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Ahora sí que se acabó la fiesta en el PP valenciano

Guillermo López García

Hace cinco años, en pleno fragor inicial por la implicación de cargos del PP valenciano en el caso Gürtel (entre ellos el propio presidente autonómico, Francesc Camps), Esteban González Pons soltó una frase lapidaria en plena fiesta del Nou d’Octubre, el día oficial de la Comunidad Valenciana: “En Valencia, la fiesta se acaba a las 16.00 horas”. Días después, Génova tenía lo que andaba buscando entonces: la dimisión del secretario del PP valenciano, Ricardo Costa.

El caso Gürtel se convirtió en una gota malaya que socavó sistemáticamente la imagen del PP valenciano, y sobre todo de Francesc Camps (que en 2008 llegó a sonar como posible sustituto, o sucesor, de Rajoy), y que de hecho acabaría provocando su dimisión. Pero las acusaciones de corrupción no impidieron que el PP venciese de nuevo, por una amplia mayoría, en las Elecciones Autonómicas de 2011, con Camps todavía al frente. En aquel momento, aunque la crisis estaba golpeando con particular virulencia a la Comunidad Valenciana, la estrategia victimista del PP valenciano frente al malvado Gobierno socialista de Madrid funcionó con enorme eficacia. Y, como en toda España, fue el PSOE el partido que sufrió las consecuencias electorales de la crisis.

Sin embargo, ya entonces se había evidenciado con claridad que el modelo valenciano distaba mucho de funcionar correctamente. El hundimiento de las entidades financieras (CAM, Bancaja y Banco de Valencia), arruinadas por la deuda contraída en los años de vino y rosas del ladrillo y por una gestión más que deficiente y al servicio de los proyectos del Gobierno valenciano; el gasto desmesurado en muchos de estos proyectos, como la Fórmula 1, la visita del Papa Benedicto XVI en 2005 o la Ciudad de las Artes y las Ciencias, por no hablar del archiconocido aeropuerto “para pasear apaciblemente por las pistas” de Castellón; y el final de la burbuja inmobiliaria, particularmente fecunda en una comunidad turística como la valenciana, no auguraban nada bueno.

Ya pocos pensaban, en 2011, que la Comunidad Valenciana fuese un referente para nadie. De hecho, pasó a convertirse, a los ojos del público español, en la quintaesencia de los excesos del ladrillo, la colocación de afines y el derroche de dinero público: la mala gestión política, en suma. Una mala gestión que, a pesar de todo, no parecía hacer demasiada mella (así se veía con perplejidad desde los medios de ámbito nacional) en la hegemonía electoral del PP valenciano.

Desde su llegada al poder, en 1991 (en la ciudad de Valencia) y 1995 (en la comunidad autónoma), el PP se afanó en la creación de un proyecto que le dio durante décadas la hegemonía social y política. Un proyecto sustentado en dos patas: la idea de que el PP es el partido que defiende a los valencianos frente a siniestros enemigos exteriores, que o bien nos ignoran (Madrid) o bien nos quieren invadir (Cataluña), por una parte; y un proyecto económico basado en los grandes eventos y en el ladrillo turístico, que hizo rica a mucha gente a base de vender sus terrenos para recalificar, o de trabajar en la construcción y el turismo, por otra. Un modelo de bonanza que, curiosamente, funcionó mal desde el principio: la Comunidad Valenciana, cuya renta per cápita en 1997 estaba ligeramente por encima del promedio español (101%), en 2010 había bajado al 88%. Pero sólo en estos últimos años de crisis ha quedado evidenciado su fracaso.

Un fracaso que está socavando electoralmente, a un ritmo acelerado, los apoyos de que disfruta el PP valenciano. El deterioro de las expectativas electorales del PP es considerable en toda España, pero en la Comunidad Valenciana se da en mayor medida porque, además del fracaso del modelo económico, también se está desintegrando a marchas forzadas la otra “pata” en la que basó el PP su predominio: la identitaria.

La llegada al poder del PP a nivel nacional fue una malísima noticia para el PP valenciano. Lo fue porque, durante años, los sucesivos Gobiernos de Camps vivieron (y muy bien) del victimismo contra Madrid, más o menos desplegado en estos términos: Zapatero ninguneaba a los valencianos, intentaba quitarles lo suyo, beneficiaba a otras comunidades autónomas (en especial, a Cataluña, gran bestia negra de la derecha valenciana): frente a ello, el PP era el partido que teóricamente defendía a los valencianos de tantos males. Precisamente por eso, clamaba Camps, cuando llegase el PP al poder en el conjunto de España también llegaría el maná para la Comunidad Valenciana, fiel granero electoral del PP.

Y entonces llegó el PP al poder… Y desde el principio convirtió la Comunidad Valenciana en la quintaesencia de todos los males. De la corrupción y de la mala gestión. Incluso antes de llegar al poder, Rajoy forzó la dimisión de Camps (algo notable tratándose de Rajoy, que no fuerza la dimisión ni de Ana Mato, aunque sólo sea para ver si así se entera, por fin, de que era ella la ministra, y no su exmarido). Y poco después de llegar, la Comunidad Valenciana, incapaz de hacer frente a las deudas (provocadas por la mala gestión y por un modelo de financiación particularmente perjudicial para los valencianos), fue intervenida de facto por el Gobierno español, que es quien, desde entonces, dice lo que hay que hacer, con independencia de que le venga bien o mal al PP valenciano. Es considerable la debilidad del sustituto de Camps, Alberto Fabra, incapacitado para actuar por la ruina económica y la dependencia de Madrid y con muchos problemas internos con las “familias” del PP y, sobre todo, con los imputados en múltiples procesos judiciales.

Y esos problemas, por primera vez en veinte años, están pasando factura electoral. Porque, aunque los casos de corrupción quitaron algunos votos al PP, que descendió ligeramente en las Autonómicas de 2011, el verdadero socavón electoral aparece a partir de 2012, con un descenso tan pronunciado del PP valenciano que algunas encuestas no sólo certifican la pérdida de la mayoría absoluta, sino la imposibilidad de que el PP pudiera gobernar pactando con UPyD: lo que convierte la alternativa de un Gobierno tripartito de izquierdas (PSPV-Compromís-EU) en un futurible cada vez más probable.

Y en estas últimas semanas, ahora sí, hemos podido asistir a lo que parece, cinco años después de la frase de González Pons, el auténtico “fin de fiesta” del PP valenciano: la caída definitiva de los urdidores del modelo de éxito del PP, con el expresident Camps y la incombustible alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, a punto de ser imputados por el Caso Nóos, y el exconseller Rafael Blasco, omnipresente en los gobiernos valencianos, consejero privilegiado tanto de Zaplana como de Camps, en trámite de ser expulsado del Grupo Parlamentario del PP por su más que probable condena en el Caso Cooperación, un asunto particularmente repugnante por el tipo de expolio realizado, a través de ONGs y fondos de ayuda al desarrollo. Un escenario en el que puede pasar cualquier cosa, incluyendo un adelanto electoral si los imputados se acaban rebelando y dejan al Ejecutivo autonómico de Alberto Fabra en minoría.

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