Casos en los que no importa que la fiscalía no sea imparcial
Vivimos irresponsablemente nuestra ciudadanía. Sabemos, aunque no lo queramos saber, que hay vidas que valen más que otras. Somos conocedores de que hay vidas que importan menos que otras y cuyo deterioro y sufrimiento no cuenta a la hora de cambiar políticas, movilizar las calles, ondear banderas o abrir telediarios y periódicos. Nos eximimos de responsabilidad pensando que si a alguien le va mejor o peor posiblemente tenga que ver con sus propios méritos.
De esta forma se abraza esa idea tan neoliberal que dice que la responsabilidad de cómo nos vaya en la vida es de cada uno y no del Estado y que, por tanto, cruzar esa frágil línea que dice qué vidas cuentan y cuáles son perfectamente prescindibles es responsabilidad nuestra cuando nos vaya bien y culpa de los otros cuando nos va mal. Sin embargo, quienes defendemos el modelo del Estado del bienestar y la lógica de los derechos humanos por encima de las posiciones liberales que dan vía libre al mercado, pensamos que es el Estado –y sus poderes responsables– los que, a través de las políticas públicas, influyen, y mucho, en el devenir de las vidas.
Como bien describen cada uno de los capítulos del libro colectivo “Cuerpos marcados. Vidas que cuentan y políticas públicas” (coordinado por Lucas Platero y Silvia López) no son nuestras virtudes ni nuestras carencias las que nos colocan en una posición de privilegio o desventaja frente al resto, sino las categorías que ocupamos en esas políticas. Nuestra valía personal claro que es importante pero no es tan determinante para que seamos alguien o dejemos de serlo.
Sin embargo, sí lo es el señalamiento social que reciben nuestros cuerpos y nuestras vidas en función de nuestro género, la tez de nuestra piel, nuestra etnia, nuestra orientación sexual, dónde nacemos, si tenemos papeles, nuestra identidad de género, clase social, estado de salud a todos los niveles, edad... Son esas categorías, esos ejes, los que hacen que las políticas públicas tengan presentes nuestros derechos, sencillamente los ignoren o directamente los vulneren. No debería ser así, pero así es cuando no se adopta la perspectiva adecuada, la de la lógica de los derechos humanos.
La derecha española anda alarmada. Ahora por la posible imparcialidad de la Fiscalía General del Estado tras el nombramiento de la exministra Dolores Delgado como responsable de dicha institución. Su preocupación es comprensible y me trae a la mente el libro de Platero y López y esta reflexión sobre cómo hay realidades –vidas y cuerpos– que importan política y mediáticamente (ocupando una cantidad excesiva de tiempo y espacio que nos van a intoxicar) y otras que no.
Por supuesto que no está bien que la Fiscalía no sea imparcial. Esa es una de las críticas que, desde hace muchos años, se vienen haciendo al papel que el fiscal desempeña en algunos asuntos que afectan a los menores de edad y a cómo entra en contradicción su función de garante del interés del menor con los intereses de la administración pública que tutela o guardar a las chicas y chicos menores de 18 años.
De entre las situaciones de ambigüedad y falta de imparcialidad de la figura de la Fiscalía en asuntos que afectan a la infancia y adolescencia hay uno que se ignora por la multiplicidad de categorías que reúnen las niñas, niños y adolescentes. Además de la categoría edad, son extranjeros, racializados y entran solos en nuestro país. Esta intersección parece justificar que la fiscalía, en este caso, sí pueda erigirse en juez y parte con total connivencia social y sin cumplir con su función de garante del interés del menor para impedir que se atente contra su dignidad e integridad cuando son obligados a someterse a dudosas pruebas de determinación de la edad.
La Fundación Raíces lleva años denunciando que los procedimientos de determinación de la edad vulneran varios derechos por el papel de 'juez y parte' que realiza la figura del Fiscal. Entre otros se vulnera el derecho a ser escuchado, el derecho a la tutela judicial efectiva y el derecho a tener un procedimiento con las debidas garantías. La falta de control jurisdiccional ofrece una competencia omnipotente a la Fiscalía de Extranjería, que decide si una persona es menor de 18 años o mayor en base a pruebas médicas que deberían estar expresamente prohibidas.
No solo porque el Tribunal Supremo las reconoce como inexactas (como el caso de las pruebas radiológicas) sino también, y esto es muy grave, porque las pruebas suponen un trato cruel, inhumano y degradante (de conformidad a todos los estándares de derechos humanos) cuando consisten en desnudos integrales a chicas y chicos a través de los cuales se explora manualmente sus genitales ante la inacción de las fiscalías de menores, que se supone que deben velar por su interés superior. Denigrante es poco.
El fiscal de Extranjería resuelve el caso sin que el menor tenga asistencia letrada ni pueda acceder a su expediente y sin que el decreto de edad que dictamine pueda ser recurrible. Una total indefensión ante las posibles equivocaciones, arbitrariedades e injusticias que pueda cometer la fiscalía que en los procesos de determinación de la edad actúa como juez y parte.
Si todas las vidas valiesen igual no haría falta que fuesen las ONG las que acudan al Comité de Derechos del Niño o al Consejo de Derechos Humanos de la ONU a denunciar el trato que recibe la infancia migrante en nuestro país y pedir al Estado que cumpla con la separación de poderes que ahora tanto reclaman desde la derecha descentrada cuando pueden sacar tajada. O ¿acaso la reclamación del PP tiene más valor que lo que demandan prestigiosas ONG?
Claro que todas las vidas son dignas de protección. Por eso es momento de aprovechar todo este ruido político para que se vuelva a escuchar que llevamos muchos años de retraso y que día tras día hay niñas, niños, adolescentes y jóvenes, en todas las ciudades españolas, que son humillados y maltratados en los procedimientos de determinación de la edad por el desacertado papel que juega la Fiscalía. Y es que como dice Judith Butler, “cualquier libertad por la que luchamos debe ser una libertad basada en la igualdad”, o ¿acaso hay vidas que no merecen ser luchadas y demandas que no deben ser escuchadas?
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