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El derecho a la pereza

Tres personas tumbadas al sol en Madrid.

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Con mucha convicción, Oscar Wilde escribió: “Hoy día la máquina hace la competencia al hombre. En el futuro, cuando las cosas sean lo que deben ser, la máquina servirá al hombre”. Wilde calificaba de “indudable” un porvenir como este: “Así como los árboles crecen mientras el labriego duerme, del mismo modo, mientras la humanidad esté ocupada en divertirse, o disfrutando cultamente de sus ocios, o realizando grandes acciones, o leyendo obras hermosas, o simplemente contemplando el mundo con asombro y deleite, las máquinas llevarán a cabo todos los trabajos necesarios y desagradables”.

Han transcurrido más de 130 años desde que escribió esas palabras. Y la cuestión es si él erró en sus predicciones, o somos nosotros los equivocados en nuestras acciones. Se acaba de firmar un pacto entre patronal y sindicatos que consagra derechos como la desconexión digital. Y recoge el intento de contener la Inteligencia Artificial, aunque sea a modo de súplica, instando a preservar el control humano sobre los algoritmos.

Sé que los agentes sociales no tienen encomendada la labor de imaginar utopías, pero al leer despacio los términos del pacto no he podido evitar recordar otra de las frases redondas de Oscar Wilde: “Un mapa del mundo que no comprendiese la Utopía no sería digno de tenerse en cuenta, pues dejaría fuera el único país al que la humanidad emigra de continuo”. El mapa del pacto salarial pertenece a esta categoría.

Hace algunos años se hablaba de la posibilidad de una “Atenas digital” que se asemejaba bastante a la utopía de Wilde: las máquinas se encargarían del negocio y nosotros del ocio. Lo que me preocupa no es que nada de eso asome en el horizonte, sino que haya desaparecido del debate. Hemos olvidado cómo hablar del futuro con esperanza, de manera que estamos emigrando de continuo a un lugar que no figura en los mapas. Hasta tal punto resulta irritante que incluso un ente sin sentimientos, como un Ministerio, se mostraba no hace mucho indignado, y lo hacía saber con una campaña publicitaria cuyo lema era: “Basta de distopías”. Así estamos. Unos nos roban la imaginación y otros nos regañan por el pesimismo rampante.

Mi confianza en las generaciones jóvenes es ilimitada, no obstante. Tengo un amigo que se dedica a los recursos humanos. Lo traigo a colación en plan cuñado, pero pronto aparecerá la tendencia en algún gráfico. Me cuenta perplejo el atrevimiento de la gente de veintitantos: los entrevista en procesos de selección y quieren saber el horario con absoluta precisión. Declaran sin miedo su interés por otras muchas cosas aparte de trabajar. Insisten en el equilibrio trabajo-vida, y al expresarlo así ya demuestran haber comprendido el antagonismo: la vida es todo aquello que sucede fuera del trabajo. 

Para los cincuenters como yo su clarividencia es envidiable. Mi madre me educó, y como mujer se lo he agradecido siempre, en otros parámetros: debía tener un trabajo para no depender de un marido. Y puesto que debía trabajar, lo mejor era hacerlo en algo que me apasionara. El trabajo constituía la esencia de la libertad. Ellos han comprendido lo que entraña de esclavitud. 

Cuando Íñigo Errejón criticaba hace unos días la mala imagen que se tiene de quienes no se sienten acelerados, disponen de tiempo y están en calma, reivindicaba el viejo derecho a la pereza de Paul Lafargue. Uno de los miedos más extendidos es que los robots nos quiten el trabajo, cuando deberíamos regalárselo. La jornada laboral de tres horas que proponía Lafargue sería viable hoy en una Atenas digital, lo que nos da una semana, no de cuatro días, sino de dos, y no muy largos.

Yo creo que sería posible si nos organizáramos, pero temo que los defensores del derecho a la pereza han acabado siempre atrapados por su propia indolencia: organizar a la gente es una de las tareas más ingentes que existen. Además, una Atenas digital exige cambiar el sistema capitalista de arriba abajo: los sistemas de producción, las mentalidades de empresarios y de sindicatos, el concepto de salario, e incluso un Estado de bienestar articulado en torno a prestaciones vinculadas al trabajo, que debería evolucionar para proveernos a todos de lo elemental por el simple hecho de estar en este mundo. Las señales están ahí: la automatización ya transforma la producción, la desigualdad está cada vez más denostada por los datos empíricos y la renta universal ha dejado de ser un debate abstracto para empezar a transformarse en políticas concretas. 

Todo ese ejército de proactivos y diligentes, que no conciben su vida sin trabajar, podrían entregarse al magno propósito de la Atenas digital, sin temor a sentirse inútiles o perder su identidad. Entretanto, los pensantes, escribientes y contemplativos les iríamos dibujando el famoso mapa de Wilde y les indicaríamos el camino. Al llegar estarían tan exhaustos que también ellos disfrutarían del placer de no hacer, por fin, nada. 

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