¿De qué se alimentan las extremas derechas?
Las extremas derechas son omnívoras y se adaptan a todos los medios. Su auge es un fenómeno global que se expresa de manera diversa en sociedades muy distintas. Quizás por eso y porque las miramos con gafas del siglo XX, las de ver el fascismo, nos cuesta entenderlas y tendemos a caricaturizarlas. Sin comprenderlas es difícil darles respuesta. De nuestra miopía y arrogancia también se alimentan.
Aunque su diversidad nos despiste, comparten aspectos esenciales. Aceptan las reglas de juego de la democracia representativa y liberal para erosionarla desde dentro. Lo más significativo es su habilidad para detectar en cada sociedad las causas de la insatisfacción que generan un presente desconcertante y el temor al futuro. No solo la detectan, en muchos casos la alimentan, inventando problemas inexistentes, como la “invasión” de inmigrantes en países con tasas muy bajas de inmigración.
Ante las incertidumbres que acechan a la sociedad, ofrecen respuestas emocionalmente satisfactorias y esta es la clave de su éxito. Se presentan como la opción antisistema que permite expresar el cabreo, pateando el tablero social e institucional. Brindan protección emocional a la ciudadanía, en una sociedad desvertebrada que, a pesar de los niveles de cobertura material alcanzados, transmite desprotección.
Las razones de estos miedos e inseguridades van por barrios. Destacan las consecuencias sociales de sucesivas crisis: el brutal crecimiento de las desigualdades y grandes bolsas de pobreza.
Pero no siempre los más seducidos por la extrema derecha son los más castigados socialmente. El temor a perder privilegios y estatus de los sectores más acomodados, la frustración por la pérdida de expectativas de las clases medias, horizontes que se perciben sin futuro, especialmente entre los jóvenes, y el agravio comparativo entre personas y colectivos llenan de apoyos su despensa.
Los impactos y la desazón que genera la transición digital y energética y las dificultades de abordar de manera justa los costes sociales que estas transiciones comportan son un gran yacimiento de malestar que las extremas derechas saben explotar. A ello, se suman las disrupciones sociales que comporta la transición demográfica. Incertidumbre ante un aumento de la esperanza de vida sin una mejora de su calidad y carente de cuidados, cambio de roles de género, flujos migratorios estructurales, configuración de sociedades postnacionales, conflictos de clase atravesados por brechas generacionales y procesos de segregación social en clave territorial, que afectan al mundo rural, pero también al interno de las áreas metropolitanas.
Estos son algunos de los detonantes de los sentimientos de desconcierto, vulnerabilidad, inseguridad y desprotección de los que se alimentan las extremas derechas. Pero eso, por sí solo, no explica sus éxitos.
¿Qué hace que muchas personas no perciban ninguna protección de la sociedad, incluso cuando la reciben intensamente como durante la pandemia y en cambio se sientan protegidos por las extremas derechas?
Sugiero algunas hipótesis. El uso que se hace de la digitalización –podría ser distinto– contribuye a desvertebrar nuestras sociedades. En la medida que facilita la fragmentación de los trabajos y procesos productivos, está desestructurando nuestras vidas y nuestras identidades. En paralelo, han entrado en crisis las instituciones y organizaciones colectivas que durante décadas han ofrecido protección y así eran percibidas.
Aunque tendamos a menospreciarlas, las extremas derechas hacen bandera de ideas muy potentes, compartidas con las derechas tradicionales, con las que cada vez tienen una frontera más porosa. Se apropian, como Ayuso, de un ideal de libertad absoluta que conciben al margen de la comunidad. Al tiempo que promueven sociedades iliberales en la que los derechos de las minorías son presentados como un ataque a la comunidad compacta de antaño. Fomentan la desconfianza de la ciudadanía en los espacios comunes, no solo los públicos. Alimentan el espejismo del individuo autosuficiente que no necesita a la sociedad (Milei dixit).
Fragmentación de los trabajos, desvertebración social y un individualismo tirano son el hábitat en el que crece la percepción de inseguridad. Frente a ello, las extremas derechas desvían las responsabilidades de los poderes económicos y políticos que propician estas distopías neoliberales. Al tiempo que nos ofrecen la satisfacción emocional de combatir a los culpables de estos males, que invariablemente son los “otros”.
Construir enemigos externos ha sido siempre un factor de cohesión y ofrendarlos como “pharmacos” a la comunidad un ritual conocido desde la antigua Grecia. Los culpables, que se ofrecen en sacrificio, son en unos casos los inmigrantes, en otros las feministas, los ecologistas, Europa o los que quieren romper España. Incluso la “ciencia manipuladora”.
Frente a estos “enemigos” las extremas derechas ofrecen la seguridad emocional de la más ancestral de las protecciones, la tribal. Saben que cuanto más pequeño y constreñido es el “nosotros” más protegidos nos sentimos respecto de los otros. De nuevo resurge la nación, la identidad del macho patriarca, el corporativismo gremial, la condición rural. Siempre con el mismo decorado, el del agravio comparativo.
La comunicación es clave para la difusión y consolidación de estos marcos ideológicos. La desinformación y los discursos del odio circulan por las redes sociales y algunos medios de comunicación, que compiten entre ellos por los ingresos en publicidad, mientras comparten una adictiva búsqueda de la audiencia a cualquier precio. A su favor cuentan con la atracción fatal que, desde siempre, ha sentido la ciudadanía por los mensajes maniqueos y crispados.
En este hábitat comunicativo, las extremas derechas se mueven muy bien. Además, el uso de algoritmos les permite individualizar mensajes que alimentan las burbujas cognitivas de los agravios tribales. Con la inestimable colaboración de las grandes tecnológicas que se lucran, vía publicidad, con el negocio de la mentira, la crispación y el odio.
Afortunadamente el futuro no está escrito. Aunque no sea fácil, nunca lo ha estado, es posible conducirlo hacia otros escenarios. Necesitamos primero combatir el determinismo. Papanatismo tecnológico y su reverso, el catastrofismo, tienen en común que niegan la capacidad de la sociedad para construir el futuro. Para conseguirlo urge promover ideas alternativas que generen ilusión, no solo rechazo a lo que no nos gusta. Reconstruir espacios de socialización a partir de valores universales como los que expresan el ecologismo, el feminismo y el sindicalismo, bestias negras de las extremas derechas. Batallar por el control social de la digitalización y la consideración de los datos como bien común, que impida la concentración de poder de las grandes tecnológicas, convertidas en el nuevo Leviatán. Como siempre, para generar cambios no basta con buenas ideas, para hacerlas avanzar se requiere capacidad de persuasión y poder de intimidación. Todos estos son retos globales que, como tal, hemos de encarar, aunque nos interpelen y nos obliguen a actuar también a nivel local.
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