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Desmontando a Putin

Vladimir Putin, presidente ruso

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Vladimir Vladimirovich Putin accedió al cargo de primer ministro en agosto de 1999, cuando era casi un desconocido que había prosperado políticamente primero en San Petersburgo, con el apoyo de su alcalde, Anatoly Sobchak, y después en Moscú, a la sombra de Boris Yeltsin, al que sustituyó como presidente interino de la Federación de Rusia, cuando éste dimitió el 31 de diciembre del mismo año. Desde entonces, ha sido presidente en dos períodos (2000-2008, 2012-actualidad) y primer ministro entre ambos, ya que la Constitución vigente en 2008 no permitía su reelección. Es, por tanto, el principal responsable de la evolución de Rusia en el siglo XXI, y de su situación actual.

Putin recibió el país en el momento más bajo -política y económicamente- de su historia contemporánea. Yeltsin promovió una transición caótica al capitalismo que propició el enriquecimiento desmesurado de unos pocos oligarcas y el grave empobrecimiento de la población, toleró la corrupción, y fue absolutamente pasivo en la defensa de los intereses de Rusia en el exterior, incluidos los de seguridad, hasta el punto de que la estabilidad interna de la Federación estaba en peligro. El primer éxito de Putin fue terminar la segunda guerra de Chechenia, donde demostró ya su falta de ética al permitir el ataque indiscriminado a la población civil y su falta de escrúpulos políticos al aceptar la deserción de Ramzan Kadírov, que había sido, con su padre, un importante dirigente separatista durante la primera guerra.

En sus primeros años como presidente, se produjo un importante crecimiento económico que permitió el aumento y extensión de las prestaciones sociales, pero fue gracias a la subida del precio de los hidrocarburos. No se promovió la reindustrialización ni el desarrollo tecnológico, excepto en el campo de la defensa, de modo que ahora Rusia -con recursos humanos muy preparados- se encuentra muy retrasada frente a grandes potencias como EEUU o China, e incluso de países más pequeños como Corea del Sur o Taiwán.

La corrupción disminuyó, al menos la más visible, y muchos oligarcas tuvieron que rendir cuentas o huir del país. Pero no fue capaz de lograr una regeneración sólida de la vida económica o política. La perseguida oligarquía de la era Yeltsin fue sustituida por otra, no menos corrupta, pero dispuesta a apoyar a la nueva clase política y, especialmente, al propio Putin. En política exterior, esperó hasta sentirse suficientemente fuerte -finales de su segundo mandato como presidente- para empezar a reivindicar la vuelta de Rusia al estatus de potencia mundial, con intervenciones en Georgia, Siria y Libia.

Un nacionalista conservador

Casi no se puede leer ningún comentario sobre Putin que no haga referencia a su pasado como miembro del Comité para la Seguridad del Estado (KGB), el principal servicio de inteligencia soviético. No obstante, es bastante discutible que ese trabajo haya imprimido carácter a su personalidad o a su trayectoria política. En los últimos años del régimen comunista, los miembros del KGB eran funcionarios, apparátchiki, que no necesitaban ninguna carga ideológica. De hecho, en Putin no hay rastro de ideología comunista, a la que ha criticado duramente en alguna ocasión.

Por el contrario, su ideología es muy conservadora en lo social, es un defensor de la familia y los valores tradicionales, que considera abandonados por Europa, ha reprimido y condenado a la invisibilidad a los sectores LGTBI, y no ha dudado en apoyarse en la iglesia ortodoxa, la más inmovilista de las iglesias cristianas. El freno al desarrollo cultural y social en Rusia durante estas dos últimas décadas ha supuesto también un hándicap para su crecimiento y un deterioro de su imagen internacional.

Su política está marcada por un acusado nacionalismo, que ha sido la causa de gran parte de sus errores, en particular de la guerra en Ucrania. Putin nunca ha conmemorado la revolución de octubre ni elogiado a Lenin. Pero sí que conmemora la victoria en la Segunda Guerra Mundial y la figura de Stalin, que era más nacionalista que comunista. Uno de sus ideólogos de cabecera, Alexander Duguin, defiende una ideología claramente fascista. Si Putin no lo es, está muy orientado a la extrema derecha, a muchos de cuyos representantes en Europa ha apoyado reiteradamente. Es el pensamiento que le lleva a considerar que todos los que hablan ruso son rusos, y donde viven rusos es Rusia, el mismo argumento que exhibió Adolf Hitler en octubre de 1938, en relación con los Sudetes.

En 2014, aprovechó la clara rusofobia del régimen surgido del Maidán para promover la anexión de Crimea, lo que fue muy celebrado por la población rusa, y probablemente por la mayoría de los crimeos. Pero se enredó en un conflicto irresoluble en el Donbass, apoyando a los separatistas, sin tener la determinación o la fuerza suficiente para promover su victoria, o al menos una solución como la que proponía el tratado de Minsk II, lo que ha llevado en buena parte a la situación actual. Era la primera muestra de una cierta improvisación o -al menos- de una falta de cálculos correctos sobre las consecuencias de sus acciones.  

La guerra

Con la invasión de Ucrania, Putin cometió un colosal error estratégico, el peor de su carrera y el más perjudicial para la Federación de Rusia desde que ésta existe. Se puede argüir que fue empujado a ello por la situación en el Donbass y por el desprecio de occidente -en particular de EEUU y la OTAN- a sus intereses y sus preocupaciones de seguridad, hasta el punto de decidir que Ucrania -con fuertes lazos históricos, económicos y políticos con Rusia, donde casi la mitad de la población era rusófila o rusófona- se integraría un día en la Alianza, lo que para los dirigentes rusos era inaceptable, sobre todo después de que lo hicieran los países bálticos en los que hay también importantes minorías rusas, aunque no están territorializadas. 

Pero nada de esto fundamenta la decisión de emprender una agresión que ha tenido consecuencias desastrosas para Rusia. No solo no ha conseguido hacerse con el control de Ucrania, sino que ha reforzado la identidad ucraniana más que treinta años de independencia, y ha hecho bueno para los ucranianos un gobierno como el de Volodimir Zelensky, que no controla la corrupción, ni las oligarquías, ni las fuerzas de seguridad y milicias afines. Hasta aquéllos que simpatizaban con Rusia por lengua y orígenes familiares, los que eligieron presidente en 2010 al prorruso Viktor Yanukovich, odian ahora a quienes bombardean sus casas, escuelas y hospitales. Si había alguna posibilidad de que la familia de los tres grandes países eslavos –Bielorrusia, Rusia, Ucrania– se volviera a asociar algún día, con la fórmula que fuera, ahora se ha perdido, probablemente para siempre.

La aventura emprendida por Putin -como cabeza visible del actual régimen ruso- ha destruido, además, sus relaciones económicas con la Unión Europea, que era su primer socio comercial, tanto en importaciones como en exportaciones, y lo más plausible es que no las recupere en décadas, a no ser que haya un cambio radical de régimen en Moscú. Indirectamente, ha perjudicado a la iniciativa de autonomía estratégica europea en favor de un reforzamiento de la OTAN, que ha pasado de estar en “muerte cerebral” -Macron dixit- después de la presidencia de Donald Trump y la caótica retirada de Afganistán, a estar más fuerte y unida que nunca (con la excepción de Turquía y Hungría) en torno al apoyo a Ucrania, e incluso a aceptar nuevos miembros como Finlandia y -próximamente-Suecia.

El alineamiento geopolítico que ha producido la invasión de Ucrania perjudica gravemente a Rusia. Una UE que actuara de forma autónoma en el escenario internacional, ejerciendo un papel moderador entre las potencias, sería mucho más útil para Rusia que la situación producida por la guerra, que refuerza la influencia política de EEUU en Europa, ante la debilidad militar europea. El Kremlin se ve obligado a volverse hacia China, donde tampoco encuentra un apoyo sólido y franco, a pesar de la retórica cooperación estratégica “inquebrantable” que acordaron Putin y el presidente chino Xi Jinping en su comunicado conjunto de febrero de 2022. Es cierto que Occidente no es todo el mundo y que Moscú sigue conservando simpatías, o al menos neutralidad, en buena parte de lo que llamamos el sur global, pero lo que menos le interesa a Rusia es que cristalice un mundo principalmente bipolar en el que ella haga el papel de hermana pobre de China, y eso es precisamente lo que está propiciando con su deriva estratégica.

Desde el principio, la guerra no ha tenido, por parte de Rusia, una finalidad clara ni una dirección estratégica coherente, y eso es algo que corresponde al nivel político, no al militar. ¿Cuál era el objetivo de la acción inicial sobre Kiev a la que tuvieron que renunciar? ¿Acaso se pretendía derribar el régimen ucraniano con 150.000 efectivos? La inteligencia rusa antes y después de la invasión ha sido desastrosa, y también la dirección de las operaciones. Ha habido ya cuatro responsables distintos de conducirlas y la estructura de las fuerzas ha cambiado tres veces. El estado de parte del equipo era lamentable y la logística no funcionaba. La cadena de mando no parecía en condiciones de dirigir operaciones complejas. ¿El máximo dirigente del país no sabía nada de todo esto? ¿No se pudo preparar mejor a las fuerzas armadas antes de emprender esta aventura? ¿No se han podido tomar medidas más radicales y efectivas para reconducir la situación?

Más tarde, la anexión formal a la Federación de Rusia de las de cuatro provincias ucranianas que el ejército ruso ocupa parcialmente como consecuencia de la invasión, fue otro error garrafal, ya que Rusia no parece por ahora en condiciones de ocuparlas por completo, tal vez ni siquiera de mantener la parte que ahora ocupa. Y -gracias a ese error- si las pierde, de cara a su población Putin estará perdiendo territorio ruso, no territorio ucraniano. ¿Cumplirá en este caso su amenaza de emplear todos los medios necesarios para defender el territorio ruso, puesto que estas provincias lo son ahora oficialmente? O tendrá que redefinir a qué se refiere con “territorio ruso”, y si solamente es el que lo era antes de la invasión, la anexión se convierte en un brindis al sol, no significa nada, pero su proclamación redunda aún más en su desprestigio y en el de Rusia.

Es inevitable preguntase cómo los dirigentes rusos -y en primer lugar Putin- han podido cometer tantos errores. Cómo se pudo lanzar una invasión de un país vecino sin tener claro cuáles eran los objetivos estratégicos, ni cómo se iban a conseguir, ni si los medios disponibles eran suficientes -en cantidad y calidad- para conseguirlos. La explicación más plausible es que se erró gravemente en la valoración de la capacidad ucraniana de resistencia, y en su cohesión interna. Desde que el Maidán expulsó al prorruso Yanukovich del poder, Ucrania ha ido consolidando su identidad como Estado en torno a su vector prooccidental. Y durante los ocho años transcurridos, su ejército ha sido armado y entrenado por países occidentales ¿Qué clase de informes tenía Putin cuando ordenó la invasión? ¿Son los servicios rusos tan incompetentes o le engañaron? 

Además, parece también evidente que se subvaloró el apoyo que la OTAN, la UE y otros países afines iban a prestar a Ucrania. Tal vez porque la reacción de estas organizaciones y países a la intervención de Rusia en Georgia en 2008 fue tibia, y tampoco fue demasiado enérgica cuando se anexionó Crimea en 2014, los Estados Mayores y la cúpula política rusa pensaron que tampoco ahora el apoyo sería demasiado intenso ni duradero. Craso error. Con toda la potencia occidental -incluido EEUU- a toda máquina, la capacidad militar-industrial de Rusia no puede competir a largo plazo contra ella. Ni de lejos. Las guerras se pierden también por agotamiento, como perdió Alemania la I Guerra Mundial sin que hubiera un solo soldado extranjero en su territorio.  

Probablemente, detrás de la invasión hubo también un factor de orgullo herido, un resentimiento acumulado desde la caída de la Unión Soviética y los hechos posteriores, que parece formar parte de la personalidad de Putin, y es compartida por muchos rusos. Pero un dirigente político responsable no puede dejarse influir por sentimientos, está obligado a basar sus decisiones en análisis racionales que creen las mejores condiciones posibles para su país.

Finalmente, la falta de reacción ante la rebelión de Yevgueni Prighozin al frente de la milicia Wagner -que causó víctimas mortales entre las fuerzas regulares y amenazó militarmente a la capital- ha dado una señal de debilidad del dirigente ruso y ha deteriorado su imagen de líder firme y resolutivo, tan necesaria en tiempos de guerra. Ahora, cualquiera dentro del ejército o fuera de él puede sentirse tentado de emular la acción de Prighozin, a la vista del poco coste que ha tenido que asumir éste, sobre todo si la situación militar rusa en Ucrania se deteriora de forma importante.

El futuro

A pesar de sus errores, Putin goza todavía de un gran predicamento entre la población rusa, excepto en círculos ilustrados y prooccidentales de Moscú y San Petersburgo. El último sondeo del Instituto Levada -el más fiable de los que operan en el país- situaba el apoyo a Putin en el 82%. Aunque el real no sea tan alto, la mayoría de los rusos todavía agradecen la mejoría económica y la recuperación del papel internacional de Rusia durante sus mandatos. Pero ambas cosas están ahora en peligro, y ese apoyo puede debilitarse muy rápidamente si la guerra se pierde o se estanca, o si las condiciones de vida de la población se ven afectadas seriamente por las sanciones o por el propio esfuerzo de la guerra.

En todo caso, una aprobación tan alta no es sorprendente en Rusia, donde el líder de turno suele ser seguido acríticamente por amplias capas de la población -en general bastante conformista-, influida además por la falta de información y las grandes dosis de propaganda que recibe. Aunque este apoyo es probablemente tan amplio como poco sólido: si Putin cayera nadie movería un dedo en su favor, cambiarían su lealtad al nuevo dirigente sin mayores problemas. Todo depende de lo que pase en los centros de poder. Quien manda en Moscú, manda en Rusia. Si triunfara una rebelión militar o un golpe palaciego en el Kremlin, que pusiera en el poder a nuevos dirigentes, no tendría apenas oposición en el resto del país, salvo si el ejército se dividiera, lo que no parece muy probable. 

No obstante, sería un error pensar que si Putin cayera la política exterior de Rusia cambiaría o la guerra en Ucrania terminaría. Un error que se derivaría de la consideración -un tanto simplista y superficial- de que esta es la guerra de Putin, o que es solo él quien ha desencadenado la agresividad de Rusia y su hostilidad hacia Occidente. Putin no es un líder carismático ni tiene todo el poder, es la cabeza visible de un sistema, el resultado de los equilibrios de poder en los reducidos círculos políticos, económicos y militares que tienen capacidad de decisión en Rusia, que son seguramente los que le han impelido a tomar las decisiones que tomó en 2022. Si los que le sostienen pensaran que ya no es útil o que es necesario sacrificarlo a causa de la marcha de la guerra, lo harían. Y sus probables sucesores -Dmitri Medvedev, Nikolái Pátrushev, Vyacheslav Volodin- serían, sin duda, más radicales y belicistas que él. Más aún si se tratara de un levantamiento militar. La posibilidad de una revolución que cambiara radicalmente la política rusa, llevando al poder a opositores como Aléksei Navalny o Mijail Jodorkovsky, parece -a día de hoy- muy remota.

Habrá que ver si Putin se presenta finalmente a la reelección en 2024 -tal como permite ahora la Constitución, cuya reforma él mismo promovió en 2020- u opta por dejar paso a un sucesor. Posiblemente dependa de la marcha de la guerra -o del resultado si ha terminado-, y de su estado de salud. En cualquier caso, no pasará a la historia como el dirigente que restauró la gloria y el poder de Rusia tras la debacle de la Unión Soviética, sino como el que comprometió el futuro de su país llevándolo sin necesidad a una situación extrema de la que saldrá sin duda -aunque no sea derrotado- más débil, más aislado, más frágil y más pobre que antes del comienzo de esta insensata aventura bélica.

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