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El paraíso de la aviación

Guillermo Rodríguez Robles

Ingeniero aeronáutico y coordinador de la campaña de cambio climático del grupo Verdes/ALE del Parlamento Europeo —

No somos todos iguales. Sé que esta noticia cogerá, a estas alturas, a pocos por sorpresa. Pero créanme cuando les digo que el caso de las compañías aéreas es digno de admiración. Imagínense una empresa con beneficios multimillonarios que se dedica al transporte internacional. Ahora imagínense que lo hace sin pagar impuestos por el combustible que utiliza, con billetes a los que el IVA no es aplicable, que no tiene que cumplir requisitos legalmente vinculantes en materia de eficiencia energética y que no tiene que limitar la contaminación ambiental que genera su actividad. Imagínense una empresa así y se harán una idea de los privilegios de los que disfrutan hasta ahora las compañías aéreas. Eso sí: es posible que no por mucho tiempo.

Es digno de admiración, decía, sobre todo al tener en cuenta la responsabilidad que tiene la aviación internacional ante algunos de los mayores desafíos globales a los que nos enfrentamos. El cambio climático es un ejemplo. La aviación emite cada año tanto CO2 como los 129 países con menos emisiones, y los pronósticos no son alentadores: mientras que en 2010 la industria de la aviación contaba con 2.400 millones de pasajeros, para 2050 se espera alcanzar los 16.000 millones, lo que haría que las emisiones de este sector aumentaran un 300% si no se toman las medidas necesarias para evitarlo.

La aviación no se incluyó en el texto del Acuerdo de París alcanzado en la Cumbre del Clima el año pasado, a pesar de que contener las emisiones de este sector es absolutamente imprescindible para cumplir con el principal compromiso acordado en París: mantener el aumento de la temperatura mundial muy por debajo de los 2°C con respecto a niveles preindustriales y dedicar esfuerzos a limitarlo a 1,5°C. ¿El pretexto? Más allá de la poderosa influencia de la industria aeronáutica en la mayor parte de los gobiernos occidentales, se decidió atribuirle a otro organismo de Naciones Unidas, la Organización de la Aviación Civil Internacional (OACI), la responsabilidad de alcanzar un plan global para limitar las emisiones de la aviación internacional. Un plan en el que la OACI llevaba trabajando, sin mucho éxito, desde hacía casi dos décadas. Lo que en París sí quedó claro fue la fecha: la Asamblea de la OACI se reúne solo una vez cada tres años, y su próxima asamblea del 27 de septiembre al 7 de octubre de 2016 tenía que ser la fecha límite para llegar a un acuerdo. Hacerlo después sería, sencillamente, hacerlo demasiado tarde.

Esa es la razón por la que esta semana los ministros y ministras de transporte de todo el mundo se están reuniendo en Montreal, sede de la OACI, para acordar la puesta en marcha de un mecanismo global de mercado (GMBM, por sus siglas en inglés) que garantice un crecimiento neutro de CO2 en la aviación internacional a partir de 2020. Esto es: un mecanismo que asegure que en 2020 las emisiones de la aviación internacional llegan a un máximo, de manera que todas las emisiones que sobrepasen los niveles de 2020 a partir de ese momento tengan que ser compensadas con otros sectores.

Un mecanismo como este no sería suficiente para cumplir con el objetivo de 2°C acordado en París, y, aun así, el resultado de las negociaciones está dando a entender que el mecanismo acordado podría no cumplir ni siquiera con ese compromiso. Se esperan dos fases voluntarias que pospondrían la entrada en vigor obligada del mecanismo a 2027, lo que conllevaría el crecimiento de las emisiones de la aviación durante todavía la próxima década. Además, el gran número de exenciones que se recogen, la falta de garantías sobre la integridad medioambiental de las compensaciones de CO2 y los intentos de prohibir regulaciones de la aviación a nivel regional (como el Sistema Europeo de Comercio de Derechos de Emisión) son concesiones inaceptables que ponen en cuestión la efectividad del mecanismo que vaya a alcanzarse en Montreal. La tarea de nuestros y nuestras representantes es clara: garantizar la mayor participación posible en las fases voluntarias, si no pueden evitarse; evitar el recuento doble de compensaciones, asegurando que se dota de transparencia al uso de las mismas; y garantizar que la ambición del acuerdo puede revisarse con el paso del tiempo y que los países con más recursos asumen su responsabilidad histórica y son los primeros en dar un paso adelante.

Los excesos de las compañías aéreas les corresponde pagarlos a ellas, no a la ciudadanía. Los costes de la contaminación deben asumirlos sus responsables, y quienes nos representan tienen que entender que su prioridad es defender nuestra salud y nuestra calidad de vida. El compromiso declarado de la OACI es mucho más débil de lo que haría falta para cumplir los objetivos acordados en París, pero tiene el potencial de convertirse en un movimiento en la dirección correcta si ciertas cláusulas se refuerzan y se asegura el mayor compromiso político posible. Es el momento de que la industria de la aviación empiece a contribuir a los desafíos a los que nos enfrentamos. No hay excusas, ni tiempo que perder.

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