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El Ducado de Franco: honores a la impunidad en la democracia cautiva

Fascistas en Hermigua durante la Guerra Civil

Emilio Silva

Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica —

El 2 de abril de 1939, un día después de la victoria, la portada del diario ABC mostraba un mapa de España con un esquema de la guerra de los fascistas contra el pueblo español, dividido en cuatro momentos: las provincias ocupadas el 18 de julio de 1936, las conquistadas hasta el 18 de julio de 1937, las “liberadas” a 23 de diciembre de 1938 y el final de la guerra. Era un mapa escolar, destinado desde ese mismo “Día de la Victoria”, el 1 de abril, a formar el espíritu nacional que tendría en Franco a un digno heredero de los Reyes Católicos, cristianizando España y asesinando y expulsando infieles.

Ese Día de la Victoria fue de una enorme actividad propagandística. Franco era felicitado por autoridades internacionales. El Papa Pío XII se apresuró enviando un telegrama al Caudillo, en el que decía: “Levantamos nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente con V.E. deseada victoria católica España. Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas y cristinas tradiciones” (sic).

Las felicitaciones se multiplicaban y los periódicos de esos días se llenaban de anuncios de marcas publicitarias que celebraban la victoria fascista en lo que parecía un concurso destinado a ver quién era el más efusivo admirador del Generalísimo. La marca Brave invitaba a “Con el sombrero en la mano grita: ¡VIVA ESPAÑA!.” Juan Trelle Sederías de Lyon SA decía: “Español, pon en tu solapa la efigie del Caudillo y emblemas”. Y en letra más pequeña añadía: “Único depositario de las efigies del Caudillo y emblemas autorizado”. Toda una metáforta del gran negocio en el que desde el primer día se iba a convertir la dictadura.

Pero Francisco Franco no se dedicó en esos días exclusivamente a recibir telegramas de quienes aceptaban su victoria. El Caudillo tenía sus servidumbres ya que posiblemente no habría ganado la guerra sin sus aliados fascistas, Adolf Hitler y Benito Mussolini, que enviaron decenas de miles de soldados, armamento y aviación para escribir en tierras españolas el prólogo de la Segunda Guerra Mundial. El Generalísimo, que en ese momento no escondía el ferviente filonazismo que compartía con buena parte de la derecha española, respondió a un telegrama del Fuhrer, publicado en el diario La Venguardia: “El pueblo español y yo personalmente le damos las gracias cordialmente por sus felicitaciones con motivo de la victoria definitiva de nuestras armas, en Madrid. En las horas difíciles el pueblo español ha reconocido a sus verdaderos amigos”.

El Día de la Victoria se convirtió en fiesta nacional, se construyeron monumentos ensalzando las hazañas fascistas y el país se pobló de conmemoraciones del resurgir de España tras la expulsión del “rojerío”. Uno de los más importantes se colocó a la salida de Madrid, en dirección a Galicia, donde Franco sembró algunos hitos de su victoria como el Valle de los Caídos, en la carretera por la que él y sus paisanos iban y volvían de la capital.

El Arco de la Victoria se encuentra hoy intacto, con su exaltación fascista impoluta y grandilocuente. Está ubicado a unos cientos de metros del Palacio de la Moncloa y en los más de cuarenta años de recuperada democracia a ningún presidente del Gobierno le ha molestado como para tomar la decisión de demolerlo o resignificarlo, para que deje de celebrar un  triunfo del fascismo.

Cuando los nietos de los desaparecidos por la represión franquista comenzaron la exhumación de las fosas de sus abuelos, numerosos columnistas y políticos conservadores se aventuraron a acusarlos de querer ganar una guerra que sus abuelos habían perdido. Hasta entonces el franquismo era un crimen perfecto, las víctimas calladas, el rastro de sus crímenes borrado en los libros de texto y los privilegios de los cruzados cebándose en el IBEX 35, en las empresas privatizadas y en las élites que han gobernado este país en las últimas décadas, que han embalsamado el silencio mientras las víctimas se descomponían bajo la intemperie de la impunidad.

Mientras amasaba una fortuna nacida de la corrupción y la violencia, Franco otorgó un suculento botín de guerra y honores a muchos de sus compañeros de lucha. No era generosidad; así compraba fidelidades y silencios acerca de sus pingües y poco patrióticos negocios. El reparto de títulos nobiliarios supuso la creación de una nueva corte formada fundamentalmente por criminales de guerra. Creó, por ejemplo, el Ducado de Mola, destinado a reconocer a Emilio Mola, autor de las instrucciones del golpe de julio de 1936: “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado”. También otorgó el Marquesado de Queipo de Llano, destinado a Gonzalo Queipo de Llano, que en sus alocuciones radiofónicas decía cosas como esta. “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso también a las mujeres de los rojos que ahora, por fin, han conocido hombres de verdad y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará”.

En total fueron 39 títulos que se completaron el 26 de noviembre de 1975 con el que Juan Carlos de Borbón le concedió a Carmen Franco Polo “en atención a las excepcionales circunstancias y merecimientos que en ella concurren”. ¿Merecimientos? Ser la hija del golpista Francisco Franco y heredera de uno de los dictadores que más dinero acumuló gracias al uso despiadado de la violencia y al manejo de la corrupción.

Durante estos años de recuperada democracia, todos los Gobiernos, a través de ministros de justicia, han renovado los títulos nobiliarios a los descendientes de los criminales de guerra y beneficiarios políticos y económicos de las violaciones de Derechos Humanos de la dictadura. Ninguno Gobierno constituido en la legitimidad de las urnas ha cuestionado el papel de una institución democrática en el enaltecimiento de las atrocidades cometidas por los responsables de la desaparición de 114.226 personas civiles, asesinadas y cuyos cadáveres permanecen ocultos y secuestrados, lejos de sus familias.

Cuando los herederos de la corrupta fortuna del dictador Francisco Franco han solicitado ante el Ministerio de Justicia la renovación del Ducado de Franco, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica acudió a la Fiscalía General del Estado para instarle a tomar medidas si la tramitación del citado título vulnera algunas leyes, además de humillar a víctimas de delitos graves cuya protección y dignidad está blindada por el derecho penal internacional.

Cada vez que un Ministro de Justicia de la democracia ha firmado la renovación de un título nobiliario a un criminal de guerra franquista, el Gobierno ha celebrado el golpe de Estado del 18 de julio y la victoria de tres ejércitos fascistas que sumieron a España en cuatro décadas de terror y oscuridad. La connivencia con el pasado franquista, la impunidad de la dictadura y el mantenimiento de calles, monumentos y reconocimientos son síntomas de una debilidad democrática y de una correlación de fuerzas en la que las élites franquistas siguen dominando a una democracia cautiva.

Los intentos por corregir esas situaciones han carecido de verdadera voluntad política, incluida la Ley de la Memoria que comenzó a ser incumplida por el Gobierno que la aprobó. La lucha de las víctimas de la dictadura por obtener justicia confirma la afirmación de Eduardo Galeano cuando decía que “la justicia es como las serpientes, sólo muerde a los descalzos”.

Jean Paul Sartre recibió un día de forma anónima el texto de un libro titulado “El fin de la esperanza”, firmado con un seudónimo, Juan Hermanos. El libro narra la vida tras la victoria de quienes no pudieron escapar de España, personas a las que les costaba respirar por el miedo a que alguien de pronto las señalara por la calle como no adeptos y a las que la existencia bajo la opresión de la dictadura les llenaba de angustia. Se trata de un libro que debería leerse en todos los centros de enseñanza, pero no es así en un país en el que todavía la Corte de la Victoria conserva intactos sus privilegios. Entre sus múltiples análisis y explicaciones define de muchos modos el tiempo de la victoria: “Bajo esta aparente tranquilidad se ejercía silenciosa opresión: la prensa amordazada, las noticias deformadas sistemáticamente, discursos que afirmaban que todos éramos felices y estábamos contentos. Quisiera saber el porqué de estos discursos. ¿Se imaginaban que a fuerza de repetirnos que estábamos de acuerdo con nuestros opresores terminaríamos por pensarlo?”. Así estamos hoy.

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