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Y ahora que no hay lazos, ¿de qué se hablará y qué se callará?

Albert Rivera y Pablo Casado.

Carlos Elordi

Hay gente que vive con pasión estos rifirrafes y otra los sigue con el mismo interés con que se mira una serie de éxito. Si no fuera por eso, el episodio de los lazos amarillos no merecería siquiera ser valorado como un hecho político. Pero ha estado durante más de cuatro días en el centro del interés, desplazando a cualquier otro asunto de la actualidad y de la campaña. Y eso que se sabía cómo iba a terminar: con Torra bajando la cabeza y aceptando la justa prohibición de la Junta Electoral. Pero, ¿queda algún poso de este ridículo episodio?

Si la política española discurriera dentro de los cauces de la normalidad democrática y de la racionalidad, cabría deducir al menos dos cosas de lo ocurrido. Una, que como ya se sabía, Torra, Puigdemont y quienes les apoyan han emprendido una senda que no les conduce sino al fracaso y que el independentismo tendrá que buscar otras vías distintas a la de la resistencia insensata si quiere tener algo de futuro. La otra, que Pablo Casado y Albert Rivera han fracasado de parte a parte en su intento de involucrar a Pedro Sánchez en la querella. Y mira que lo han intentado.

Habrá alguien en los despachos de los partidos que reflexione sobre esos aspectos. Pero en la plaza pública se hablará muy poco de ellos. Porque lo que acucia tanto a los responsables de las campañas como a los de los medios es encontrar lo más rápidamente posible un nuevo asunto, mejor si es algo escandaloso, que atraiga la atención de un público mayoritario al que le gusta lo directo y no las segundas lecturas.

Y así va trascurriendo la campaña. Sin que aparentemente ocurra nada importante, de chascarrillo en chascarrillo. Pero tras ese escenario, sólo montado con fines mediáticos, pueden estar pasando cosas de verdad. En ambos campos.

En el de la derecha, los indicios apuntan a que Ciudadanos tiene problemas, a que su objetivo de superar al PP el 28 de abril está cada vez más lejos de sus posibilidades. Por el momento, y aparte de los fichajes, no todos malhadados, su única reacción visible a esa supuesta dinámica consiste en insistir en que no pactará con el PSOE tras las elecciones.

Muy bien no le deben ir las cosas a la gente de Albert Rivera, y la escasa fibra de su campaña no les ayuda, para que no se les ocurra otra cosa. Porque no se entiende cómo ese reiterado “no” a Sánchez le va a dar votos. En todo caso, frenaría su eventual sangría. Pero con un coste político adicional: el de estar anticipando, cinco semanas antes de las votaciones, que Ciudadanos repetirá el experimento andaluz y que aceptará un acuerdo con Vox si, juntas, las tres derechas obtienen la mayoría. Hoy por hoy, Rivera no tiene más remedio que apostar por esa opción. Porque ya lleva metido en ella desde hace unos cuantos meses y ya no tiene tiempo para cambiar de rumbo. A pesar de que son cada vez más las voces, y algunas importantes, que desde el interior de su partido le critican duramente por haber elegido ese camino.

Esa disidencia podría verse reforzada por un mal resultado electoral. Ciudadanos corre el riesgo de terminar siendo un segundón del PP en un gobierno en el que Vox influirá mucho. Y eso no gustaría a no pocos de sus cuadros. Entre ellos a Luis Garicano y a Manuel Valls. De ahí que no se pueda descartar del todo que al final Rivera se avenga a pactar con el PSOE para evitar males mayores.

El que está hurgando en las heridas de Ciudadanos es el PP. Ayer José María Aznar pidió “unificar el voto constitucional” en una clara apelación al partido de Rivera. Y, salvo desmentido explícito, sigue siendo el mentor de Pablo Casado, aunque haya espaciado sus actuaciones en esa dirección para que no se note demasiado. Además, los dirigentes del PP siguen presionando a Ciudadanos para presentar listas únicas en el Senado. Y aunque su argumento es que así se evitará que esta cámara caiga en manos del PSOE, esa propuesta implica casi un desprecio al partido de Rivera.

Pero si a esas propuestas se añade la que hace unas semanas Casado hizo a Vox para que renunciara a presentarse en las provincias menos pobladas y que Santiago Abascal rechazó casi automáticamente, como tenía que ser, cabe a empezar a sospechar que el PP empieza a no tenerlas todas consigo respecto de lo que pueda ocurrir el 28-A.

¿Tan bien le está yendo al PSOE en las encuestas como para que surjan todas esas hipótesis? Imposible confirmarlo. En todo caso hay algunas evidencias. Una, que Pedro Sánchez lleva ya unas cuantas semanas sin meter la pata. Dos, que ha abandonado la primera línea de la pelea y que sólo habla en las ocasiones que su cargo le obliga a aparecer en público. Por cierto, con una vocecita y una cara de no haber roto nunca un plato. Lo cual sus asesores deben considerar que es lo mejor para aparecer como un hombre sereno que controla la situación mientras sus rivales se desgañitan.

Pero Sánchez se la está jugando, como todos los demás líderes. En principio su objetivo de continuar en el gobierno depende de cómo Podemos afronte su crisis interna y de qué discurso entone para evitar la debacle electoral que algunos expertos le pronostican. No todos, por cierto, que más de uno cree que el voto al partido de Pablo Iglesias es más fiel de lo que se cree en los últimos tiempos.

Pero en teoría la partida para Sánchez no acabaría incluso si esa debacle se produce. Porque una caída electoral catastrófica de Podemos debería convertirse, al menos en parte, en un aumento del voto socialista. Y con 35 o 40 escaños más de los que ahora tiene, el PSOE podría encontrar la vía para tirar para adelante con un gobierno de minoría frente a una derecha derrotada. Porque Podemos seguirá en el parlamento y Pedro Sánchez podría encontrar otros apoyos adicionales. Eso sí, para gobernar en precario.

En definitiva, que la pelota está en el tejado. Y que hasta el último día no se sabrá de qué lado cae. Eso si no hay un nuevo bloqueo y hay que repetir las elecciones. Ahí puede que Puigdemont tuviera de nuevo la palabra.

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