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En el amor como en la guerra

Brigitte Vasallo

Crecemos y vivimos en una cultura donde la competición está presente en todos los ámbitos, bajo un “más fuerte, más lejos, más alto” que, como en los Juegos Olímpicos, no nos anima a superar nuestros propios límites sino a imponernos sobre los límites ajenos. Los concursos televisivos que animan a luchar a personas y equipos con las excusas más variopintas, las calificaciones del sistema educativo que nos sitúan jerárquicamente en mejores y peores de la clase, y nuestro Parlamento chillón e histriónico refuerzan cada día la idea de que lo importante no es el bien común, sino ganar una guerra eterna y omnipresente contra los demás. Los conflictos internacionales se solucionan imponiendo la fuerza y las conversaciones en los bares raramente derivan en diálogos, sino en discusiones airadas. Como bien decía Italo Calvino, “el infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos”. El infierno lo atizamos todas y todos nosotros.

Ganar en el amor

Ganar en el amorEn las relaciones amorosas también caemos con extrema facilidad en el esquema de la competición y la imposición de los criterios propios como precario modo de resolver los conflictos. Es, en el mejor de los casos, una resolución a muy corto plazo que deja las relaciones maltrechas. El blog La Mosca Cojonera trataba en un post reciente el chantaje emocional y manipulación, ambas estrategias que usamos constantemente, en mayor o menor medida, sin siquiera darnos cuenta. Si planteamos una divergencia en términos de batalla que hay que ganar, todo vale: la pena, la culpabilización, el escaqueo de las propias responsabilidades o el uso de la fuerza. Los gritos, las amenazas o el silencio, que también puede ser de una dureza insoportable. Al afrontar las diferencias desde la perspectiva de la competición, el objetivo de encontrar una solución equitativa desaparece y solo se logrará deshacer el nudo cuando una de las partes ceda. Se rinda, usando otra imagen bélica.

El espiral de la violencia

El espiral de la violenciaHacemos infinitas cesiones cotidianas que nos convierten en seres sociales y sociables, amorosos, soportables. Ceder es parte de la resolución de conflictos, pero tienen que ser concesiones de todas las partes para lograr un espacio común de entendimiento. Todo el mundo debe moverse de su posición inicial lo que permite, además, descubrir nuevas perspectivas y generar empatía con los lugares de enunciación de las demás personas. Es necesario un equilibrio.

Cuando utilizamos el esquema ganar-perder de manera sistemática, estamos en un paisaje de violencia en el que una de las partes tiene que renunciar a sus peticiones, necesidades y deseos para que el conflicto se resuelva y la relación siga adelante. Pero... ¿a costa de qué? ¿Qué sucede con la calidad de la relación cuando las necesidades de una parte se atienden en detrimento de las necesidades de la otra?

Como explica Susan Forward en su best-seller Chantaje emocional, hay un peligro cuando cedemos o esperamos que nuestras parejas y amantes cedan “para que el otro se calle, porque cederé ahora para mantenerme firme en cuestiones más importantes, o porque lo que yo quiero debe ser erróneo”. El acatamiento unilateral forma parte de una construcción de poder que alimenta las microviolencias inscritas en todas las violencias.

Tratar de resolver las divergencias en la pareja desde la perspectiva de la imposición de los criterios propios, de la razón unilateral, de la competición por ganar una batalla que no debería serlo, construye un amor infectado con elementos de guerra, un amor desastre que pierde la perspectiva de la construcción conjunta para convertirse en una estructura jerárquica con una parte ganadora y la otra irremisiblemente perdedora.

Ante cualquier pequeño conflicto de pareja, moverse de las propias posiciones, aprender a dialogar, a escuchar las necesidades de las demás personas así como a enunciar las propias sin imponerlas, es una apuesta por un futuro común de acompañamiento. Desvincular el amor de la fuerza para construir relaciones libres de violencias; desnaturalizar esta cultura guerrera que alimentamos, a nuestro pesar, hasta en los más pequeños detalles.

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