Una cuestión existencial, por ahora
Ucrania parecía ser una cuestión existencial para la Unión Europea. En teoría, sigue siéndolo. Han pasado casi dos años desde que, en febrero de 2022, el ejército ruso inició la invasión. Y no puede decirse que Ucrania esté ganando, como pudo interpretarse en una primera fase. Por supuesto, tampoco Rusia está cerca de una victoria. Pero cuanto más se prolonga la sangría, menos carne humana puede enviar Kiev al frente. Y menos cuestión existencial se percibe en Bruselas.
Para la OTAN, es decir, para Estados Unidos, el conflicto, el mayor ocurrido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, ofreció la ventaja de debilitar a un enemigo estratégico mediante un tercer país. Los republicanos, sin embargo, muestran un entusiasmo decreciente hacia Ucrania. Ya utilizan el asunto como moneda de negociación en cuestiones internas: si Joe Biden quiere seguir enviando dinero y armas, dice la derecha, tiene que adoptar posiciones mucho más duras contra la inmigración.
En el caso de que los republicanos recuperen la Casa Blanca (Donald Trump, favorable a Vladimir Putin, sigue siendo, pese a todos sus presuntos delitos, el candidato mejor situado), la alianza entre Washington y Kiev podrá darse por liquidada.
¿Y la Unión Europea? ¿Permanece, por utilizar un cliché adecuado, al pie del cañón? La Unión Europea es peculiar. Insiste en mostrarse al mundo como el último refugio de los valores morales más altos, aunque la realidad sea otra. En Bruselas repugna la idea de utilizar la violencia contra los inmigrantes; en cambio, no repugna en absoluto pagar a terceros países (sean Libia, Turquía, Ruanda o cualquier otro) para que sean ellos quienes frenen por cualquier medio las oleadas migratorias. Cuestión de apariencias.
También hay mucho de apariencia en la política comunitaria respecto a Ucrania. Hay envíos de armas (con moderación) a las fuerzas ucranianas. Y permanecen en vigor severas sanciones económicas y comerciales contra Rusia. Lo cual resulta compatible con el hecho, y no es más que un ejemplo, de que España nunca haya comprado tanto gas ruso como este año.
En una guerra de desgaste, como la de Ucrania, Rusia goza de ventajas. La demográfica, para empezar: 144 millones de habitantes contra 43,5 (a los que hay que restar siete millones de fugitivos distribuidos por Europa). Rusia puede movilizar más tropas durante más tiempo. Otra ventaja consiste en la costumbre. La sociedad rusa está más habituada que la ucraniana a sufrir e infligir matanzas: recuérdense las dos brutales guerras en Chechenia. La tercera ventaja está relacionada con el poco éxito de las sanciones occidentales: en Moscú las arcas siguen llenas.
La cuarta ventaja aparece fundamental. La guerra de Gaza ha mostrado al resto del mundo el doble rasero de Bruselas y Washington. Lo que llamamos resto del mundo incluye potencias como China e India, pero también decenas de países medianos y pequeños en África, Latinoamérica y Asia. ¿Por qué se debe sancionar a Rusia pero no a Israel? La pregunta carece de una respuesta decente.
Ignoro lo que va a pasar. Salvo la realidad presente, una guerra que mantiene la alta mortalidad y encara los meses más duros del invierno, todo resulta impredecible. ¿Se limitan los objetivos rusos a las regiones rusófonas y rusófilas de Ucrania? ¿Existe la ambición de ir más lejos? ¿Se interrumpirá el año próximo la ayuda estadounidense a Kiev?
En cuanto a la Unión Europea, donde la ultraderecha gana terreno (véase Holanda) y con ella las simpatías, temporalmente encriptadas, hacia Putin, no tendrá grandes problemas para reconvertir lo que fue una cuestión existencial en un simple incidente. En el caso de que Rusia acabe imponiéndose, claro está, y convenga aplicar la “realpolitik” de una Unión que, por debajo de la retórica moralista, permanece apegada a sus intereses más inmediatos.
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