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El boli BIC y las derechas

El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, durante su intervención este sábado en el acto en la madrileña plaza de la Villa

Lina Gálvez

Hace unos años, un monólogo televisivo de Ellen DeGeneres se hizo viral. En ese famoso sketch, la humorista estadounidense denunciaba la llamada tasa rosa en su doble versión. Por un lado, aludía a la injusticia que supone que las mujeres tengamos que pagar más por productos idénticos solo porque son de color rosa o morado, o porque están pensados para un público femenino. Y por el otro, alertaba del reforzamiento de los estereotipos de género que esas prácticas comerciales implican. A lo que habría que añadir el uso comercial de las luchas sociales: cómo el potencial revolucionario del color morado de la lucha feminista se reinventa como modelo particular de consumo perfectamente asumible por la cultura económica dominante.

Aunque DeGeneres triunfara denunciando la tasa rosa, esa tasa en realidad no existe como tal, excepto en aquellos países en los que aún no se aplica un IVA súper reducido a bienes de primera necesidad para las mujeres como compresas o tampones –es el caso de España, donde ocurre y seguirá ocurriendo gracias a que las derechas y los independentistas catalanes han tumbado los presupuestos presentados por el gobierno socialista. Lo que sí existe en todos los países es una diferenciación de precios en productos que son iguales, pero presentan ligeras y vistosas variaciones en su apariencia exterior. Algo así como el catálogo que nos ofrecen las derechas españolas con su tripartito para las próximas elecciones del 28 de abril.

En un estudio de campo que hicimos para un trabajo fin de Máster –de los que se hacen de verdad, que es lo habitual y lo legal en las universidades españolas–, comparamos productos orientados a niñas y niños y a mujeres y hombres, observamos cómo, efectivamente, las maquinillas de afeitar rosas eran más caras que las azules; pero también comprobamos que las motos infantiles azules eran más caras que las rosas, posiblemente menos demandadas por las niñas o por los padres y madres de esas niñas, a quienes quizás les cuadre más verlas empujando un carrito de bebé. Por tanto, existe la tasa rosa pero también existe la tasa azul, la tasa arcoiris o la gris unisex. Lo que verdaderamente existe es una utilización y reforzamiento de los estereotipos a través de la diferenciación de productos.

Precisamente, la diferenciación de productos es una de las más claras consecuencias de la forma de producir, distribuir y consumir de la revolución tecnológica, iniciada con los procesos de robotización ya en los años sesenta del pasado siglo y que no ha hecho sino consolidarse en estos últimos años. Durante la etapa fordista de producción en masa, los productores basaban su beneficio en ofrecer precios más competitivos que los de sus rivales, algo que lograban abaratando costes al producir más unidades del mismo producto. Al fordismo le sustituyó un modelo basado en la diferenciación de productos que ha ido evolucionando hasta el extremo de lo que hoy conocemos como customización, proceso a través del cual el consumo individualizado ha pasado a ser una característica esencial de nuestra identidad, haciéndonos sentir únicos. La libre elección hiperindividualizada y teóricamente empoderante se ha convertido así en uno de los fundamentos de la cultura neoliberal, a pesar de convivir con la intensificación de las desigualdades y de que, en realidad, nos aleja de la igualdad necesaria para poder hablar de una verdadera libre elección.

La revolución cultural neoliberal nos ha transformado en individuos que creen elegir, que quieren elegir y que sitúan la libertad de elección por encima de muchos otros valores. Elegimos el dibujo de nuestra camiseta, la música que escuchamos, los capítulos de las series que vemos; elegimos si nos prostituimos, o cuando cedemos nuestro vientre para gestar para otros. Todo vale –hasta que nos exploten– porque todo lo elegimos. Es lo que queremos, lo que nos dicen que nos empodera como personas. Da igual que todas las personas no tengamos la misma libertad para elegir a causa de desigualdades en nuestras condiciones materiales, procesos de socialización muy diferenciados u oportunidades reales muy dispares que nos obligan a ir adaptando nuestras elecciones. Conviene que creamos que elegimos, y que lo hacemos en igualdad de condiciones con nuestros congéneres.

El menú de las derechas tan bien ideado por la FAES me recuerda constantemente a esos bolis BIC que denunciaba DeGeneres, iguales pero con distinto capuchón y envoltorio. Son lo mismo, sirven para lo mismo, pero nos hacen sentir distintos. Más modernos si son naranjas, más clásicos si son azules (los de toda la vida) y más rompedores si son verdes, tan rompedores que son capaces de cargarse los consensos alcanzados a favor de la lucha contra la violencia de género.

Hay que recordar que la fundación de VOX en 2013, con siete de sus diez fundadores habiendo ocupado previamente cargos en el Partido Popular o en gobiernos populares, se analizó como una escisión del ala más tramontana del PP. Y que el paso de Ciutadans a Ciudadanos respondió a un clamor de las élites económicas por crear una especie de Podemos de derechas, tal y como verbalizó en 2014 Josep Oliu, presidente del Banco de Sabadell –un proceso que, por otra parte, puede considerarse culminado con el desembarco de Inés Arrimadas en la política nacional como número uno por Barcelona para las elecciones del 28 de abril.

Tal vez, en producir bolis BIC con distintos capuchones esté la explicación de por qué ahora las derechas suman cuando se dividen, mientras que las izquierdas, incapaces de ver sus puntos comunes, poseedoras cada una de la verdad absoluta, restan con cada división.

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