La cultura de la guerra dentro de las fronteras de EEUU
Durante décadas la sociedad estadounidense ha sido adoctrinada para creer que todas sus operaciones y misiones militares tenían como destino salvar el mundo y preservar la libertad. Para ello, sus gobernantes han promovido discursos de deshumanización contra los otros -los musulmanes, los iraquíes, los afganos, los árabes- y muchas mentiras: armas de destrucción masiva, criminalización de Irak o de Afganistán como si fueran una amenaza real para Estados Unidos, vínculos falsos de gobiernos con el yihadismo, etc. Se ha empleado una retórica de guerra que implica difundir miedo y un cierre de filas frente al enemigo, evitando cuestionar al comandante en jefe, que es el presidente.
Ser la gran potencia mundial y liderar campañas militares en territorios lejanos con objeto de explotar riquezas y obtener control militar geoestratégico tiene un riesgo. Para justificar crímenes de guerra, invasiones ilegales, asesinatos extrajudiciales, injerencias políticas e imposiciones militares hay que ocultar la importancia de los derechos humanos, de la Convención de Ginebra, de las leyes internacionales, de los consensos logrados tras la Segunda Guerra Mundial a través de las Naciones Unidas, de la diplomacia, del civismo. También hay que estigmatizar a la gente a la que se va a bombardear y, por lo tanto, diseñar mensajes que lleven implícito el desprecio a esas poblaciones.
Tantos años de políticas que demonizan a los otros, justificando el dolor ajeno para el beneficio propio, pasan factura y crean un clima propicio para perfiles como el de Trump, que está claro que tiene su público fiel. Las guerras que antes se libraban fuera de las fronteras están también en casa, dentro del país. Llegan a través de las propias secuelas físicas y psicológicas que traen sus soldados, del sacrificio de sectores de la sociedad cuya vida gira en torno al Ejército, del odio que los mensajes bélicos inoculan, y, finalmente, del señalamiento de enemigos internos. Todos pueden ser peligrosos, todos pueden ser odiados: los indocumentados, los migrantes, los latinos, los negros, los antipatriotas, los comunistas, los socialistas (para la ultraderecha de Trump todos son comunistas y socialistas).
Personajes como Trump acusan a determinados sectores de su sociedad de acabar con la esencia de la patria, con la cultura, con las tradiciones del país de la libertad. Saben que pueden explotar ese discurso y que tendrán seguidores porque hay muchas mentes formateadas desde hace mucho tiempo por gobiernos de distinto color para asumir la desconfianza y la deshumanización de los otros como algo propio, como una de las más importantes señas de su identidad, como lo que ha hecho de su país el más poderoso del planeta, el mejor. Esas mentes admiten el uso de la fuerza de forma abusiva antes que aceptar un rol de debilidad. Así se lo han enseñado grandes representantes del poder civil y militar del país.
Pasan otras muchas más cosas en EEUU, ningún factor existe en sí mismo sin relacionarse con otros. Pero la justificación de graves violaciones de derechos, la inoculación del miedo y la paranoia son un asunto muy serio que atraviesa las políticas del país. Todo es susceptible de ser el enemigo. Todo ha de responderse con la posibilidad de la violencia encima de la mesa. Este año se ha batido récord de venta de armas. Es la psicología de la guerra, capaz de crear un clima propicio para que 70 millones de personas -las que votaron por la opción republicana- no se alarmen ante los mensajes de odio y de racismo de un tipo como Trump.
Los sectores más cabales de ese país, que no son pocos, tienen por delante una ingente tarea educativa y pedagógica en favor de los derechos humanos, lo que implicaría modificar de forma sustancial la esencia de las políticas estadounidenses. No es fácil. Pero si nadie lo intenta, la cultura del desprecio y de la confrontación seguirá provocando infiernos no solo en países lejanos, sino en el corazón mismo de la sociedad estadounidense.
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