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Un cuentito (peludo) de verano

Cabellera

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Nos pasamos la vida buscando a la misma persona en distintos cuerpos. Y a la vez, buscamos el mismo cuerpo en personas distintas. Lo primero tiene algo de sentido, pero lo segundo me obsesiona. El otro día conocí a la ex de un tío y me quedé perpleja al darme cuenta de que era casi idéntica a su esposa actual. Cuando decimos “mi tipo de mujer” o “mi tipo de hombre” no bromeamos. Lo que se dice menos es cómo se han moldeado esos gustos, qué determina lo que nos seduce y nos seducirá a partir de ese momento. ¿No será que lo que amamos no es más que la sombra que alguna vez proyectamos sobre ella, es decir nuestro propio trazo del amor, nuestro reflejo en el agua, sobre el vacío?

Muchos años después de que nos dejáramos, viendo las fotos en Facebook de mi primer novio me di cuenta de algo extrañísimo. Por lo menos dos de las parejas que había tenido a continuación se parecían a mi yo de 15 años: eran mujeres jóvenes, delgadas, marrones, metro sesenta y de largos pelos lisos peinados de lado. Recordé que ese novio mío tenía obsesión con mi largo y brillante pelo negro. Era lo que más le gustaba de mí. Le gustaba peinarlo y hablar de lo bonito que era. 

Si el pelo fuera una ideología política, yo sería ultraconservadora. Llevo toda una vida con el mismo negro natural, y casi el mismo invariable peinado, liso, largo y con una raya al costado. Una cabellera que no está sujeta a modas ni a temporadas ni a cambios de humor ni a divorcios, una cabellera eterna.

Yo no tengo peluquero. Ni malo ni bueno ni barato ni caro ni clásico ni moderno. Para algunas cabezas el estilista es mejor que un terapeuta; para otras es poco menos que un gurú, pero yo sólo he experimentado la melancolía al ver mis mechas por los suelos. No soy del tipo de mujer que se tiñe, que se peina, que se corta, que usa pelucas, que se rapa, que se infringe cambios radicales. Soy apenas del tipo de mujer que alguna vez estuvo obsesionada con su cerquillo. Solía emparejarlo con una tijerita e impregnarlo con Suave Gel cada mañana antes de ir al colegio. Los mechones tiesos como púas sobre mi frente rendían tributo a la corona de Santa Rosa de Lima.

Con mi cabellera me pasó lo que me pasa con muchas partes de mi cuerpo y de mi personalidad: no me gustó durante un tiempo. Pensaba que era literalmente un pelo en la sopa, sobre todo en la época en que mi mamá me hacía ese maldito corte de Richard Clayderman. Odiaba mi pelo porque no era dócil ni fino, más bien caía como una especie de capa de vampiro sobre mi espalda. Lo odiaba porque mi cola de caballo era gruesa y se escapaban los pelillos de mis trenzas. Lo odiaba por su vastedad. Mi problema era tener mucho pelo. No sabía que, con los años, eso iba a ser una suerte de lujo. 

Hay gente que esconde cosas detrás de su pelo, por lo general su cara o sus intenciones. En mi adolescencia asumí la postura del emo, la de la extraña del pelo largo que sólo se corta las puntitas, la de la niña de Los increíbles, la del medio rostro, esa que puede hacerse invisible. Si no, miren mi foto de perfil de este periódico. Por esos días emos tuve mi primer novio. Además de a los polvos blancos, también era adicto al Suave Gel, pero él se lo ponía en todo el pelo y así nos pavoneábamos, yo con mi cerquillo y él tieso con su corte engominado. Nunca nadie amó más mi cabellera que él. Fue el Chico Suave Gel el primero que me puso los pelos detrás de las orejas. Y ya nunca más me lo corté, para que de ahí en adelante los príncipes pudieran trepar hasta mi torre y salvarme de mi otro yo, o sea de la bruja que se miraba al espejo con una única pregunta y al que el espejo le contestaba siempre Blancanieves. Un día el espejo por fin dijo mi nombre.

Con los años, mientras otras cabelleras se llenaban de canas, perdían volumen o el tinte había acabado de estropearlas, mi melena continuó siendo igual. Empecé a escuchar que tenía un pelo hermoso, crin de caballo, negro, brillante y comencé a ser la chica Pantene del barrio. Mi pelo comenzó a sufrir acoso y a ser tocado sin mi permiso. Pedí respeto para él. Este conservadurismo capilar dio sus frutos y por fin mi normalidad se convirtió en tendencia. ¿Para qué cambiarlo? ¿Cómo iba a dejar que entrara en mi vida un peluquero?

Igual no me casé con el Suave gel sino con otro, el único que me puso los pelos de punta y porque citó a E.E. Cummings: «Tu cabello es un reino cuyo rey es la oscuridad». Para la boda fui engañada a la peluquería y me casé con rulos, razón por la cual ya no existen fotos de mi boda, porque las he quemado todas. Volví rápidamente a ser quién soy: una mujer feliz sin peluquero. 

Hasta que vi las fotos del Chico Suave Gel. No es muy difícil deducir a qué se dedica ahora: se miraba al espejo con unas tijeras en cada mano como Edward y  rodeado de productos para el pelo. La información de su perfil no deja lugar a dudas: «Alisado con Keratina. Nuevo sistema para las que quieren tener el cabello lacio y sano. Cien por ciento cosmético, elimina el estado pajoso y los pelitos rebeldes en cualquier clima». Hoy es peluquero, pero no cualquier peluquero, uno especializado en alisados. Tiene tanto éxito que ya abrió varios salones en la populosa Lima, donde hace alisados brasileños, japoneses y americanos, que no sé en qué se diferencian, en cabezas negras como la mía, para los cuales utiliza productos químicos fuertísimos como keratina, gel, botox. Así, de tanto peinarlas y peinarlas, deja a sus clientas sin un solo pelillo rebelde. 

Tras dejar las drogas, el Chico Suave Gel, herido de amor ante mi abandono, se había pasado el resto de su vida buscando mi pelo como se busca el Dorado perdido, tanto así que había decidido repoblar el mundo de mujeres de pelo liso, que no quedara ni una sola rulosa, que desapareciera todo rastro de rizos sobre la faz de la tierra gracias a su fábrica de alisados. Por fin comprendí que, pese a mi pelo inamovible, en mi vida también hubo un peluquero. Y yo que pensaba que había sido amor.

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