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Para acabar con todas las guerras

Adam Hochschild

Choque de sueños

Sopla un aire fresco de principios de otoño mientras la última hora de la tarde, teñida de oro, se cierne sobre el paisaje ondulado del norte de Francia. Allí donde la tierra desciende entre suaves pendientes, ya ha oscurecido. Salpican los campos las balas empacadas a máquina, tan altas como una persona, de la última cosecha de heno del año. Enormes tractores arrastran remolques del tamaño de vagones cargados de patatas o maíz troceados para alimentar al ganado. En lo alto de una colina baja, una arboleda oculta las pruebas de otra clase de cosecha recogida en este lugar hace casi un siglo. Cada lápida del pequeño cementerio tiene un nombre, un rango y un número; 162 poseen cruces y una de ellas, una estrella de David. También está grabada en la piedra la edad de quienes se conocía: 19, 22, 23, 26, 34, 21, 20. En diez tumbas simplemente se lee: «Un soldado de la Gran Guerra, solo conocido por Dios». Casi todos los muertos pertenecían al regimiento Devonshire de Gran Bretaña y la fecha grabada en sus lápidas, el 1 de julio de 1916, es la del primer día de la batalla del Somme. La mayoría fueron víctimas de una única ametralladora alemana emplazada a varios centenares de metros de este lugar y fueron enterrados en un sector del frente de trincheras del que habían salido aquella mañana. El capitán Duncan Martin, de treinta años, comandante de una compañía y artista en la vida civil, había hecho una maqueta de arcilla del campo de batalla por el que planeaban atacar los británicos y predijo a sus compañeros oficiales el lugar exacto en el que él y sus hombres serían abatidos por la cercana ametralladora alemana cuando salieran a una ladera expuesta. Él también está enterrado aquí: es uno de los aproximadamente veintiún mil soldados británicos que murieron o resultaron mortalmente heridos el día en el que se produjo el mayor derramamiento de sangre de la historia anterior o posterior del ejército de su país.

En una placa de piedra cerca de las tumbas se leen las palabras que los supervivientes de aquel regimiento grabaron en un letrero de madera cuando enterraron a sus muertos:

los Devonshire ocuparon esta trinchera

los Devonshire la siguen ocupando

Casi todos los comentarios anotados en el libro de visitas del cementerio son ingleses: de Bournemouth, Londres, Hampshire, Devon. «Presentamos nuestros respetos a tres de nuestros ciudadanos». «Descansad, muchachos». «Olvidemos». «Gracias, chavales». «Gracias, tío abuelo, descansa en paz». ¿Por qué se forma un nudo en mi garganta al ver palabras como dormir, descansar o sacrificio cuando la razón de que esté aquí es la idea de que esa guerra fue una insensatez y una locura innecesarias? Solo un visitante emplea un tono muy diferente: «Nunca más». En varias páginas, la tinta con la que fueron escritos los nombres y los comentarios se ha corrido a causa de las gotas de lluvia, ¿o fueron lágrimas?

Los cadáveres de los soldados del Imperio británico reposan en 400 cementerios solo en la región del campo de batalla del Somme, un terreno accidentado en forma de media luna de menos de 32 kilómetros de longitud, aunque las tumbas no son las únicas marcas que la guerra ha dejado en la tierra. Aquí y allá ha perdurado una parcela de terreno surcada por miles de cráteres de proyectiles; decenios de erosión han atenuado las cicatrices, pero lo que antes era un campo llano parece ahora una sucesión de dunas escarpadas cubiertas de hierba. En los campos que han vuelto a allanar, como los que rodean el cementerio de los Devonshire, algunos tractores llevan un blindaje debajo del asiento del conductor, ya que las cosechadoras no pueden distinguir entre patatas, remolachas y proyectiles sin explotar. Más de 700 millones de proyectiles de artillería y mortero fueron disparados en el frente occidental entre 1914 y 1918, y se calcula que un 15 por 100 no llegó a explotar. Estos proyectiles matan todos los años a alguna persona (a 36 solo en 1991, por ejemplo, cuando Francia excavaba el terreno para tender una nueva línea ferroviaria de alta velocidad). Por todas partes en la región hay zonas de bosque o matorrales sin despejar rodeadas de señales de peligro amarillas que advierten a los excursionistas, en francés e inglés, de que deben alejarse. El Gobierno francés emplea equipos de démineurs, especialistas itinerantes en la desactivación de bombas, que responden a las llamadas cuando los lugareños descubren proyectiles, y cada año recogen y destruyen 900 toneladas de munición sin explotar. Más de 630 démineurs franceses han muerto en el cumplimiento de su deber desde 1946. La propia Primera Guerra Mundial, al igual que aquellos proyectiles, ha perdurado en nuestras vidas, por debajo de la superficie, porque vivimos en un mundo que está en gran medida conformado por ella y por la guerra industrializada y total que inauguró.

Aunque nací mucho después de que hubiera terminado, la guerra siempre estuvo presente en nuestra familia. Mi madre me hablaba del desenfrenado entusiasmo de las multitudes en los desfiles militares cuando, ¡por fin!, Estados Unidos se unió a los Aliados. Un querido primo carnal suyo partió al son de aquellos vítores para acabar muriendo en las últimas semanas de la contienda; ella nunca olvidaría la conmoción y la decepción. Y a nadie de mi familia paterna le parecía absurdo que dos de sus parientes hubieran luchado en bandos contrarios en la Primera Guerra Mundial, uno en el ejército francés y otro en el alemán. Si tu país te llamaba, ibas.

La hermana de mi padre se casó con un hombre que combatió a favor de Rusia en la guerra y debíamos su presencia en nuestras vidas a acontecimientos desencadenados por la misma: la Revolución rusa y la enconada guerra civil que le sucedería. Tras estas, al estar en el bando perdedor, se marchó a Estados Unidos. Compartimos una casa de verano con esa tía y ese tío, y amigos suyos que también eran veteranos de 1914- 1918 eran asiduos visitantes. Recuerdo vívidamente estar, siendo un niño, al lado de uno de ellos, todos vestidos con bañadores y a punto de ir a nadar, y después mirar hacia abajo y ver el pie del hombre: la bala de una ametralladora alemana le había cercenado todos los dedos en algún lugar del frente oriental.

La guerra también perduraba en los relatos de aventuras ilustrados que mis primos británicos me enviaban por Navidad. El joven Tim, Tom o Trevor, pese a ser un simple adolescente al que el coronel había declarado demasiado joven para combatir, esquivaría con valentía la lluvia de metralla para trasladar a aquel mismo coronel herido hasta un lugar seguro después de que el regimiento, tocando la gaita, se hubiera «lanzado al ataque» en la tierra de nadie. En episodios posteriores, siempre conseguía hallar la manera (como espía o aviador, o gracias a la simple audacia) de sortear el estancamiento de la guerra de trincheras.

Cuando crecí y aprendí más historia, descubrí que ese estancamiento ejercía su propia fascinación. Durante más de tres años los ejércitos del frente occidental estuvieron prácticamente paralizados en el mismo lugar, enterrados en trincheras con refugios situados a veces a 12 metros bajo tierra, de las que salían periódicamente para librar terribles batallas en las que ganaban, en el mejor de los casos, unos pocos kilómetros de un yermo embarrado y repleto de cráteres de los proyectiles. La capacidad destructora de aquellas batallas sigue pareciendo increíble. Además de los muertos, en el primer día de la ofensiva del Somme resultaron heridos 36.000 soldados británicos. La magnitud de la matanza durante todo el periodo que duró la guerra no tenía precedentes en la historia de Europa: por ejemplo, más del 35 por 100 de todos los hombres alemanes con edades comprendidas entre los diecinueve y los veintidós años cuando se iniciaron los combates murió en los cuatro años y medio siguientes y muchos de los supervivientes resultaron gravemente heridos. En el caso de Francia, la cifra de víctimas fue, proporcionalmente, aún mayor: la mitad de todos los franceses con edades comprendidas entre los veinte y los treinta y dos años cuando estalló la guerra habían muerto cuando terminó. «La Gran Guerra de 1914-1918 perdura como una franja de tierra quemada que separa aquella época de nosotros», escribió la historiadora Barbara Tuchman. Los canteros británicos desplazados a Bélgica aún seguían trabajando grabando los nombres de los desaparecidos de su nación en monumentos conmemorativos cuando los alemanes la invadieron en la siguiente guerra, más de veinte años después. Las ciudades y los pueblos por los que pasaron los ejércitos quedaron reducidos a montones de escombros, y los bosques y granjas, a ruinas carbonizadas. «Esto no es una guerra. Esto es el fin del mundo», escribió a su país desde Europa un soldado de las tropas indias de Gran Bretaña que había resultado herido.

Estamos acostumbrados a que, en los conflictos actuales, tanto si las víctimas son los niños soldados de África como si lo son los estadounidenses provincianos de clase obrera en Irak o Afganistán, los pobres constituyan un porcentaje desproporcionado de los muertos. En cambio, entre 1914 y 1918, la guerra fue sorprendentemente letal para las clases dirigentes de todos los países que participaron. Había muchas más probabilidades de que murieran los oficiales de ambos bandos que de que perecieran los hombres que los seguían saltando los parapetos de las trincheras para avanzar hacia el fuego de las ametralladoras, y ellos mismos solían pertenecer a las capas más altas de la sociedad. Por ejemplo, aproximadamente el 12 por 100 de todos los soldados británicos que combatieron en la guerra murieron, pero en el caso de los nobles o hijos de nobles uniformados la cifra ascendió al 19 por 100. El 31 por 100 de todos los hombres que se licenciaron en Oxford en 1913 perdió la vida en la contienda. El canciller alemán, Theobald von Bethmann-Hollweg, perdió a su primogénito, al igual que el primer ministro británico Herbert Asquith. Un futuro primer ministro británico, Andrew Bonar Law, perdió dos hijos, y también el vizconde de Rothermere, un magnate de la prensa y ministro del Aire durante la guerra. El general Erich Ludendorff, el principal comandante alemán de la guerra, perdió a dos hijastros y él mismo tuvo que identificar el cadáver en descomposición de uno de ellos, exhumado de una fosa en el campo de batalla. Herbert Lawrence, jefe del Estado Mayor británico en el frente occidental, perdió dos hijos; su homólogo en el ejército francés, Noël de Castelnau, tres. Al nieto de uno de los hombres más ricos de Inglaterra, el duque de Westminster, le alcanzó un disparo mortal en la cabeza tres días después de escribir a su madre: «Envíame calcetines y bombones, que son las dos cosas totalmente indispensables que hay en la vida».

Por lo tanto, parte de lo que nos atrae de esta guerra es la forma en que destruyó para siempre la Europa segura de sí misma y luminosa de húsares y dragones con cascos con plumas y de emperadores que saludaban desde carruajes descubiertos tirados por caballos. Como lo expresó el poeta y soldado Edmund Blunden al describir aquel mortífero primer día de la batalla del Somme, ningún bando «había ganado ni podía ganar la guerra. La guerra había ganado». Dos imperios, el austrohúngaro y el otomano, desaparecieron por completo bajo la presión de la interminable matanza, el káiser alemán perdió su trono y el zar de Rusia y toda su fotogénica familia, con su hijo ataviado de marinero y sus hijas con vestidos blancos, perdieron la vida. Incluso los vencedores fueron perdedores: en Gran Bretaña y Francia juntas hubo más de dos millones de muertos y terminaron la guerra fuertemente endeudadas; las protestas desencadenadas por los veteranos de las colonias que regresaron iniciaron la larga descomposición del Imperio británico y una franja del norte de Francia quedó reducida a cenizas. El tsunami de destrucción que duró cuatro años y medio ensombreció para siempre nuestra visión del mundo. «¿Humanidad? ¿Puede alguien creer realmente en la sensatez de la humanidad después de la última guerra, cuando se avecinan guerras nuevas, inevitables y más crueles?», preguntaba el poeta ruso Alexander Blok varios años más tarde.

Y se avecinaban. «No puede ser que dos millones de alemanes hayan caído en vano [...]. No, no perdonamos. ¡Exigimos venganza!», despotricaba Adolf Hitler menos de cuatro años después de que terminara la guerra. La derrota de Alemania y el afán de venganza de los Aliados en el acuerdo de paz posterior aceleraron irrevocablemente el ascenso del nazismo y la llegada de una guerra aún más destructiva veinte años más tarde, y también del Holocausto. La Primera Guerra Mundial, por supuesto, también ayudó a aupar al poder en Rusia a un régimen cuyos pelotones de ejecución y el gulag de campos de prisioneros del Ártico y Siberia sembrarían la muerte y el terror en tiempos de paz a una escala que superaba a la de muchas guerras.

Como el amigo de mi tío sin los dedos de un pie, muchos de los más de 21 millones de heridos de la guerra sobrevivirían durante muchos años. En los años sesenta visité en el norte de Francia un hospital psiquiátrico de piedra, similar a una fortaleza, y algunos de los ancianos a los que vi sentados como estatuas en los bancos del patio, con sus rostros inexpresivos, eran víctimas de la neurosis de guerra de las trincheras. Millones de veteranos, con el cuerpo y el espíritu mutilados, llenaron este tipo de instituciones durante decenios. La sombra de la guerra también se extendió a decenas de millones de personas que nacieron después de que hubiera terminado, los hijos de los supervivientes. Una vez entrevisté al escritor británico John Berger, que nació en Londres en 1926, y me dijo que a veces tenía la sensación de que había nacido «cerca de Ypres en el frente occidental en 1917. El primer recuerdo que tengo de [mi padre] es el de él despertándose gritando en medio de la noche por culpa de una de sus recurrentes pesadillas sobre la guerra».

¿Por qué esta guerra tan antigua nos sigue fascinando? Seguramente, una de las razones sea el marcado contraste entre aquello por lo que la gente creía estar luchando y el mundo destruido y amargado que la guerra creó. Los participantes de ambos bandos creían tener buenas razones para ir a la guerra, y en el bando de los Aliados lo eran realmente. Al fin y al cabo, las tropas alemanas invadieron sin justificación alguna Francia e, incumpliendo un tratado que garantizaba su neutralidad, también ocuparon Bélgica. La población de otros países, como Gran Bretaña, consideró, como era comprensible, que acudir en ayuda de las víctimas de la invasión era una causa noble. ¿No tenían Francia y Bélgica derecho a defenderse? Incluso aquellos que nos hemos opuesto ahora a las guerras estadounidenses en Vietnam o Irak a menudo nos apresuramos a añadir que defenderíamos nuestro país si fuera atacado. Y sin embargo, si los dirigentes de alguna de las grandes potencias europeas hubieran sido capaces de observar el futuro y ver todas las consecuencias, ¿habrían seguido enviando con tanta prisa a sus soldados al campo de batalla en 1914?

Lo que no previeron reyes y primeros ministros, lo presintieron muchos ciudadanos con más visión de futuro. Desde el principio, decenas de miles de personas de ambos bandos reconocieron en la guerra la catástrofe que era. Creían que el inevitable coste en vidas no merecía la pena, y algunos de ellos anticiparon con trágica claridad al menos parte de la pesadilla en la que se sumiría Europa como consecuencia de la misma y lo expresaron públicamente. Además, dijeron lo que pensaban en una época en la que era necesario tener mucho valor para hacerlo, ya que el ambiente estaba cargado de un ferviente nacionalismo y un desprecio por los disidentes que a veces se traducía en violencia. Un puñado de parlamentarios alemanes se opuso con valentía a los créditos para sufragar la guerra, y radicales como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht acabarían más tarde en la cárcel, al igual que el dirigente socialista estadounidense Eugene V. Debs. Pero fue en Gran Bretaña, más que en ningún otro lugar, donde un número importante de intrépidos opositores a la guerra obró conforme a sus creencias y pagó un precio por ello. Cuando terminó el conflicto, más de veinte mil británicos en edad militar se habían negado a cumplir el servicio militar obligatorio. Muchos también se negaron a cumplir el servicio sustitutorio para no combatientes y más de seis mil cumplieron condena en las cárceles en condiciones muy duras: trabajos forzados, una dieta muy básica y una estricta «regla de silencio» que les prohibía hablar los unos con los otros.

Antes de que se hiciera evidente la cantidad de británicos que se negarían a combatir, unos cincuenta insumisos fueron reclutados a la fuerza en el ejército y trasladados, algunos de ellos esposados, a Francia a través del canal de la Mancha. Unas semanas antes del famoso primer día de la batalla del Somme tuvo lugar una escena menos conocida en un campamento del ejército británico no muy alejado, desde el que se podía oír el sonido del fuego de artillería del frente. Les dijeron a un grupo de antibelicistas que si seguían desobedeciendo las órdenes, serían condenados a muerte. En un acto de gran valor colectivo, que ha perdurado a través de los años, ni un solo hombre flaqueó. Solo en el último minuto, gracias a las frenéticas presiones en Londres, salvaron sus vidas. Esos insumisos y sus camaradas no lograron detener la guerra y no han obtenido un lugar en los libros de historia convencionales, pero la firmeza de sus convicciones sigue siendo una de las grandezas de una época oscura.

Entre los que fueron encarcelados por oponerse a la guerra no solo figuraban hombres jóvenes que desobedecieron el llamamiento a filas, sino también hombres de más edad y algunas mujeres. Si pudiéramos viajar en el tiempo hasta las cárceles británicas de finales de 1917 y principios de 1918, conoceríamos a algunas personas extraordinarias, entre ellas el periodista de investigación más importante de la nación, un futuro ganador del Premio Nobel, más de media docena de futuros miembros del Parlamento, un futuro ministro y un exdirector de un diario que publicaba un periódico clandestino para sus compañeros de la prisión en papel higiénico. Sería difícil encontrar un espectro de personas más distinguidas encerradas nunca entre rejas en un país occidental.

En parte, este libro es la historia de algunos de esos insumisos y del ejemplo que dieron, si no en su propia época, quizá para el futuro. Me gustaría que la suya fuera una historia de vencedores, pero no lo es. A diferencia, por ejemplo, de la quema de brujas, la esclavitud y el apartheid, que en un tiempo se dieron por sentado y ahora están oficialmente prohibidos, la guerra sigue entre nosotros. Los uniformes, los desfiles y la música marcial continúan cautivando, y a todo ello se ha sumado el atractivo de la alta tecnología; niños y hombres de todo el mundo sueñan todavía con la gloria militar tanto como hace un siglo. Por eso, en mayor medida, este es un libro sobre aquellos que lucharon en la guerra de 1914-1918, para quienes la magnética atracción del combate, o al menos la creencia en que era patriótico y necesario, resultó ser más fuerte que la repulsión humana por la muerte en masa o cualquier presentimiento de que, la perdieran o la ganaran, aquella era una guerra que cambiaría el mundo a peor.

Donde puede que ahora veamos una matanza absurda, muchos de aquellos que fueron responsables de las batallas de la guerra solo veían nobleza y heroísmo. «Avanzaron en una hilera tras otra —anotó un general británico sobre sus hombres en el combate aquel fatídico 1 de julio de 1916, en el Somme, escribiendo con la afectada tercera persona habitual en los informes oficiales— [...] y ni un solo hombre trató de evitar avanzar a través del intenso fuego de artillería ni enfrentarse a los disparos de las ametralladoras y los fusiles que finalmente los aniquilaron a todos [...]. Vio las filas que avanzaban en un orden tan admirable desaparecer bajo el fuego. Sin embargo, ni un solo hombre flaqueó, rompió filas o intentó regresar. Nunca ha visto, en realidad nunca podría haber imaginado, una exhibición tan magnífica de valentía, disciplina y determinación. Los informes que ha obtenido de los poquísimos supervivientes de ese maravilloso avance corroboran lo que vio con sus propios ojos, a saber, que prácticamente ninguno de nuestros hombres llegó a la línea del frente alemán».

¿Qué pensaban aquellos generales? ¿Cómo podían creer que aquella matanza era admirable o magnífica, que tenía más valor que la vida de sus propios hijos? Podemos plantearnos la misma pregunta sobre aquellos que se apresuran a defender confrontaciones militares en la actualidad, cuando, como en 1914, las guerras tienen tan a menudo consecuencias imprevistas.

Normalmente se escribe de una guerra como de un duelo entre bandos. Sin embargo, aquí he tratado de evocar aquella guerra mediante las historias de un país, Gran Bretaña, de algunos hombres y mujeres que formaban parte de la gran mayoría que creía fervientemente que merecía la pena luchar y de algunos de aquellos que estaban igual de convencidos de que no había que luchar en absoluto. Por lo tanto, en cierto modo, es una historia sobre lealtades. ¿A qué debería ser más leal un ser humano? ¿A un país? ¿Al servicio militar? ¿O al ideal de fraternidad internacional? ¿Y qué ocurre con la lealtad en el seno de una familia si, como sucedió en varias de las familias que aparecen en estas páginas, algunos miembros se unen a la lucha mientras un hermano, una hermana o un hijo adopta una postura de oposición que la opinión pública considera cobarde o criminal?

Este es también un relato sobre sueños enfrentados. Para algunas de las personas cuya historia narro aquí, el sueño era que la guerra revitalizara el espíritu nacional y los vínculos del imperio; que fuera corta; que Gran Bretaña ganara con los medios tradicionales con los que siempre había ganado las guerras: el coraje, la disciplina y la carga de la caballería. Para quienes se oponían a la guerra, el sueño era que los trabajadores de Europa nunca combatieran entre sí en el campo de batalla; o que, una vez que estallara la guerra, los soldados de ambos bandos vieran que era una locura y se negaran a continuar luchando; o, por último, que la Revolución rusa, al proclamar que rechazaba la guerra y la explotación para siempre, se convirtiera en un ejemplo modélico que siguieran pronto otras naciones.

Mientras trataba de entender por qué estos dos grupos de personas tan diferentes actuaron como lo hicieron en el calvario de la guerra, me di cuenta de que necesitaba comprender sus vidas en los años anteriores a la contienda, cuando a menudo tuvieron que enfrentarse a elecciones sobre sus lealtades. Por eso este libro sobre la primera gran guerra de la época moderna no comienza en agosto de 1914, sino varios decenios antes, en una Inglaterra que era bastante diferente del pacífico y bucólico territorio de haciendas campestres y fiestas de fin de semana en las casas de campo que nos resulta tan familiar gracias a innumerables películas y telefilmes. De hecho, durante parte de aquel periodo anterior a la guerra, Gran Bretaña estaba librando otra contienda que generó un movimiento de oposición propio y vigoroso. Y, dentro del país, estaba sumida en una lucha prolongada y furibunda sobre quién debía tener derecho al voto, un conflicto que desencadenó enormes manifestaciones, varias muertes, encarcelamientos masivos y una destrucción intencionada de la propiedad como no había conocido el país durante la mayor parte de un siglo.

El siguiente relato no es en modo alguno una historia exhaustiva de la Primera Guerra Mundial y del periodo anterior a ella, ya que he omitido muchas batallas, episodios y dirigentes famosos. Tampoco es una historia sobre personas a las que normalmente se considera un grupo, como los poetas de la guerra o el círculo de Bloomsbury; por lo general, he evitado a personajes tan conocidos. Algunas de las personas cuyas vidas describo aquí, pese a haber mantenido alguna vez relaciones muy estrechas, se enemistaron tanto debido a la guerra, que rompieron todo contacto entre sí y, de estar vivas ahora, se sentirían consternadas por encontrarse juntas en un mismo libro. Pero cada una de ellas estaba vinculada a una o más de las otras por lazos familiares o de amistad, por ideas comunes o, en varios casos, por un amor prohibido. Y todas ellas eran ciudadanas de un país que estaba sufriendo un cataclismo y en el que, al final, el trauma de la guerra superaría todo lo demás.

Los hombres y mujeres que aparecen en las siguientes páginas conforman un elenco que he ido recopilando poco a poco a lo largo de los años, a medida que encontraba personas cuyas vidas representaban respuestas muy diferentes a las opciones que tenían quienes vivieron en una época en la que el mundo estaba en llamas. Entre ellos figuran generales, activistas sindicales, feministas, agents provocateurs, un escritor convertido en propagandista, un domador de leones convertido en revolucionario, un ministro, un periodista de clase obrera militante, tres soldados llevados ante un pelotón de fusilamiento al amanecer y un joven idealista de las Midlands inglesas que, mucho después de que su lucha contra la guerra hubiera terminado, sería asesinado por la policía secreta soviética. Puede que, al seguir a un grupo variado de personas a través de una época tumultuosa, la forma de este libro parezca más similar a la ficción que a una obra de historia tradicional. (De hecho, la biografía de una mujer que aparece en este libro inspiró una de las mejores novelas recientes sobre la guerra). Sin embargo, todo lo que se cuenta en él sucedió realmente. Porque la historia, cuando se la examina atentamente, siempre descubre a personas, sucesos y dilemas morales más reveladores que los que podrían inventar los mejores novelistas.

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