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Una celebración incómoda

EFE/ Marta Pérez
13 de septiembre de 2021 23:00 h

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La tradición histórica es bien conocida. Cada 11 de septiembre se recuerdan derrotas, se renuevas convicciones e identidades, se hace balance, se celebran esperanzas más o menos compartidas, se proyectan deseos. Y desde hace años se hace además con esa mezcla, imposible de imaginar por cualquier historiador, en la que se entrecruzan 1714, con Chile o los Estados Unidos. En mis propias vivencias sobre la Diada, recuerdo tímidas pero significativas intentonas en pleno franquismo, potentes expresiones de antifranquismo unitario en los estertores del régimen, la gran Diada unitaria de 1977, y luego, una creciente institucionalización de la celebración, hasta llegar a las enfervorizadas y cada vez más polarizadas ediciones de los últimos años.

Una Diada sin una agenda común que no logre ir más allá de los espacios de cada familia o formación política, pierde buena parte de su interés. Una agenda común que exprese, más allá de la renovación de sentidos de pertenencia, tareas o retos comunes a los que enfrentarse de manera conjunta más allá de lo que cada uno piense en otros muchos temas. Y, en esta última celebración, la división y fragmentación es lo que ha acabado prevaleciendo por encima de cualquier otra consideración. No hay espacios compartidos en ninguna de las distintas hipótesis de solución o de avance con relación a un conflicto político que nadie puede negar que existe desde hace siglos y que sigue sin resolverse. 

Nada une a los llamados “constitucionalistas” más allá del parapetarse en un texto que ha servido hasta ahora para negar, pero que podría también servir para reconocer. Pocas señales se dan en este sentido por parte de quiénes podrían hacerlo. Por otro lado, la familia independentista está cada vez más fragmentada. No hay quién sepa por donde ir, una vez acabado un itinerario temerario en el que se sobrestimaron las fuerzas y las capacidades propias, tanto como se subestimaron las fuerzas o capacidades de quiénes se oponían a cualquier avance. Se insiste ahora en buscar culpables, denunciar hipotéticas traiciones, dirimir responsabilidades de esto o aquello, emitir credenciales de pureza “procesista” y seguir dando codazos para ver como queda situado cada uno en un futuro cada vez más incierto. Aquellos que tratan de buscar espacios de conexión en los que encontrar, sí no soluciones definitivas sí, al menos, nuevas posiciones de equilibrio, reciben descalificaciones y menosprecios de un lado y de otro. Se es culpable para unos por seguir pensando que no hay solución sin reconocimiento de plurinacionalidad y sin un nuevo pacto que de alguna manera reconstituya los espacios de convivencia, y se es asimismo culpable por pusilánime para otros cuando se argumenta que el actual contexto europeo y global no facilitará soluciones que no sean ampliamente consensuadas.

Mientras tanto, cada día las sociedades y gobiernos de cualquier parte del mundo tienen que enfrentarse a incertidumbres, urgencias y emergencias de un alcance y de una entidad desconocidas. No resulta fácil tratar de lidiar con temas que no permiten dilaciones o aplazamientos de ningún tipo, mientras tratas de negociar si el Estado o la Unión Europea te permiten cambiar de estatus. La hipótesis es que lo harías en mejores condiciones si fueras un estado, pero mientras tanto alguna cosa hay que hacer desde posiciones de gobierno ante la que está cayendo. Resulta insensato acusar de meros gestores a quiénes tratan de buscar salidas dignas a problemas que no permiten dilación. Los gobiernos, sea cual sea su esfera territorial y sus capacidades competenciales, acaban siempre ocupándose de incumbencias y problemas que van más allá de su estatus. La sensación de miedo e incertidumbre va creciendo y se espera que los gobiernos sean capaces de mantener la capacidad de protección que justifica su existencia.

Durante todos estos años de “proceso” en Catalunya se han dedicado muchos más esfuerzos a tratar de resolver los conflictos históricos de relación con el Estado y, de paso, con la Unión Europea que a afrontar o encaminar mejor las graves carencias de organización interna y de resolución de problemas que la propia Generalitat tenía y sigue teniendo planteados. No se trata de minusvalorar un conflicto como él de la falta de reconocimiento de identidades y de pluralismo nacional que en España tantos conflictos han generado y sigue generando.  Pero, si uno compara la Catalunya actual y la de hace diez años, y la contrapone al resto de las autonomías, parece obvio que tratando de resolver la “mayor”, el deterioro de muchos de los temas “menores” ha sido y es notoria. 

Existe ahora la posibilidad de acumular fuerzas, de reforzar alianzas con otras fuerzas políticas y comunidades que comparten con Catalunya la misma sensación de falta de reconocimiento y que denuncian procesos de centralización que siguen imparables. La cuestión catalana tiene su propio perfil y una significación específica, pero lo cierto es que, al mismo tiempo, comparte problemas de falta de reconocimiento nacional y de estructuración territorial que afectan a más comunidades. La posibilidad de combinar esfuerzos existe y puede tener conexiones significativas con los dilemas políticos más generales que enfrentan a derecha e izquierda en el escenario español y europeo. 

Después de la fase más aguda de la pandemia y después de los indultos, esta Diada la tenemos que situar en ese punto incómodo, confuso e incierto de transición hacia un horizonte más bien tormentoso, pero en el que deberíamos encontrar puntos de acomodo. La mesa de negociación y de dialogo que se pone en marcha esta semana tendrá que ser capaz de combinar expectativas de entendimiento en clave simbólica y de reconocimiento político, con señales que faciliten la labor de la comisión bilateral que ha de resolver aspectos concretos y problemas reales que han ido quedando aparcados y se han ido deteriorando. Ambos lados de la mesa tienen necesidad de ello. 

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