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Eichman en Afganistán

Un soldado español, durante una misión de patrulla rutinaria en la provincia de Badghis, al suroeste de Kabul, Afganistán. (Archivo)

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El número de bajas sufridas por la coalición internacional en la guerra de Afganistán tiene su propia entrada en Wikipedia. Ahí se detallan tales bajas – que son 3.609 en total – de acuerdo a su país de procedencia, de acuerdo al año en que se produjeron y de acuerdo a la provincia afgana en la que tuvieron lugar. Las bajas sufridas por el pueblo afgano, por el contrario, no parecen preocupar tanto. Algunas fuentes hablan de unas 165.000. Otras, de 150.000. Otras elevan la cifra hasta 234.675. En todos esos cálculos, alrededor de una cuarta parte de las víctimas son civiles. Esta desproporción entre una y otra información se acentúa en el caso de soldados españoles. De nuevo, conocemos con exactitud el número de bajas totales (104: 79 por accidente aéreo, 18 por atentado, 2 por accidente y 5 por infarto). Pero preguntar por el número de bajas que nuestros soldados hayan podido ocasionar resulta algo parecido a un anatema. Es como si la propia voluntad de saber constituyera una ofensa. 

¿Qué hemos hecho durante 20 años en Afganistán? Lo que debería generar una honesta mirada hacia nosotros mismos se ha transformando en una suerte de doble huida hacia la cobardía moral. Por un lado, descargamos la responsabilidad en Estados Unidos. Por otro, parecemos querer creer que nuestra presencia en el país ha sido bienintencionada, digna, virtuosa. Ambas huidas están entrelazadas: asumimos que también Estados Unidos - o, en la versión más grandilocuente, “Occidente” – estaba en el país por algún tipo de motivo elevado, y eso hace que nuestra presencia resulte menos perturbadora. La función que “las mujeres” están cumpliendo en esta suerte de purificación moral de tapadillo es digna del más alambicado de los divanes. Somos los defensores de las madres, de las hermanas y de las novias, pero repasen las cifras: hemos matado a 50.000 civiles, esto es: hemos matado a sus hijos, a sus hermanos, a sus novios. Y, por descontado, a ellas mismas. ¿Podemos ser, a la vez, salvador e invasor? La propia pregunta resulta esquizofrénica. No remite a una respuesta, sino a un diagnóstico: es una pregunta demente. Pero es lo que, mayoritariamente, hemos intentado creer: nos hemos ido y ha llegado el desastre. La posibilidad de que el desastre fuéramos nosotros (o, si quieren, la posibilidad de que el desastre también fuéramos nosotros), ni siquiera asoma a nuestra conciencia. No queremos enfrentarla. 

Ya sé que, al ritmo desatinado y descabezado que imponen los medios de comunicación, Afganistán ya no es noticia, pero quizás convenga elevar algunas dudas y preguntas incómodas. ¿Por qué fuimos allí? Solo hay un motivo: Estados Unidos. Imaginen por un momento que el 11S hubiera ocurrido en Angola, que los casi 3.000 muertos de aquel atentado hubieran sido angoleños y que hubiera sido Angola la que hubiera liderado la coalición internacional. Alguien dirá, “Angola ni es una democracia, ni pertenece a la OTAN”. De acuerdo, cambien Angola por Polonia. Jamás hubiera habido “coalición internacional” que acompañara a uno u otro país a la aventura. Jamás hubiéramos necesitado lavar nuestra conciencia en uno u otro sentido. La guerra de Afganistán no hubiera tenido lugar. 

¿Por qué seguimos a Estados Unidos, pero no a otros países? Es una pregunta interesante. El tipo de ascendencia que ese país tiene sobre nosotros, y sobre muchos otros países, es doble. Es cultural, desde luego, pero a la vez es económica. No haberse alineado con la mayor potencia económica mundial hubiera tenido sin duda consecuencias negativas para nuestros intereses. Cierta izquierda simplista tiende a ver “los intereses económicos” como una suerte de propiedad o monopolio de los poderosos, de los de arriba, las multinacionales, el poder, los bancos, etc. Pero todo es mucho más complejo, endiabladamente más complejo. Miren Kichi en Cádiz, protagonista de la que a mi juicio ha sido la renuncia más explícita y reveladora – reveladora de cómo funciona el mundo y de lo lejos que estamos de entenderlo y por tanto de poder cambiarlo - que ha llevado a cabo Podemos desde el poder. A pesar de todo lo dicho en su programa electoral, Podemos en Cádiz ha acabado defendiendo la fabricación de armas y su venta a una dictadura como Arabia Saudí. Todo para defender los trabajos de la gente. Abramos los ojos: eso son, también, “intereses económicos”. Si gobiernos liderados por fuerzas transformadoras como Podemos se tragan sus palabras al llegar a poder, ¿qué no harán otros gobiernos liderados por fuerzas políticas que no albergan semejantes escrúpulos morales ni siquiera cuando redactan sus idearios? A la vista está.  

Otra pregunta incómoda, que aunque no lo parezca tiene todo que ver con Afganistán: ¿qué significa que el mal sea algo banal? “Eichman en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal”, el famosísimo ensayo que Hannah Arendt publicó en 1963, se interpreta muchas veces de un modo completamente erróneo o desencaminado. La propia Arendt defendió después que lo que pretendía señalar no era tanto que el mal fuera algo de lo que sus perpetradores responsabilizan a otros – la obediencia debida, que también – sino sobre todo algo de lo que sencillamente no se es consciente. A su juicio, si demonizamos el mal, si asumimos que el mal solo lo pueden provocar monstruos desalmados, en cierto modo les absolvemos a ellos y, sobre todo, nos absolvemos a nosotros mismos de nuestro mayor crimen, el de no pensar las cosas consecuentemente. El de no responsabilizarnos, hasta las heces, de nuestros actos. 

¿Qué hemos sido en Afganistán? Lo realmente perturbador es que ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que el mal haya estado de nuestro lado y de que los sembradores de terror y de muerte hayamos sido nosotros. Inconscientes del mal, tal y como avisaba Arendt; cobardes ante la verdad, como denunciaba Ferlosio: “todas las trampas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas las hipocresías, todas las neurosis, todos los disimulos, todas las supersticiones, todos los dogmatismos, todos los rencores, se originan en esta universal mala conciencia y en el denodado empeño por rehuir el trance de mirar cara a cara el espantoso rostro del dolor”. 

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