la futura privatización de más servicios públicos. La prensa liberal ya exige una retirada del presente equipo de gobierno y los laboristas crecen en las encuestas con un programa “fiscalmente serio”. 

Esta última es una de las derivadas del presente problema. Que Liz Truss deba marcharse no significa que los mercados tengan razón. Si la alternativa a los conservadores -que también han llevado al Reino de España a una conga fiscal electoralista- son unos laboristas obsesionados con el déficit y la deuda pública, no existirá un debate crítico sobre las posibilidades de la política económica. 

Debemos plantearnos, en este sentido, que las expansiones fiscales pueden ser de diversos tipos y favorecer a distintos sectores poblacionales, con la urgencia de realizar inversiones medioambientales para dejar a nuestros hijos un país mínimamente habitable; que déficit y deuda pública no deberían ser un fin sino un medio para lograr metas superiores que contemplen empleo y estabilidad de precios como prioridades irrenunciables; y que el casino financiero no es un fenómeno natural y libre sobre el que no cabe restricción alguna. Si las alternativas siguen dando por bueno el marco general del debate, continuarán dando palos de ciego. Y perjudicando a unos ciudadanos que, como en España, se encuentran ensordecidos por un griterío polarizado y electoralista que no deja anticipar el bosque de incertidumbre y miedo en el que estamos penetrando este otoño. 

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