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Qué, ¿centralizamos?

Jorge Galindo / Jorge Galindo

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Los intentos de “racionalizar la Administración Pública española”, repensando sus distintos niveles de actuación, nos acompañan desde que decidimos la forma de nuestro Estado allá por los años setenta: estamos intentando 'racionalizarla' desde el mismo día en que la creamos, prácticamente. Con la crisis actual, parece que el Gobierno del PP no quiere quedarse atrás, al menos en lo que se refiere a los niveles municipal y provincial. ¿Pero es necesario, o tan solo conveniente, plantearse la unificación de municipios y cuestionar la validez de la provincia?

Las cuestiones relacionadas con unir municipios, eliminar las diputaciones o devolver competencias desde las autonomías a Madrid se resumen en el siguiente dilema: si nuestro objetivo es maximizar la calidad y eficiencia en la provisión de bienes y servicios públicos, ¿es mejor centralizar o descentralizar? more

Eliminar niveles administrativos centralizando tiene la clara ventaja de que, como en cualquier otro bien o servicio, al 'producir' sanidad, educación o recogida de basuras existen unos costes fijos, y otros que varían según el número de 'usuarios', en este caso ciudadanos: a más ciudadanos podamos servir con los mismos costes fijos, menor será el coste per capita. Además, si unificamos criterios administrativos se reducen los costes de adaptación para aquellas entidades (personas físicas o jurídicas) que actúan bajo más de una jurisdicción.

Pero como todo en este mundo tiene un lado malo, cuanto más incrementamos la escala de producción de un bien, más probable es que aparezcan costes de congestión: son muy comunes cuando, sencillamente, estamos intentando dar servicio a demasiada gente con un mismo medio; las listas de espera en sanidad son un ejemplo bastante gráfico.

Por otro lado, pueden aparecer costes asociados a la dispersión de los ciudadanos que se benefician de la política; así, tiene poco sentido mantener un solo punto de recogida y tratamiento de residuos para una serie de núcleos poblacionales que están demasiado lejos el uno del otro, y en tal caso será más lógico tener más de un punto de menor tamaño.

Aún más: al incrementar la escala de la Administración se hace cada vez más difícil, hasta llegar a ser imposible, poner de acuerdo a todo el mundo en qué política desarrollar. Cada individuo tiene una serie de necesidades que se traducen en preferencias, que vienen a su vez determinadas por su posición en la escala socioeconómica, estructura demográfica, contexto cultural, lugar de nacimiento... o, simplemente, por sus gustos personales.

La democracia es un sistema que deber servir para encontrar un punto medio entre todas estas preferencias y transformarlo en un resultado, en una política concreta. A más individuos intentamos agregar y a más heterogéneos son (de distinta procedencia, contexto, etcétera), más difícil es encontrar este punto medio.

Por supuesto, lo que son desventajas en la centralización se convierten en ventajas para la descentralización, y viceversa. Dependiendo de qué tipo de política estemos hablando, los beneficios y costes por aumentar o disminuir la escala serán mayores o menores: no es lo mismo las economías de escala en las carreteras que en la construcción y mantenimiento de un sistema de guarderías, o en la recogida de basuras. Y el lado político es que hay un punto en el cual no podemos seguir agregando preferencias de individuos simplemente porque son demasiado distintas como para intentar que haya un acuerdo razonable en qué tipo de política desarrollar.

Una vez establecido este marco de razonamiento, ¿qué hacemos con municipios y diputaciones? ¿Es necesario unificar localidades o basta con establecer mecanismos de cooperación?

El problema de la “cooperación” o las mancomunidades es que normalmente son sistemas que dependen de la voluntad de las partes en cada momento, y ante cada dilema: no son vinculantes. En realidad, establecer una única alcaldía para varias localidades es una forma máxima de cooperación, ni más ni menos, en la que todas las partes se comprometen de manera irrevocable a trabajar hombro con hombro. La cooperación voluntarista tiende a fallar porque hace que la mínima diferencia en las preferencias de los propios mandatarios (¡ni siquiera de los ciudadanos!) sea un obstáculo para llegar a acuerdos.

De hecho, tal y como existe hoy, la provincia no es sino un sistema de cooperación y soporte a aquellos bienes públicos que el municipio no puede ofrecer por sí mismo precisamente porque es demasiado pequeño. La pregunta es si el coste de mantener un nivel como el provincial es mayor o menor que mover las competencias a municipios unificados hacia abajo y dejar aquellas referidas a refinanciación hacia arriba (Comunidades Autónomas).

Intuitivamente, la respuesta es que el coste, a largo plazo es mayor. Por tanto, eliminar el nivel provincial no parece una mala idea.

Además, tendrá sentido unir municipios cuando no estén demasiado lejos los unos de los otros y hasta el punto en que la población resultante suponga la aparición sustancial de economías de escala, o dicho de otra forma: que lo note el bolsillo del contribuyente (para bien).

En cuanto a los límites a esta unificación, parece lógico asumir que en el tipo de bienes que los municipios ofrecen las preferencias no varían de media de un municipio a otro dentro de una misma zona geográfica, por lo que los determinantes finales de dónde “parar” de integrar municipios estará marcado por los costes de dispersión, y en menor medida por los de congestión.

Después de trastear con el 'juguete' municipal, una idea salta rápido a la cabeza de la mente aviesa de soluciones políticas: ¿podemos aplicar este mismo razonamiento al embotellamiento en el que parece que se encuentra nuestro Estado de las Autonomías? O, aún más: ¿podemos utilizarlo para solucionar el gran problema de la construcción de Europa? ¿No estamos hablando al fin y al cabo de agregar o desagregar niveles de administración?

La respuesta es sí... pero no. Porque, aparte de que el salto teórico es considerable, cuando introducimos fronteras linguísticas, culturales, económicas, nacionales en definitiva, los individuos, sus necesidades y sus preferencias se vuelven más y más distintos. La pregunta que deberíamos hacernos, pues, es: ¿son las preferencias de los ciudadanos europeos lo suficientemente homogéneas para unirnos en un proyecto federal común? Ahí radica el éxito o el fracaso del proyecto europeo.

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