“¡Esto es un control!”
Estación de Atocha, una mañana de domingo. Quedan pocos minutos para que salga el tren con destino a Barcelona. Han colocado más cintas para delimitar el espacio en el que hay que esperar para entregar los billetes y pasar el control de equipajes.
No hay nadie esperando, así que una mujer de mediana edad opta por evitarse todo el recorrido zigzagueante y vacío: se agacha un poco, pasa por debajo de una cinta separadora, se acerca a una mujer con uniforme civil y le entrega su billete. Esta se levanta, esboza una sonrisa maligna, se acerca a la cinta, la abre y grita: “Vete al inicio de las cintas y haz el recorrido, no puedes colarte por debajo”.
Durante un segundo la mujer se queda sorprendida. Mira el pasillo y comprueba que no hay nadie. Sin rechistar sale, camina hasta el fondo y vuelve a entrar desde atrás. Recorre sola, sintiéndose seguramente ridícula, el zig-zag levantado con las cintas delimitadoras. Por más que le busca un sentido, es probable que solo pueda sentir cierta humillación. Mira el reloj. Puede perder el tren y aún le quedan unos metros para alcanzar de nuevo a la mujer uniformada.
Cuando llega a ella, mientras le entrega el billete, se explica: “Perdone, no pasé por debajo para colarme, porque sabía que no había nadie, lo hice para atajar porque puedo perder el tren”. La única respuesta que halla son gritos: “Esto es un control, esto es un control!!!. ¿Te atreverías a burlar un control en unos juzgados o en una comisaría? Pues aquí tampoco se burlan”, sentencia la uniformada.
La viajera coge su billete, lo aprieta contra su pecho y se aleja a zancadas, acongojada, mientras oye “y muévete, que obstaculizas el paso!”. Vuelve a mirar hacia atrás en busca de una lógica que explique por qué es tan imprescindible pasar por el pasillo flanqueado de cintas delimitadoras aunque no haya absolutamente nadie. La única finalidad clara de esos pasillos es facilitar una cola ordenada en caso de multitud. Pero en este caso, sin gente, ¿qué orden pueden imponer esas cintas si no hay cola alguna, ni un alma zigzagueante más que la suya?
Ya caminando hacia el tren le llueven repentinamente, en forma de apisonadora, todos los controles inútiles y cotidianos de su vida: el robo de parte de la creatividad que tenía como niña, las normas coercitivas de su adolescencia, el porrazo que se llevó en una manifestación solo porque sí, el desalojo de una asamblea con gente de su barrio, el pago de una cuota mensual como autónoma similar a la que abona alguien que cobra tres veces más,...
Se le hace un nudo la garganta y tiene la sensación de que caen cilindros metálicos de enorme tamaño en forma de más controles coercitivos: el control político que solventa la deuda de los bancos con nuestro dinero mientras recorta la educación de nuestros hijos, el control que nos impone multas de 30.000 euros si protestamos contra un desahucio, el control que niega a la gente una vivienda digna, el control que nos quita derechos para tenernos con más miedo, más acorralados.
Se desabrocha el abrigo sintiendo que no tiene aire, mientras siguen apelotonándose los controles, en torno a su garganta. Recuerda aquél trabajo en el que le robaron su identidad, su palabra, casi hasta su propio nombre, porque en la sociedad del control hay quienes creen ser absolutamente propietarios de su personal contratado, reduciendo a los trabajadores a meros objetos no pensantes a las órdenes de su dueño.
Piensa en la uniformada de antes, la del billete: puede que no tenga su empleo asegurado, que gane poco, y seguro que soporta a su vez controles y apisonadoras arbitrarias con los que otros satisfarán su ansia de quedar por encima de alguien, en esta oscura y kafkiana línea jerárquica que nos determina y asfixia.
La misma sinrazón que opera en el control de seguridad por el que ha pasado es la que obliga a algunas personas a no tener luz ni calefacción. La misma “lógica” del pasillo zigzagueante vacío es la que establece que hay que pagar las deudas de los bancos con el dinero de todos mientras se sigue echando a gente de sus casas. Es la “lógica” del “porque yo lo digo”.
Las cintas, los controles de seguridad absurdos, las prohibiciones sin sentido, operan como grandes metáforas de nuestra actualidad. Sirven para inocular miedo, sometimiento, control. Son evitables, innecesarios, arbitrarios, como el modelo productivo actual, que actúa al servicio de la voracidad de unos pocos. Tener nuestros derechos garantizados no arruinaría a la banca, ni a las eléctricas, pero quizá les arrebataría un pequeño pellizco de esa imparable cifra de millones que manejan y que crece cada día. Inaceptable. Por eso hay controles cuya única finalidad es dejar claro que unos tienen el poder y otros la obligación de la sumisión por encima del derecho a una vida digna.
La mujer del tren llega a Barcelona con cuatro palabras clavadas en los oídos: “Esto es un control”. Una afirmación que define nuestro mundo actual y que necesita de una reformulación urgente.