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8M de las viudas

Cuadro de Isabel Quintanilla en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

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“Si no estaba pintando, estaba cosiendo”, reza el cartel explicativo del magnífico cuadro de la máquina Alfa que pintó la realista Isabel Quintanilla y se exhibe en la exposición retrospectiva que estos días ofrece el museo Thyssen, con gran acierto pero mucho retraso. Como ella, toda una generación de mujeres pasó la vida pegada a este instrumento como herramienta imprescindible para completar sus labores del hogar, aportar el sustento a la familia o, simplemente, como pieza icónica de su exclusiva pertenencia dentro del territorio doméstico y prueba inequívoca de sus saberes y pericia. Para algunas, sin embargo, era la imagen misma de su condena. Afortunadamente, esa generación vive ahora una segunda vida. Salí a la calle el viernes, 8M, y entre la cartelería de las marchas callejeras no vi una sola máquina de coser.

Como Quintanilla, fueron legión las mujeres nacidas en el entorno de la guerra civil que se vieron confinadas en las cuatro paredes de la casa, primero como niñas y adolescentes, y después como esposas y madres, en toda ocasión, siempre las primeras para servir y las últimas para exigir. El régimen y la legislación las trataba como menores de edad, así equiparadas a quien no tiene capacidad suficiente para actuar por sí misma. Se criaron entre cartillas de racionamiento, bajo la oscura sombra de la escasez y, en no pocas ocasiones, del hambre, especialmente, las urbanitas. Las más afortunadas, de entornos acomodados –“afectos”, se decía– o con acceso al estraperlo que no padecieron el azote de la necesidad perentoria del sustento, aprendieron pronto a obedecer, callar y saber en cada momento cuál era su lugar, acatando la autoridad máxima del pater familia sin rechistar, prestas a atender las necesidades de los otros, fueran padres, hermanos o primos. El estatus de las más privilegiadas, nacidas en estirpes de rancio abolengo, se veía condicionado por el qué dirán y las estrictas normas de la apariencia. Además, cualquier condición se veía muy limitada por los privilegios del heredero varón de la familia, incluidos los títulos nobiliarios.

Entre las gentes del común, a la hora de estudiar, los chicos podían aspirar a cursar y, en su caso, culminar el bachillerato e incluso a instruirse en un oficio o hacer carrera, aunque la universidad estaba reservada para las capas sociales más favorecidas, tanto en posición económica como educativa e incluso geográfica, debido a la concentración de centros superiores en la capital y determinadas ciudades españolas. Ellas, sin embargo, estaban predestinadas a ser madres y esposas por lo que la formación que recibían estaba enfocada a tal fin. En las zonas rurales o barrios humildes, apenas les bastaba con aprender a leer, escribir y las cuatro reglas para empezar a asumir las labores femeninas del hogar o trabajar en las tareas menos cualificas, como fregar escaleras o servir en casas de los ricos, cultivar huertos o cuidar el ganado, puestos básicos en la cadena de montaje de la fábrica o como rederas y mariscadoras en la costa. En entornos urbanos, la educación de las niñas estaba, prácticamente en su totalidad, controlada por las monjas y, tras el “ingreso”, las jóvenes pasaban automáticamente a cursar “cultura general”, lo que solía desembocar en las academias de corte y confección donde las educaban en el manejo de la bendita máquina de coser, herramienta imprescindible en toda casa de una mujer decente.

Sólo las escogidas por su excelencia o nivel social se matriculaban en el bachillerato, que las habilitaba a cursar carreras medias, generalmente de magisterio, comercio, enfermería o administración. A la universidad apenas llegaron las élites femeninas procedentes de familias acomodadas e ilustradas, en buena medida apoyadas por progenitores liberales que defendían la formación intelectual de las mujeres.

Con mayor o menor fortuna en el reparto de sacrificios o privilegios dentro de su rango, todas ellas, sin distinción, vivieron la postguerra del silencio y las prohibiciones siendo educadas bajo los preceptos de la Iglesia y la Sección Femenina de la Falange. El manual de la Perfecta Casada de Fray Luis de León fue la pauta que se les impuso y la primera obligación en su juventud consistía en mantenerse vírgenes y cumplir con el Servicio Social del que estaban dispensadas las casadas.

Esas mujeres domesticadas conocieron las libertades cuando ya tenían hijos e hijas adultas, pero no pudieron o no supieron aprovecharlas en su plenitud. Con las reformas legales podían abrir una cuenta corriente, administrar sus bienes, acceder a algunos trabajos hasta entonces vedados o sacarse el pasaporte para viajar al extranjero sin permiso del marido. Pero pocas se atrevieron a soltarse la melena y menos aún fueron las que se plantearon divorciarse a pesar de que el amor hacía ya tiempo que no justificara aquella unión de décadas. Sólo algunas adelantadas, por no decir una minoría muy minoritaria –casi siempre entre las más estudiadas– se declararon feministas, leyeron a Simone de Beauvoir y vivieron la política en la clandestinidad, orientada a la recuperación de derechos para las mujeres, convirtiéndose en el germen del movimiento feminista allá por finales de los 60, lo que sirvió para poner los cimientos de los primeros pasos a mediados de los 70.

Fuera de esas excepciones, la gran masa crítica femenina del franquismo fue agente del control social del régimen y la Iglesia Católica y así educaron a sus hijas en la sacralización de la pureza y el recato. Cuando la dictadura aflojó las riendas de la represión y el aislamiento, el Plan de Estabilidad propició una transformación social y económica, la masiva emigración del campo a la ciudad dio lugar a la aparición de las clases medias. Fue el momento en el que ellas dejaron los bigudíes y se cardaron el pelo, prescindieron de la faja y se atrevieron con los pantalones aunque siempre con las caderas cubiertas por casacas y hasta se sacaron el carnet de conducir a escondidas. Algunas se fueron al PPO para conseguir un título y poder trabajar fuera de casa. Fue una pacata liberación pero sería preámbulo de la que conseguiría la siguiente generación, la de las hijas universitarias que crecieron con coche, televisión y teléfono en casa.

Las madres –que habían soportado el terror a la noche de bodas como la otra cara de la moneda de la castidad por la que tanto se habían esforzado– veían con escándalo la ruptura de las normas y convenciones sociales por parte de las jóvenes que practicaban sexo sin casarse, abandonaban la religión, salían a manifestarse y a jugarse el tipo por las calles en las revueltas e incluso viajaban por el mundo en autostop. También a eso tuvieron que acostumbrarse. Cuando llegaron a abuelas seguían sirviendo al marido y a los hijos solteros que vivían cómodamente en la casa paterna, además de ayudar a las nuevas parejas en la crianza de la descendencia para que las hijas-madres pudieran tener profesión y vida propia, comprarse un piso y “liberarse”.  Lo que ellas no habían tenido.

En la conquista de derechos de las mujeres de esa segunda generación se sintieron reivindicadas y cayeron en la cuenta de la sufrida existencia que habían padecido. “¡Qué suerte tenéis ahora con vuestros maridos que saben cocinar, planchar y cambiar pañales! –les decían a las hijas–; yo tenía una prole numerosa y tu padre se avergonzaba hasta de ir a la tienda a por patatas”. A ellas les tocó cuidar de sus suegros, de sus maridos y familiares ancianos o enfermos. Soportaron dificultades y enfermedades propias, pero sobrevivieron porque su vida resultó ser más longeva de lo que esperaban. En el camino se quedaron las más pobres de las pobres, en la soledad no deseada o recluidas en residencias en las que se las vuelve a tratar (¡de nuevo!) como si fueran menores de edad.

Aquellas aprendices de costureras que crecieron en la posguerra son ahora octogenarias, la inmensa mayoría está sola y sin obligaciones (de los bisnietos ya se ocupan las abuelas). Han cambiado la máquina de escribir por el teléfono móvil y la medalla de alarma, siguen yendo a la peluquería y a verse con las amigas en una actividad social que nunca antes habían disfrutado. Auditorios, salas de conferencias, teatros, cines y museos están repletos de mujeres mayores con su bolso cruzado, sea el día que sea y vayas a la ciudad que vayas. Florecen los clubs de lectura y las excursiones culturales por doquier, frecuentadas por un público mayoritariamente femenino. En España hay más viudas que solteras o casadas con 80 años y un total de 1 millón 650 mil que tienen más de 70 años (según estudio de Funcas de 2023). Las españolas representan el 80% del total de personas en situación de viudedad y son el mejor ejemplo de que este país tenga la mayor esperanza de vida del mundo entre las mujeres, después de Japón.

Quizás, por vez primera en sus vidas, estas ancianas se sienten autónomas, aunque tengan que apoyarse en un bastón; libres a pesar de que sus vidas dependan de la farmacopea; y felices de poder disfrutar con sus pares de la charla sanadora de las amigas, sin rendir cuentas, temer reproches o tener que justificarse. Ya me dijo una amiga que escuchó a una anciana en una panadería: “Toda mujer, por muy mala que haya sido, se merece unos años de viudedad”. Y va a ser que tiene razón.

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