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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal

Albert Rivera ya no será Adolfo Suárez

Ana R. Cañil

“Pido un poquito de coraje, porque cambiar solo las caras y las voces no basta. La gente está esperando que se haga una limpieza a fondo. Me gustaría ver a Susana Díaz o a Pedro Sánchez actuando con contundencia en los ERE de Andalucía. O a los jóvenes del PP pidiendo cabezas en un congreso extraordinario para depurar responsabilidades por el caso Bárcenas. El sistema de partidos es perverso, porque hay listas cerradas, bloquedas y no hay primarias. Es una forma de colaborar con la cobardía”. Así de contundente se mostraba Rivera en su libro 'El cambio sensato' (Ed.Espasa) publicado hace dos meses, el tiempo que ha tardado en desterrar sus exigencias de pureza para otros tiempos.

Podía haber sido un moderno Adolfo Suárez -era su sueño- pero los pactos que el líder de Ciudadanos ha cerrado con la parte más tocada por la corrupción -el PP de Madrid y el PSOE de Andalucía- le averían para consagrarse como líder de la segunda transición. Hasta aquí se oyen las voces de protesta de los equipos de ambas presidentas. ¡El PSOE de Susana Díaz no es el de los ERE ni comparable al PP de Madrid!, esgrimen los sociallistas. ¡Pero hombre, que el PP de Cristina Cifuentes no es el de Esperanza Aguirre!, lanzan los populares. Cierto, pero las dos arrastran la herencia recibida y no han tenido tiempo de desinfectar hasta el último rincón. Con sinceridad, ¿alguién se va a rasgar las vestiduras si en los equipos de las lideresas vuelven a aparecer nombres vinculados a la corrupción? Solo los cínicos.

Ya se verá. Lo que ahora se aleja son las buenas intenciones del político catalán. Rivera iba a acabar con la política de bandos. Los rojos y los azules estaban pasados de moda, sustituidos por los de arriba y de abajo. Con los acuerdos cerrados con el PP, hace realidad la gobernabilidad de la lista madrileña de la que hasta la propia Cristina Cifuentes reniega cuando advierte, por lo que pueda pasar, que no la ha elaborado ella. Con el respaldo de Ciudadanos al PP en capitales y municipios de la geografía nacional, su líder avala la política de la crispación que los de Rajoy han desempolvado y que practicó el peor Aznar. Justo todo lo contrario de lo que predicaba Rivera, vocero de la idea de recuperar el estilo de los pactos de la Moncloa de 1977, abogado del diálogo ante todo.

Han bastado un par de semanas desde las elecciones para que se viera que tras tanta oratoria, Rivera esconde una boca grande por la que se caen los ideales que en unos pocos meses llevaron la esperanza a los votantes cabreados con el PP. Los que ahora se preguntan ¿pero por qué pacta con el PP y con menos condiciones de las que decía? Para eso, hubiera votado a Rajoy. Son los mismos que se asombran de la facilidad con la que Albert Rivera no ha dudado en meterse entre los brazos del PP enfermo de histeria por la perdida de poder, de butacas y de puestos de trabajo para los suyos. A ese Partido Popular que amenaza con la ruina de España tras la radicalización del PSOE, el de Ciudadanos se lo iba a “poner muy difícil. Los ciudadanos han pedido cambios en las formas y en el fondo político y, o hay un cambio profundo, o el PP no gobernará con nuestro apoyo”, alardeaba unos días después de las elecciones. A ese PP que practica el frentismo es al que ha dado todo su apoyo el ciudadano Albert Rivera. Por ahora se ha quedado solo con los de arriba, los de Mariano y la corrupción, mientras que se apresura a expulsar de “su” partido a quienes de entre los suyos, se atrevieron a pactar con la izquierda peligrosa y socialista. ABC: “Ciudadanos empieza a expulsar concejales díscolos por pactar con la izquierda”. Él, que tanto admiraba al Suárez de la transición que se apoyó en el PCE de Carrillo, no quiere oír hablar de izquierdistas.

Salvo en Andalucía, donde el pacto con Díaz -colega de partido del “radical” Sánchez- le sirve de manto a Rivera para tapar su traje de emperador desnudo, porque eso es lo que le ha pasado al líder de Ciudadanos. Ahora sí que está moralmente en pelotas, no en aquel sobado retrato que le dió a conocer al inicio de este siglo.

Puede estar tranquilo. No logrará ser duque de la segunda transición, pero ahora sí que levanta consenso entre los demás partidos. Su política de pactos tiene encantados a todos sus rivales. A Podemos, porque aunque “es malo para los votantes, a nosotros nos beneficia claramente, pues deja claro que no tiene pudor en pactar con el peor PP y el peor PSOE. Electoralmente le perjudicará”, comenta con tono jocoso unos de los dirigentes del partido de Iglesias. Al PP, porque “quienes nos votaban a nosotros y ahora han votado a Ciudadanos, ya se habrán dado cuenta que es mejor votar al original. Esa es la idea que hay que transmitir para las generales. No podremos recuperar todos esos votos que se nos han ido, pero su estrategia de pactos hará que regresen unos cuantos”, apunta un asesor cercano a Moncloa. Mientras en el PSOE cunde la idea de que “si se han creido que Susana tienen intención de cambiar, es que son muy ingenuos. Ella es el vivo ejemplo de todo aquello con lo que Rivera quería acabar, una mujer de partido que ignora lo que es la democracia interna”, ironiza un diputado joven desde Madrid.

Lo dicho, como relleno del bocata entre Díaz y Cifuentes, Albert Rivera puede derretirse en el horno, cuya temperatura gradúan los otros tres partidos. Le queda una jugada que ni siquiera ha organizado él. Podrá sacar la cabeza y respirar gracias a la convocatoria electoral del president Mas, dispuesto a inmolarse por unas líneas en la historia de Cataluña al lado de Tarradellas. Pero Albert Rivera ya no será Adolfo Suárez.

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