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Comunismo o libertad, ese enorme cebo

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, junto a su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez.

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“La mañana del 27 de julio de 1943 me dijeron que, según los partes leídos por radio, el fascismo había caído y Mussolini había sido arrestado. Mi madre me mandó a comprar el periódico. Fui al quiosco más cercano y vi que los periódicos estaban, pero los nombres eran diferentes. Además, después de una breve ojeada a los títulos, me di cuenta de que cada periódico decía cosas diferentes (…). Hasta aquel momento yo creía que había un solo partido por cada país, y que en Italia sólo existía el Partido Nacional Fascista. Estaba descubriendo que en mi país podía haber diferentes partidos al mismo tiempo”.

El fragmento pertenece a un pequeño texto sobre el fascismo, magnífico (el texto, no el fascismo), de Umberto Eco. Supongo que una anécdota similar podría relatar alguien que, en 1990, hubiera sido niño en Moscú: bajar al quiosco y encontrarse con que no sólo existe el Pravda. Una clase de descubrimiento inconcebible, por suerte, para cada vez más niños en el mundo. Aunque posible en ciertas latitudes - Pekín, Pyongyang, Rangún, etc.- la tendencia es a la baja. ¿Es España una excepción? ¿Puede ocurrir aquí una suerte de involución hacia el pasado? Eso es lo que algunos claman: el fascismo y el comunismo son inminentes, afirman muy serios. Y solo existe, añaden, una forma de evitarlo: votarme. 

No sé si se han fijado en que la publicidad no habla jamás de los productos que anuncia. De lo que habla es de emociones, no de cosas. Para inocular en nosotros el deseo de comprar un yogurt no te describen el yogurt. Lo que hacen es conectar la imagen del yogurt con la de la felicidad, la salud o la naturaleza. Para venderte un electrodoméstico te describen la cercanía de los operarios que los fabrican, su familiaridad, su llaneza. Con ellos nos podemos identificar, nos despiertan una emoción muy humana: simpatía. Algo que jamás logrará un lavavajillas… que es lo que, sin embargo, nos están vendiendo. Para estimular nuestro deseo de comprar un coche nos hablan de libertad, de aventura, de la noche y las estrellas. El caso más evidente es el de los perfumes. Es virtualmente imposible que la televisión pueda transmitir nada, literalmente nada, sobre cómo huele una colonia, pero los anuncios pueblan los espacios publicitarios. No venden aromas, sino sensaciones: éxito, glamour, belleza, frescura, etc. La publicidad trabaja con emociones, no con productos. Su misión fundamental, su leit motiv, consiste en conectar una mercancía con una emoción.

Una de las emociones fundamentales en política, sin duda la más primaria, es el miedo. Si logras conectar la emoción “miedo” con el adversario, tienes – desde un punto de vista meramente electoral – mucho terreno ganado. Como Maquiavelo sabía muy bien, el miedo moviliza más que cualquier otra pulsión. Y el miedo tiene muchos rostros, parecidos pero a la vez diversos. Está el mero temor, cierto, pero a su lado habitan también inevitablemente el rencor, el odio y el desprecio. Si invocas a uno, los invocas a todos. Y aprendices de brujo no faltan. 

No creo que, en Madrid, la cosa vaya de frenar el comunismo o de rememorar el “no pasarán” antifascista. Seguramente es que me he perdido algún capítulo, pero hasta dónde se me alcanza se trata de una elección autonómica, con unas competencias importantísimas en ciertas cuestiones – sanidad y educación, especialmente – pero considerablemente limitadas por un entramado institucional garantista que incluye, entre otras muchas previsiones, una constitución que blinda ciertos derechos fundamentales, un contrapeso entre los poderes del Estado y una organización de la representación política configurada en al menos cuatro niveles, de los que el autonómico es el tercero en importancia, a mucha distancia de lo que se decida en la Unión Europea y en el Gobierno de España. No me cuento entre los entusiastas recalcitrantes de tal regulación y - al contrario que muchos, que parecen pensar que en 1978 descubrimos algún tipo de extraordinaria e insuperable pólvora democrática – soy muy crítico con ella y con los dos grandes partidos empeñados en que no se modifique bajo ningún concepto. Pero eso es una cosa y otra muy distinta no ver que, bajo tal estado de cosas, amenazar al personal con que, si ganan unos, la mañana siguiente los niños solo verán un periódico junto a sus cómics favoritos, es algo rayano en el delirio político. 

No estamos, ni de lejos, en esa fase, como demuestra el hecho, creo que inobjetable, de que tanto a uno u como a otro lado las amenazas ya se han consumado - unos gobiernan en Andalucía con “el fascismo”; los otros en Moncloa con “los comunistas” - sin que el sistema haya colapsado ni nadie haya tenido que echarse al monte. Conozco y respeto profundamente la objeción que considera que es injusto equiparar los unos con los otros, puesto que en España el partido comunista se dejó la piel en la lucha por la democracia, pero se trata de una impugnación tan intachable en la mera teoría como del todo vacía a efectos prácticos: cuando Ayuso dice “comunismo” todos aquellos a los que habla entienden perfectamente lo que quiere decir, y lo que quiere decir es Stalin, Castro, Pol Pot, etc. Carrillo ni está ni se le espera… ¡pero si era un anciano encantador y constitucionalista intachable! ¿Comunista, dice usted? ¡Qué grosero!

Sorprende, por lo demás, que cierta izquierda no vea, como con letras de neón, hasta qué punto ese encuadre le perjudica. No a ella, sino a la gente a la que se supone que ha de representar y defender. Lo primero que hizo Ayuso, encantada de la vida tras convocar unas elecciones completamente superfluas e injustificables, fue ponerse la camiseta de “comunismo o libertad”. Y no se la quitará, denlo por hecho, hasta el día de las urnas. Lo primero que ha hecho Vox ha sido plantarse en Vallecas. Y lo seguirá haciendo, grábenselo a fuego, en todo el cinturón rojo. Tanto el PP como Vox ya atesoran, ellos solitos, motivos suficientes para que un elector racional no les vote – siempre que no sea millonario - bajo ningún concepto. Reprocharles algún tipo de congénita tara moral es la manera más eficaz de obviarlos todos y transformar de golpe las elecciones en una suerte de batalla metafísica en la que, en efecto, tan malo es Pol Pot como Franco y, por tanto, todos son iguales. Si de verdad quiere ofrecer a la gente a la que está llamada a representar una alternativa, la izquierda – lejos de bailarle el agua a esa composición de lugar y a lo que representa – debería recordar lo que la gente forjó el 15M: unión, no enfrentamiento; propuestas concretas, no ideologías políticas; personas, no afiliados… y sobre todo ilusión, jamás miedo. 

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