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Cuando la vida tiembla, para ser fuerte no basta con hacer pesas

Imagen de archivo de personas con mascarilla en un mercado navideño.

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La nueva y quizá antepenúltima variante del virus de marras nos está poniendo a prueba por enésima vez. Las medidas sanitarias y sociales, las decisiones políticas y empresariales, las angustias familiares y personales, no nos pillan desprevenidos, sino advertidos y entrenados. No cabe la ingenuidad que nace del venero de la ignorancia de uno mismo. 

Aunque nos encontramos con las fuerzas justas, vitalmente desfondados y psicológicamente saturados, la evidencia empírica es incontrovertible: aceptamos con espíritu de superación la faena que nos ha asignado el destino. Las fases previas de la crisis nos han espabilado: vivimos a flor de alma. Si en el inicio del 2019 hubiéramos actuado como lo estamos haciendo a finales del 2021, otro gallo nos hubiera cantado. Entonces le tomamos el pulso a la vida y no lo encontramos. Tardamos hasta que la vida se replegó sobre sí misma. 

Nadie sabe lo que va a pasar mañana, pero sí cuál va a ser su carácter, sus deseos y energías, y, por lo tanto, cuáles serán sus reacciones ante que lo vaya a pasar, que ya está ocurriendo. Al profetizar el futuro se hace uso de la misma función intelectual que para comprender el pasado. Miremos, por lo tanto, a lo que hemos andado: juntos hemos superado las primeras y las siguientes andanadas, desgraciadamente no sin unas víctimas cuantiosas (una ya es demasiado) y dolorosísimas, no sin errores de bulto, y no sin comportamientos que hoy causan vergüenza y rechazo; juntos hemos aprendido que anticiparse es esencial; que si no hacemos todos lo que hay que hacer, no somos suficientes; que las estrategias de vacunación funcionan pero es preciso hacer más y más en nuestros entornos personales, profesionales y sociales; que la prevención nunca es excesiva; que nos podemos ayudar exigiéndonos con el afecto que no consiguen llenar las buenas maneras; y muy especialmente, somos conscientes de que esta carrera contra el virus no se encuentra aún en la recta final. 

Afrontamos un sprint al que le va a seguir otro y otro. Hemos de estar en forma llenando con abundancia nuestro stock de deseos que desplacen los miedos y la memez. No es hora de las pesas para desarrollar musculatura, sino de fortalecer las mejores versiones de nuestra voluntad y sensibilidad.

La psicología nos enseña que las expectativas tiran de nuestros comportamientos, independientemente de que sean acertadas o erróneas, adecuadas o excesivas. Conviene no equivocarnos porque el resultado no tardará en comparecer en forma de más dolor y más frustración, sin que los previos hayan sido asimilados, o, menos aún, olvidados. 

Cada generación ha de combatir sus combates con un latido propio, lo que Ortega denominaba su sensibilidad vital, que encierra una actitud desde la que se siente la existencia de una manera determinada; que deja fluir su propia espontaneidad, una vez ha recibido de la anterior lo vivido. Copiando nuestros mejores momentos, como hacen los artistas de raza, seguiremos afrontando con eficacia el día de cada día que nos espera. Con eliminar las omisiones en las que incurrimos desde hace tres años, ya le llevaríamos una considerable ventaja al enemigo. 

El cierre amargo de un año que soñábamos distinto invita a darnos cuenta de que no nos la jugamos solo a la carta de gozar de buena salud, aunque la sentimos con razón gravemente amenazada, sino de saber qué hacer con la propia salud. Nuestra intimidad nos grita que necesita más: algo en lo que gastar todas las energías con sentido y plenitud. 

La gravedad de la vida se debe a que uno puede errar una vida entera. Lo que no tiene valor al final, tampoco lo tiene ahora. Nuestra época no es la que ahora acaba, sino justamente la que ahora empieza. Puede que baste con advertir que en una oscuridad como la que nos envuelve, el ruiseñor canta sin parar, pero no canta para sobrevivir, sino que sobrevive para cantar.

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