La democracia según Rajoy y los cronistas palaciegos
Suena como un chirrido agudo cuando Mariano Rajoy habla con grandilocuencia de la democracia. “Pretenden acabar con la democracia. No lo permitiré”, dice el presidente del Gobierno sobre la declaración de independencia del Parlament catalán, según destacan los medios oficiales. “No puedo aceptar que haya gobernantes que no cumplan la ley”, añadían al unísono Rajoy y sus cronistas haciéndonos sentir en nuestros oídos el sonido de una cuchilla raspando hierro.
El PP de Rajoy ha cambiado sustancialmente el ordenamiento jurídico español y en un sentido muy determinado. “La ominosa ley Mordaza española” titulaba en abril The New York Times, adhiriéndose a un coro que desde múltiples instancias (grupos de Derechos Humanos, la ONU, Consejo de Europa) consideran que leyes y códigos impuestos por la mayoría absoluta del PP dañan nuestras libertades. The New York Times las vinculaba “inquietamente, a los días oscuros del franquismo” y pedía a la UE que impidiera su aprobación. Ahí están en vigor ya sin embargo esas leyes represivas. O las que han motivado protestas de todos los estamentos de la judicatura. O el haber convertido el Tribunal Constitucional en un órgano con potestad sancionadora justo cuando más en entredicho estaba por su intensa politización. O las prescripciones y tratamientos de delitos que, casualmente, benefician a banqueros o políticos corruptos. Todo ello aprobado sin escuchar a nadie. Como en los múltiples decretos de ley que han jalonado el mandato del PP, cuando son instrumento excepcional en democracia. Rechina incluso la práctica diaria de la justicia, con esos inquietantes tribunales que se dice van a juzgar la Gürtel, una de las tramas de corrupción que se vincula al PP, aunque no para el recién llegado presidente del tribunal que lo juzgará. Tras haber desechado a dos magistrados por su vinculación al Partido Popular.
La calidad de la democracia deja mucho que desear en la España unida o desunida. Y es un fraude político e informativo arengar a las masas con un patriotismo tan deficiente e interesado, con tantas lagunas. La presunta oposición secunda, olvidando todas esas anomalías que el PP ha convertido en norma y por las que en su momento se quejó con mayor o menor convicción. Es su carrera por el voto y, se diría, por conseguir el favor de los medios que suben y bajan candidatos.
En esta límpida democracia, hemos llegado a unos niveles de corrupción insostenible por los varios costados del país, y cabe preguntarse si se hubiera alcanzado esta escandalosa y dramática situación con una prensa que hubiera cumplido su labor. Y, como también el periodismo independiente existe, si es lógico que los hallazgos desvelados por nuevos medios pasen tan desapercibidos para el resto. Por citar los últimos: El Ministerio de Fomento duplicaba contratos y, precisamente, a benefactores del PP y empresas de la Gürtel. O Ercros, que envenenó las aguas con mercurio, altamente tóxico, impunemente y a sabiendas.
Cada vez que tiramos del hilo en busca de soluciones nos encontramos siempre con esa educación empecinada en disuadir el pensamiento crítico y con la información que reciben los ciudadanos. De ser el periodismo el cuarto poder ha pasado a convertirse en el tercer pilar de un sistema que se ha corrompido más allá de lo que la salud de un cuerpo social permite. Se puede brear con catarros, la septicemia es mucho más difícil de superar. El mal periodismo al servicio del poder es responsables en altísimo grado de los males que nos aquejan, y es cierto -como escribían ayer Javier Gallego, Crudo, y Suso de Toro en este diario, como insistimos en libros incluso hasta la extenuación- que la batalla por la información es muy desigual. “Por lo que sabemos, el presidente podría salir reelegido porque para muchos millones de españoles los papeles de Bárcenas o la declaración de Correa no son más que unas fotocopias inventadas por unos resentidos”, asevera Crudo con harto realismo.
El 70% de los españoles dicen informarse por televisión. Los nuevos “parlamentos” están en las tertulias, con una selección de invitados arbitraria y en la que a veces figuran personas que no gozarían de credibilidad ni en la barra de un bar de trasnoche. Confrontados, eso sí, con periodistas que tratan de argumentar para que el consumidor se sirva a su gusto. Dando una apariencia de ecuanimidad.
“El auténtico fango está en los consumidores de esa información” le decía Umberto Eco a Jordi Évole el domingo en un memorable Salvados (La Sexta). El profesor Manuel Castells respondía sobre dónde está el poder: “En aquellos capaces de condicionar la mente del ciudadano”. Y allí vimos a dos personas que trabajan en periodismo, Casimiro García Abadillo, de El Mundo, y Pilar Gómez, subdirectora de La Razón, enfrentados a la evidencia de informaciones falsas o manipuladas sin que les temblara un músculo y sin que hayan dejado de aparecer dictando doctrina en televisión. En realidad son muchos en esas circunstancias. Y nunca pasa nada.
Cada noche buena parte de las portadas de la prensa escrita provocan un alarido, una purga en la mañana. “Mariano Rajoy se levantó a las siete para ir al dentista” titulaba El País la crónica del paso del presidente por el programa El Larguero de la SER. El mismo día había sido despedido el periodista Miguel Ángel Aguilar –tras dos décadas y alguna otra censura- por haber hablado de la realidad del periodismo español a The New York Times. La larga lista de víctimas de la censura se nutre con otro nombre más de postín. Y otros menos conocidos que también han pagado caro tratar algunos temas. En efecto, “contar lo que el poder no quiere que se sepa” -lo que venía a ser la noticia- es en algunos medios una actividad de riesgo. Y alguien más debería decir y hacer algo. Tampoco operan grandes milagros. Ni pasa abultadas facturas. ¿Quién actúa así puede ser creído en sus editoriales y encuestas? Pues ahí están.
La sociedad no percibe en toda su trascendencia lo que ocurre. En un coloquio organizado por una esforzada asociación de lectores de El Prat, Barcelona, se nos preguntó por la orfandad de medios de comunicación en la que viven algunos nuevos políticos, según se había quejado la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena. Y tantas veces como se responda que “los medios no son oficinas de prensa de los partidos” provoca la misma sorpresa, incredulidad, y el mismo rápido olvido. Es cierto que la desigualdad crea injusticia también en este terreno. Y si nos topamos con los cronistas de palacio ensalzando las virtudes reales o ficticias de sus patrocinados, quien carece de esos halagos se sitúa en inferioridad de condiciones. Pero hacer periodismo es irrenunciable, aunque no pase nada. Porque la democracia y el periodismo independiente (es decir, el periodismo) van indisolublemente unidos y su falta resiente a ambos. Su limpieza, también.
Los cronistas cortesanos tienen una larga tradición. La crítica a la institución se sancionaba duramente , a la manera que ocurre hoy también con las leyes impuestas en esta legislatura. De esta forma, Felipe I de Castilla pasó a la historia como Felipe, el hermoso. Una forma bien gráfica de ver lo que también ocurre ahora. Quien lisonjea al poder, no sirve a la verdad, ni a los ciudadanos.