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Lula libre, finalmente

Lula da Silva instantes después de su puesta en libertad.

Bruno Bimbi

Si el Supremo Tribunal Federal brasileño no hubiese esperado hasta el jueves pasado para decidir lo que todos sabían que finalmente tendría que decidir, el expresidente Luis Inácio Lula da Silva no hubiese pasado un solo día en la cárcel y la democracia del gigante sudamericano gozaría de mejor salud. Cuando, en abril de 2018, esos jueces tuvieron la oportunidad de impedir una prisión que la mayoría de ellos consideraba que debería ser ilegal, los votos eran los mismos que ahora: seis a cinco. Pero algunos generales del Ejército amenazaron públicamente con un golpe de Estado si Lula no iba preso y la entonces presidenta del tribunal, Carmen Lúcia, hizo una maniobra –impidió que se votara el recurso para el que había mayoría– y, así, permitió al juez Sérgio Moro, ahora ministro de Justicia, decretar la prisión del ciudadano que lideraba las encuestas para presidente. Con Lula libre y candidato, Moro no hubiese sido ministro y Jair Bolsonaro estaría desempleado.

El proceso contra el líder del Partido de los Trabajadores ha sido bochornoso del principio al fin. Se lo acusó por un crimen y se lo condenó por otro, para que Moro tuviera el caso. Dijeron que había recibido un tríplex –cuyo precio Lula podría pagar si le interesara– del que no hay pruebas de que haya tenido las llaves, lo haya usado al menos una noche o se lo haya dado a alguien. Tampoco hay documentos que prueben su propiedad o la de un testaferro, ni ha podido el juez determinar a cambio de qué se lo darían. Moro escribió en su sentencia que Lula fue sobornado para cometer “actos indeterminados”, o sea, inexistentes. El fiscal reconoció que no tenía pruebas, pero dijo que la falta de pruebas era una prueba de que se habían destruido las pruebas. El “delator” fue un empresario corrupto que ya había sido condenado y, después de cambiar su testimonio inicial y acusar a Lula, le redujeron la pena y pudo volver a casa. Durante el proceso, Moro divulgó conversaciones privadas del expresidente, lo detuvo sin motivo para llevarlo al juzgado a pesar de que no se negaba a ir, transformó su “conducción coercitiva” en un show televisivo e intervino ilegalmente los teléfonos de sus abogados. Son apenas algunas de tantas irregularidades que la extensión de este artículo no permite enumerar, cada una de las cuales bastaría para impugnar todo.

En abril del año pasado, cuando el Supremo pudo haber impedido su prisión, Lula estaba condenado en primera y segunda instancia en un juicio que, aun antes de conocerse los escandalosos diálogos por Telegram entre el juez y el fiscal (ahora se sabe que actuaron en complicidad, violaron la ley y tenían motivaciones políticas), ya estaba claro que estaba amañado. Quedaban recursos pendientes y aún no había sentencia firme. ¿Podían, entonces, mandarlo a la cárcel? El artículo 5, inciso LVII, de la constitución y el 283 del Código de Proceso Penal responden a coro que no: el primero dice que nadie será considerado culpable hasta que la sentencia esté firme y el segundo, que tampoco podrá cumplir pena de prisión. Carmen Lúcia sabía que seis de sus diez colegas habían leído la constitución y la ley y las interpretaban como cualquier persona razonable (si ambas dicen que no se puede, entonces no se puede), por eso se negó a poner el tema a votación, tranquilizando a los generales.

No era la primera vez. “Denegado el 'habeas corpus' a Luís Ignácio”, tituló el diario Estado de São Paulo el 3 de mayo de 1980. El Superior Tribunal Militar le había negado un habeas corpus a Lula y otros sindicalistas presos en el Dops de San Pablo, la policía política de la dictadura, dedicada a perseguir a sindicalistas y opositores y a censurar a la prensa. Lula estuvo detenido durante 31 días por liderar una huelga de obreros metalúrgicos del ABC paulista. Casi cuatro décadas después, la historia se repetía en un tribunal civil. Aquella vez acabó absuelto, esta vez debería.

En abril del año pasado, había dos acciones declaratorias de constitucionalidad (ADC) listas para votación que impedirían su prisión, las mismas que los jueces terminaron de votar este jueves. “Pero la presidenta de la Corte, Carmen Lúcia, se niega a ponerlas en el orden del día”, escribí entonces. Era corresponsal en Brasil. La jurisprudencia, hasta este jueves, era favorable a la ejecución provisoria de la pena sin sentencia firme, a pesar de lo que dicen la Constitución y la ley. Esas dos acciones pedían cambiar esa jurisprudencia y seis de los once jueces querían hacerlo, pero no hubo votación. Bajo presión de los generales, tampoco hicieron mucho para obligar a Carmen a poner el tema en pauta. A los abogados de Lula, entonces, solo les quedaba presentar un habeas corpus, como en 1980. Una de las juezas, Rosa Weber, votó en contra del recurso, pero habría votado a favor de cambiar la jurisprudencia que la obligaba a rechazarlo, si la presidenta lo hubiese permitido. Un tecnicismo. Anoche voto sí y Lula quedó libre. Un hombre inocente pasó 580 días preso por un tecnicismo.

Aunque, claro, no fue el verdadero motivo. Tampoco el tríplex, que, en dos procesos civiles diferentes, los jueces reconocieron que nunca fue suyo. Pero Lula preso era la única alternativa a Lula presidente. Cuando los generales presionaron a la Corte, Lula lideraba las encuestas. Después de ir a la cárcel, continuó al frente. En septiembre, cuando el Tribunal Superior Electoral, presidido entonces por la propia Weber, determinó en tiempo récord que no podría ser candidato a presidente y obligó al Partido de los Trabajadores (PT) a reemplazarlo, Datafolha le daba a Lula, preso, el 39% de intención de voto (9 puntos más que en junio), seguido por Bolsonaro, con 19%, contando blancos y nulos. En una segunda vuelta, Lula vencería por entre 20 y 24 puntos de diferencia. Las demás consultoras tenían números casi iguales. Sobre eso era el juicio, lo que permitió a Sérgio Moro llegar al gobierno. El Supremo dio el primer paso para reparar parte del daño. Al declarar, por 6 votos contra 5 y bastante tarde, que la Constitución es constitucional y la gramática del portugués con la que están escritos sus artículos es la misma de siempre, permitió que Lula saliera de la cárcel. Pero aún debe decidir sobre la cuestión de fondo, ya que la condena continúa pendiente de revisión. Hay evidencias más que suficientes de que el juez Moro actuó con manifiesta parcialidad y tanto él como el fiscal, Deltan Dallagnol, pueden haber cometido delitos durante el proceso. El Supremo debería anular la condena, rehabilitar los derechos políticos de Lula y abrir una investigación sobre la conducta de Moro y Dallagnol.

Debería, también, comenzar a ponerle límites al autoritarismo creciente del presidente impensado –al que ayudó, por omisión, a llegar al poder–, cuya administración amenaza la libertad de prensa, persigue a sus opositores, degrada a diario las reglas democráticas y usa el odio y la mentira generalizada como formas de gobierno. Deberían los jueces reaccionar a tiempo antes de que, como amenazó públicamente uno de los hijos de Bolsonaro, “un cabo y un soldado” sean suficientes para cerrar el palacio de justicia, un “acto institucional” cierre también el Congreso y el presidente pueda cumplir su sueño de firmar el certificado de defunción de la democracia brasileña.

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