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¿Es la desigualdad inevitable?

Economistas Sin Fronteras

José Manuel García de la Cruz —

Uno de los efectos más descorazonadores de la crisis económica en las economías desarrolladas es la ruptura de cierta tendencia hacia la igualdad de rentas que acompañó a los años anteriores de crecimiento económico.

Los resultados (positivos y negativos) en torno a la equidad económica en esos años se atribuyeron al buen funcionamiento de los mercados de trabajo y a las políticas sociales. Es decir, a una cierta interpretación de los orígenes de la desigualdad y de las capacidades públicas para corregirla. En síntesis, se aceptó que: 1) Las personas están dotadas de capacidades que pueden rentabilizar, sea como empresarios o como trabajadores; 2) el mercado es la institución natural que retribuye correctamente las capacidades personales mediante rentas empresariales o salarios; y 3) la acción pública debe de procurar que las capacidades (políticas de educación y formación) se puedan ampliar en un mercado libre y, además, favorecer tanto la mejora de las mismas capacidades como su distribución desde una perspectiva colectiva (políticas de bienestar).

La equidad, en este sentido, es el resultado del “círculo virtuoso” entre el crecimiento económico, el empleo y la retribución del trabajo en un sentido amplio. Ahora bien, si bien las dos primeras condiciones (el trabajo y la libertad de contratar) son atribuciones de las personas, la tercera (la distribución de las rentas) es resultado de un compromiso social, político.

No fue sencillo llegar hasta este momento. El derecho al trabajo libre y sin cortapisas no fue reconocido hasta que en 1789 el artículo 11 de la Constitución, propuesta por la Asamblea Nacional Constituyente, estableció que “todos los ciudadanos, sin distinción de nacimiento, podrán ser admitidos en todos los empleos y dignidades eclesiásticas, civiles y militares, y ninguna profesión útil reportará deshonra”. Se trataba de romper el orden estamental del viejo régimen absolutista, que fijaba la población a la tierra y a la nobleza. Los oficios estaban organizados en gremios y el poder correspondía al rey. Sin embargo, como denuncian las obras de Dickens o los estudios de Marx, el ejercicio efectivo del derecho al trabajo estuvo lleno de dificultades y abusos en las primeras décadas de la industrialización.

Precisamente en estos autores se encuentran las aproximaciones más comunes al problema de la desigualdad. Si para Dickens la desigualdad era un problema que había que resolver desde la transformación de los principios morales y de las conductas éticas, para Marx la desigualdad era consecuencia y exigencia del funcionamiento del sistema capitalista que estaba consolidándose ante sus ojos.

Visto en perspectiva, pareciera que la aceptación de la intervención del Estado en la mejora de las condiciones de vida de la población y en el funcionamiento del mercado de trabajo haya estado más acorde con los planteamientos de Dickens que de Marx, en tanto que no fue hasta el término de la Segunda Guerra Mundial cuando se empezó a generalizar el estado del bienestar, al menos entre las economías más desarrolladas.

Dejando de lado otras consideraciones, como la rivalidad Este/Oeste o el atractivo de las ideas keynesianas, lo cierto es que las necesidades de la reconstrucción europea aconsejaron la intervención del Estado y que la exigencia de reparaciones por el esfuerzo bélico realizado justificó las políticas sociales. No debería olvidarse que fue ese contexto de intervención pública el que posibilitó la “edad de oro del crecimiento económico” de los años cincuenta y sesenta. Y fue en ese contexto en el que, al menos en las economías más desarrolladas -y particularmente en las de Europa Occidental- se produjeron los procesos de reequilibrio de rentas.

La crisis se ha producido en un contexto radicalmente distinto, en el que la intervención pública ya estaba enormemente debilitada como resultado de la solución encontrada a la crisis anterior, de los años setenta. En ese momento, se produjo la gran liberalización de los movimientos de capitales a escala mundial, cuya consecuencia ha sido el debilitamiento de la capacidad recaudatoria del Estado y, en consecuencia, de sus posibilidades de intervención en la economía. En la globalización solo caben políticas fiscales apoyadas en el mercado interno, es decir, basadas en impuestos sobre el consumo y sobre las rentas salariales, al ser cada día más difícil el control de los rendimientos no solamente empresariales, sino también de las grandes fortunas.

Al sustituir los impuestos por deuda como fuente de financiación de las políticas públicas, los gobiernos han asumido que las políticas sociales se deben de someter al escrutinio de rentabilidad económica exigidos por los mercados financieros, esta vez, internacionales, cuyo poder se ha incrementado hasta el extremo de obligar a modificaciones constitucionales -como en el caso español- que garanticen el cobro de los préstamos.

Se ha producido así la “gran perversión” de las bases de crecimiento con equidad de los años de la posguerra mundial. De manera que, en su versión más descarnada:

  1. La responsabilidad de la capacitación de las personas y de la creación de oportunidades de empleo han dejado de ser objetivos socialmente admitidos. El individuo es responsable de su vida y el Estado sólo debe intervenir en los primeros momentos de la formación y muy limitadamente.
  2. Los gobiernos no deben interferir en el supuesto buen funcionamiento del mercado de trabajo, admitiendo y promoviendo que la competencia por un puesto de trabajo se establezca a escala mundial. Las políticas relativas al mercado de trabajo deben mejorar el atractivo de la contratación de nacionales, vía reducciones de salarios, de costes sociales, incentivos, etc.
  3. La acción pública se ha de limitar a atender circunstancias muy extremas. Además de por ideología, por carencia de recursos, y sobre todo, por estar encerrada en su propio círculo vicioso: menos recaudación, menos posibilidades de intervención. La privatización de los servicios públicos, incluso los que afectan a los derechos constitucionales, se justifica en aras del ahorro fiscal.

En definitiva, si la edad de oro del crecimiento se basó en la imposición de los intereses generales sobre los particulares de la propiedad, en un proceso de reforzamiento de las democracias liberales occidentales, la actual situación se caracteriza por la primacía de éstos últimos sobre los primeros.

Los efectos son varios, pero baste recordar uno de ellos y su principal consecuencia para entender la profundidad de la crisis actual: el debilitamiento de los sistemas políticos representativos ante el poder de las corporaciones (no solamente las financieras) mundiales -lo que Rodrik ha denominado “la paradoja de la globalización”- y, por consiguiente, el estrechamiento de las posibilidades de que el Estado asuma políticas de redistribución de rentas. Así es como la desigualdad se ha incorporado en la organización social, como resultado inevitable de las exigencias de la competencia, de la búsqueda de la eficacia y, sobre todo, de la estupidez colectiva.

Porque resulta estúpido que se siga admitiendo que el trabajo es una mercancía como cualquier otra, que su precio -el salario- dependa de la oferta y de la demanda de ocupaciones. Como señaló Polanyi, el trabajo no es sino una capacidad de las personas que va unida a otras, a la vida misma, por lo que la mercantilización del trabajo, es decir, la posibilidad de ser manipulado, empleado discrecionalmente e incluso dejado ocioso, no puede tener como consecuencia sino la desarticulación de la vida social.

El resultado más directo y objetivo de este hecho es el crecimiento de la desigualdad. Por lo tanto, debiera ser urgente parar el debilitamiento de los resortes que la sociedad ha ido creando en la construcción de un orden social más equitativo, recuperar los controles sobre todas las rentas y la capacidad fiscal del Estado, establecer un régimen de gobernanza internacional que impida la competencia a partir del deterioro de las condiciones de vida y, desde luego, incorporar en los nuevos paradigmas económicos la evidencia de que son las mercancías las que deben satisfacer las necesidades humanas, y no las capacidades humanas las exigencias de competitividad de las mercancías.

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.

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