Subirse al coche de un desconocido
¿Por qué te subirías al coche de un desconocido sin verle la cara? Porque conduce un taxi y tiene un número de licencia legal. Sabemos que tras él hay una institución que supervisa y da garantías. Y confiamos. La sociedad funciona por la confianza que todos depositamos en los demás. Opera en un grado tan profundo, que ni nos damos cuenta de las decenas de actos que llevamos a cabo cada día gracias a ella.
Sin confianza la especie humana no habría llegado hasta aquí. Necesitamos grandes dosis de ella para avanzar como sociedad. Si la corrupción resulta tan repugnante, no es sólo por el dinero público que detraen las malas prácticas, sino porque tritura el tejido sutil que une a los individuos en una sociedad, ese sentido de ser en una cierta medida responsables los unos de los otros, responsables de nuestro comportamiento hacia los demás.
Hay muchas formas de definir la corrupción. De hecho, tiene un grado importante de contenido cultural. Por eso en una sociedad como la española, prácticas toleradas hasta hace unos años, de repente, dejaron de serlo. Muchos políticos dejaron de entender por qué se les repudiaba como nunca si seguían haciendo lo de siempre: cobrar comisiones a cambio de favores, aceptar regalos, llevar dinero a Suiza, ayudar a la financiación en B del partido… Las exigencias culturales y morales de la sociedad evolucionaron más que las de cierta elite política y empresarial. Y afloró el desajuste.
Más allá de lo coyuntural, hay algo esencial que define la corrupción y nos permite identificarla: se trata de la obtención de beneficio personal o privado sirviéndose de una confianza que se traiciona. En esta definición ni siquiera menciono dineros ni cargos públicos, ni hablo de política o partidos. Un médico que nos receta un medicamento porque la compañía farmacéutica fabricante le regala un viaje, y no porque sea el que necesitamos, también incurre en corrupción. No hay dinero público en juego, y se trata de una transacción pactada libremente por las partes -la farmacéutica y el médico- que no daña a nadie (pues tampoco se pretende que el médico recete medicinas dañinas). Sin embargo, es corrupción. Daña lo más invisible y frágil, y por ello, lo más valioso que tiene una sociedad: la confianza. Cuando se tritura la confianza, las sociedades se estancan. La desconfianza resulta corrosiva en la vida de un país porque envenena las relaciones de todos sus miembros.
Cuando un diputado es elegido por los ciudadanos, se sobreentiende que defenderá los intereses de todos. Para que esos intereses no queden desvirtuados o contaminados, se le paga un sueldo público. Si llevara una camiseta con el patrocinio de una línea aérea, no sabríamos a quién sirve. Pagarle un sueldo es el lujo que nos damos para alcanzar la condición de ciudadanía democrática. De ahí que, cuando descubrimos que ha cobrado comisiones por sus contactos o influencias -camufladas bajo el rubro de “informes”- no tenemos dudas de que nos hallamos ante un caso de corrupción, aunque no constituyera un delito: se está sirviendo de un cargo público para su beneficio personal.
Aún hay algo peor. Cuando aceptamos que un cargo público, un funcionario, un médico, un taxista, ponga precio a ese “trabajo” personal que hace contra nuestra confianza y para su propio lucro, está abriendo la puerta a que las reglas del mercado invadan espacios donde nunca deberían entrar. Esta invasión de reglas mercantiles allí donde no son propias se encuentra en el corazón de la extensión de la corrupción en nuestro tiempo. Resulta muy difícil verlo, sobre todo porque al no haber ningún cuestionamiento de la omnipotencia del mercado, ni tan siquiera debatimos sobre ello. Pero esa es la explicación de por qué endurecer el código penal, forzar dimisiones o expulsiones, e incluso una estrategia preventiva -que en nuestro país apenas se sugiere- puede resultar inoperante contra la corrupción. Si se puede mercantilizar cualquier cosa, si todo está en venta, ¿por qué no también un diputado? La puerta a la corrosión de nuestras relaciones como sociedad queda abierta.
De inmediato, eso afecta al concepto mismo de ciudadanía. Un diputado que trafica con sus influencias está poniendo precio a un escaño. Pero un escaño en venta pierde su sentido originario: deja de representar el interés general y pasa a ser privatizado por un interés particular. Introducir el factor dinero en la labor de representación equivale a inyectar carcoma en los cimientos del edificio democrático, porque pone en cuestión la igualdad de trato e incluso el significado mismo del voto. Sencillamente un escaño es algo que no se puede comprar, como no se puede comprar -no se debería poder- un lugar para una noticia en un periódico. Cuanto más alto es el grado de servicio público de una profesión, más confianza se deposita en ella.
En los últimos tiempos, tanto políticos como periodistas figuran entre las profesiones peor valoradas en las encuestas. Tienen en común el estar aquejadas de los dos males que caracterizan la corrupción, con o sin maletines de dinero de por medio: desconfianza y mercantilización. Los ciudadanos han dejado de confiar en los políticos, no porque cometan errores, sino porque se tiene la percepción de que defienden sus intereses y no los de los ciudadanos.
Algo parecido ocurre con los medios. El hecho de que, entre los 70 periódicos más influyentes de EEUU, todos menos uno recomendaran votar a Hillary Clinton significa que perdieron con ella. Cuando Michael Gove afirmó durante la campaña del Brexit: “Este país está harto de expertos”, hacía referencia al mismo fenómeno. Sospecho que mucha gente ya no cree que la elite intelectual esté defendiendo el interés general. No confía en ellos porque no sabe si son venales, como el político. Como además, tanto periodistas como expertos han incurrido, desde luego en nuestro país, en justificar o legitimar la corrupción, han contribuido a la inversión de valores. A menudo se menosprecia el daño que infligen al debate público argumentos tóxicos, como esgrimir la presunción de inocencia -concepto estrictamente penal- para extenderla al ámbito político, cada vez que la sospecha de la corrupción cae sobre un político. Alguien dijo, y es estrictamente cierto, que quien puede convencerte de tonterías, puede llevarte a cometer barbaridades.
En el largo plazo, la corrosión de la confianza y la penetración del dinero en ámbitos hasta ahora libres de él, tiene consecuencias políticas profundas. Si cuando vemos a un político, la primera pregunta que nos viene a la cabeza es si está en venta, o cuánto tardará en estarlo, significa que su imagen social es el epicentro de la tormenta perfecta de la corrupción: desconfianza y mercantilización. El sentido mismo de la representación queda en entredicho.
Con frecuencia se atribuye la crisis política actual a la incertidumbre que genera la globalización, la robotización y el futuro en general. Se subestima lo que ya está ocurriendo en el presente. Si la confianza es la seguridad en que alguien actuará en el futuro cumpliendo unas normas (tácitas o explícitas), nos encontramos con que las elites corruptas han pasado a constituir, en sí mismas, un motivo de incertidumbre. Se han convertido en desconocidos a cuyo coche no nos subiríamos.
Artículo publicado en el último número de nuestra revista: un monográfico sobre la corrupción. Ya está disponible en kioscos y, si eres socio, te llegará estos días a casa. Artículo publicado en el último número de nuestra revista: un monográfico sobre la corrupción. Ya está disponible en kioscos y, si eres socio, te llegará estos días a casa. un monográfico sobre la corrupción socio