La apuesta por la vida después de nuestra muerte
Lo sorprendente de los seres humanos (al menos de una buena parte de ellos) no es que busquen la felicidad propia, o al menos el bienestar, sino a menudo la de los demás. Y más sorprendente aún es que la persigan no solo para próximos y coetáneos a quienes conocen y quieren, sino para las generaciones siguientes, a menudo desconocidas. El ser humano se caracteriza no solo por creer que hay vida -la de otros- después de su muerte, sino por intentar que sea lo mejor posible. Es un altruismo más allá de sí mismo.
Esta no es una idea religiosa de que algo sobrevive (más allá del recuerdo o de nuestras obras, malas o buenas) a la muerte. Cabe recordar que Lucrecio se extrañaba de que no nos preocupemos por nuestra inexistencia prenatal, pero nos angustiemos por nuestra inexistencia personal postmortem.
No. No se trata de eso, sino de una sorprendente tesis que el filósofo estadounidense Samuel Scheffler expuso hace unos años en una conferencia, posteriormente editada como libro bajo el título de Death and the Afterlife (Muerte y la vida futura), una lectura enriquecedora. La tesis es que, en algunos aspectos importantes, la existencia futura de gente que no conocemos ni amamos nos importa más que nuestra propia supervivencia y la supervivencia de gente que conocemos y queremos. Esta es también la apuesta por el bien común -aunque tengamos distintas concepciones de lo que es el bien- idea que ha rescatado el ex secretario de Trabajo de Clinton, Robert Reich, en un libro encomiable.
Pero, sobre todo, es la apuesta por el futuro, por un futuro sin uno mismo, sin nosotros, aunque la idea de “nosotros” es la que hace perdurar esa apuesta. Para Scheffler, “necesitamos que la humanidad tenga un futuro si muchos de nuestros propósitos individuales nos han de importar ahora”. “Lo que sucede después de nuestras muertes nos importa por derecho propio y, además, nuestra confianza en que habrá una vida futura es una condición de muchas otras cosas que nos importan aquí y ahora”, añade el filósofo para el cual “somos vulnerables a una catástrofe que afecte al resto de la humanidad de un modo que no somos vulnerables a nuestras propias muertes”.
Hay en todo esto un impulso muy humano por preservar lo que valoramos. Cuidado, porque puede haber conflictos de valores entre diversos grupos humanos. La regla de oro de Kant, mal entendida, se puede aplicar erróneamente. No es lo mismo “trata a los demás como te gustaría que te trataran” -visión que puede llevar a monstruosidades y totalitarismos- que la más correcta “no trates a los demás como no te gustaría que te trataran”.
Pero esta apuesta por el futuro sin nosotros, por las siguientes generaciones, es la que está detrás de las preocupaciones de tantos (no de todos) por el cambio climático, la proliferación de armas nucleares, la lucha contra las pandemias, una vida decente, etc. Y también por las identidades, incluidos algunos nacionalismos. Pues de grupos se trata. En todo esto, hay también un sentido de la historia (que no tienen todos los pueblos, pero que esencialmente son experiencias compartidas desde unos valores que también cambian): es “la importancia de ser parte de una historia con un pasado colectivo y un futuro colectivo en oposición a la importancia de ser parte de un colectivo con futuro”. No es un juego de palabras. Pues el impulso por personalizar nuestra relación con el futuro también es, forzosamente, un impulso para conservar nuestros valores, y en ese sentido encarna una actitud hacia el pasado.
El cerebro humano está programado para pensar esencialmente en el futuro, para planificar el futuro. Nuestra memoria está construida más para actuar de cara a ese futuro que para rememorar el pasado. Tampoco es el único animal con esta característica, pero es una esencial, junto a la capacidad de aprender de los demás, es decir, de cultura. Lo que lleva al biólogo Kevin Lalan, autor de La sinfonía inacabada de Darwin, a plantear que es la cultura la que nos ha dado cerebros grandes, la inteligencia y la palabra, no al revés.
El enfoque de la vida (de los demás) tras la muerte es también una personalización de nuestra relación con el futuro, “un futuro en el que, en su mayor parte, ya no estaremos vivos”. Ahora bien, No todo es simple generosidad o altruismo. El cambio climático, por ejemplo, nos afecta ya a todos. Pero si las generaciones futuras pueden ser perjudicadas (o beneficiadas) por lo que hacemos hoy, también, apunta Scheffler, “dependemos de ellas para llevar una vida exitosa”, algo que resulta menos evidente.