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El golpe de Boris Johnson contra las normas tácitas que guardan nuestra democracia

El primer ministro británico, Boris Johnson

María Ramírez

La ofensiva del primer ministro británico contra su Parlamento es un síntoma de los tiempos y una alerta de los peligros para las democracias occidentales.

A nueve semanas del plazo para que Reino Unido se salga de la UE, Boris Johnson anunció esta semana la suspensión de la sesión parlamentaria para dejar a los diputados el mínimo tiempo posible para que debatan y frenen un Brexit sin acuerdo que sembraría el caos. Aunque ya hay un debate jurídico sobre la triquiñuela, Johnson ha utilizado un procedimiento existente para hacer algo que contraviene las normas democráticas habituales.

En tiempos de crisis, el primer ministro suele acudir al Parlamento para dar explicaciones y someter las decisiones a escrutinio. Los parlamentarios británicos han sido poco útiles en los últimos meses para definir las condiciones del Brexit, pero una de las pocas ideas sobre las que hay una mayoría amplia es el rechazo a la salida de la UE sin acuerdo. Es decir, justo lo que amenaza con hacer Johnson, un político elegido de rebote con 92.000 votos de los militantes de su partido, o el 0,14% de los votantes británicos, y que todavía no ha pasado por unas elecciones generales.

Johnson se ha construido un perfil autoritario y amante de las falsedades -ya le echaron por sus inventos cuando era corresponsal en Bruselas- similar al de Donald Trump, Matteo Salvini o Jair Bolsonaro. Lo que tienen en común es que han encontrado la manera de acumular poder y tomar decisiones antidemocráticas siendo parte del sistema, erosionando poco a poco sus normas desde dentro, desde la libertad de prensa hasta la independencia judicial o el control parlamentario. La excusa es que “el pueblo” es aquello que está fuera de las instituciones y de sus normas aceptadas.

Como cuentan en su libro How Democracies Die los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, los golpes violentos contra los gobiernos democráticos son cada vez menos habituales mientras crecen amenazas más sutiles desde dentro. Incluso en los más consolidados, como Estados Unidos.

“Las constituciones en sí mismas no son suficientes para garantizar la democracia. Una constitución muy vieja o muy exitosa, como la de Estados Unidos, no puede funcionar bien sin lo que llamamos normas informales que ayudan a sostener la democracia ”, explica en esta entrevista Levitsky. Su libro cuenta cómo la manera principal en que las democracias han muerto desde el final de la Guerra Fría, en Rusia o Latinoamérica, es a manos de líderes elegidos que después utilizan las instituciones democráticas para debilitar o destruir la democracia.

Por eso, la manera de defender la democracia, también en países como España donde la amenaza no parece tan urgente, es exigir a los políticos que cuiden las formas y los propósitos que representan.“Lo esencial es respetar el espíritu de la ley por encima de la letra de la ley”, como dice Levitsky.

Por eso es clave que Pedro Sánchez dé explicaciones en el Parlamento sobre la gestión del Open Arms. O que Albert Rivera acuda a hablar con el presidente en funciones. O que el Parlamento catalán no esté paralizado durante meses y la Generalitat se someta al escrutinio de todos los partidos. Por eso importa que Pablo Casado dé entrevistas a medios que hagan preguntas duras y no sólo a diarios afines, o que Pablo Iglesias no ataque a los periodistas por cómo visten o qué publican. Por eso es peligroso que la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid bloquee a medios en Twitter o que Vox impida la entrada de periodistas en sus ruedas de prensa o se ría de ellos en lugar de contestar preguntas. Por eso cuenta mantener la cortesía en el Parlamento, en las redes sociales y en los periódicos.

Darle importancia social a las normas democráticas, sobre todo a las que no están escritas, es la salvaguardia esencial contra los nuevos autoritarios del siglo XXI. Preservar, mejorar y añadir normas de convivencia democrática es una responsabilidad común. Y es un buen criterio para castigar o premiar a los políticos a los que les hemos prestado el poder.

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