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Cuento para una Semana Santa con pandemia

Una barandilla en una residencia de mayores.

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Dicen que era un pueblo hermoso, aunque existen diferentes versiones. La empresa que lo regía iba obteniendo sus beneficios durante muchos años y los ciudadanos estaban acostumbrados a su régimen de vida. Muchos hubieran querido otra organización, pero era lo que había. Hasta que un día una terrible plaga les invadió. Un virus invisible se coló por el aire y fue contagiando a la vecindad. Un viernes de dolor lluvioso seguido de un sábado de gloria –lluvioso también– es un buen día para recordar los cuentos que hablan de tragedias sobrevenidas y de la forma de afrontarlas.

Se trataba de un virus muy puñetero, podía viajar en los individuos varios días sin dar síntomas e infectando a personas alrededor. Pilló al hermoso pueblo con los medios sanitarios muy mermados. La empresa dirigente no era partidaria de gastar mucho presupuesto en los ciudadanos, aunque fueran quienes pagaran con sus impuestos el sostenimiento del municipio. Y empezaron a saturarse los hospitales y a extenuarse los profesionales de la salud y a fallecer un gran número de habitantes. Hasta que las abrumadoras cifras de la muerte anestesiaron las conciencias de quienes vivían pegados a las pantallas surtidoras de instrucciones.

Cuando llegó la epidemia estaba al mando Isidra de los Castizos. Como gerente. Aunque hubo quien dijo que en realidad era secretaria de dirección de 35 empresas y del Consejo de Administración y Comités asesores de sotanas, togas, coronas y micrófonos. Llegó al cargo tras haberse hecho muy popular con sus ocurrencias que daban juego a los medios del espectáculo. Como cuando aseguró que el virus, que procedía de China, llevaba años entre nosotros metido en las cintas de goma para el pelo que vendían en los comercios regentados por originarios de ese país.

En todos los cuentos y novelas, en la vida real sobre todo, siempre hay un enemigo del pueblo que alerta de la verdad. O varios. Cuando son pocos se convierten en dianas a abatir, de ser muchos barrerían la barbarie pero eso no suele pasar. Y menos cuando cerca la enfermedad extraña, la frivolidad y el miedo. Pero alguna vez sí ocurre, se dice que pasó antiguamente en otro hermoso pueblo cercano: Fuenteovejuna. Y sí, en el ancho mundo hubo muchos que, hace ya casi un siglo, se alzaron contra el fascismo y la tiranía y los derrotaron. En el nuestro del que les hablo, aunque se luchó no fue suficiente para derribarlo. De hecho, parece ser causa fundamental de los problemas actuales que, lejos de extinguir ese mal, se le nutre.

Ahora todo es más complicado cuando debería ser más fácil. Por las ventanas de la gerencia se atreven a llamar “jarabe democrático” al acoso de neonazis a uno de los enemigos de sus privilegios. Porque casi al mismo tiempo venderán sangre y sexo y sudor y orín y humo y gerencia precisamente. Pero esto apenas se sabe más que por los gritos en Twitter. Porque funciona, siquiera un tiempo. Al otro lado del gran océano ha estado cuatro años al mando otro gerente –de sí mismo también– muy similar a Isidra De los Castizos. Todavía lloran y lo mantienen sus seguidores aunque la mayoría lo echó. El germen queda. Y ahora se consolidan los tiempos de no distinguir la realidad entre tanta mentira. Especialmente entre las cabezas más proclives.

Inmersos en la epidemia,  De los Castizos contrató, en lugar de a médicos, enfermeros, celadores, limpiadores, material de quirófanos, respiradores y todo cuanto es imprescindible para una emergencia sanitaria, ladrillos. Sí, ladrillos. Es un material muy querido por su empresa, que en un curioso proceso bioquímico deriva en burbuja. Y dinero para unos y pobreza y desahucios para otros.

Y se convirtió en patrona de comercios, bares y restaurantes. Subvenciones no les dio, pero apoyo emocional y para que se lanzasen a abrir y no cerrar, todo. Su consejero de Sanidad, el que se ocupa de la sanidad por si hay que aclararlo, médico además, aseguró que no había datos que confirmaran los contagios en bares y restaurantes. Ocurría en los domicilios, dijo, que al parecer era donde miraban. Y después de venir del trabajo, de los transportes públicos o los bares. Cuando –extenuado o precavido– el personal local faltó clientela, llamó a foráneos, que llenaron zonas de ocio del hermoso pueblo de ebrios sin mascarillas. Y ni aun así la vecindad se incomodó lo suficiente.

Isidra de los Castizos subía a los altares de la prensa y los enemigos del pueblo sufrían persecución de bulos y maledicencia. Algunos, los más incombustibles. Envidias, celos y ganas de dejar todo como estaba, alumbraron grandes soledades.

Desde el rincón de llorar, de pensar, del “de perdidos al río”, alguien advirtió que el hermoso pueblo se parecía mucho al Hamelin alemán de los cuentos de verdad. Y que no había que buscar en Ibsen o en Camus o Saramago, sino en los Hermanos Grimm más acordes con el estado de madurez actual de los ciudadanos abducidos. El hermoso pueblo se había llenado de ratas y casi nadie se daba cuenta. Ratas en la empresa gestora y en algunas de las competidoras. En los Consejos de Administración y Comités asesores. Ratas en las tertulias. Y en las portadas de aquellos periódicos subvencionados que casi ya ni se vendían. Y en los micrófonos. Ratas en la falsa equidistancia. Y en decisiones judiciales. Y en los firmantes de informes falsos. Y en las bajas cumbres intocables. Y en la tibieza. Y en los surtidores de mentiras.

Y se diría que el flautista de los Grimm ya había venido. Y como la empresa gestora no le había pagado –puede que ni siquiera compró lo necesario–, se había llevado a miles de ancianos al río de la muerte, y sin duda al del sufrimiento. Y no pasaba nada. El departamento comercial de la empresa lanza tinta de calamar exculpatoria y la justicia, la fiscalía, sigue mirando hacia otro lado. La gerente lucía con más propiedad que nunca en loor de multitudes. Y como seguía sin pasar nada, el flautista continuó su tarea llevándose poco a poco a los dependientes, a los vulnerables, a los pobres que tienen poco jugo del que aprovecharse.

Un viernes de dolor seguido de un sábado de gloria es un buen día para recordar los cuentos que hablan de tragedias sobrevenidas y de la forma de afrontarlas. Es un día bueno para recordar cualquier cuento. Cualquier día lo es si le escucha.

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