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Elecciones demasiado pronto

Mariano Rajoy

Antonio Franco

Me temo que lo lamentaremos durante mucho tiempo. Si Mariano Rajoy hubiese optado por un 155 duro, con desembarco de todo tipo de trompetas y caballerías, el objetivo de parar esa locura quizás hubiese justificado celebrar cuanto antes unas elecciones autonómicas para intentar frenar las espirales de desarraigo popular que hubiesen empezado a crecer transversalmente en Catalunya. Pero la situación es distinta. Se acumulan los indicios y datos que subrayan que ante el Rajoy sorprendentemente moderado que supo atajar en seco la rebeldía del Parlament y ocupar con altas dosis de normalidad el vacío de poder de la Generalitat, fue un grave error estratégico fijar la consulta con prisas para el 21-D.

Cuatro o cinco meses más tarde, un poco más distanciados de la conmoción de octubre y con la situación interna algo más estabilizada, Catalunya podría efectuar una campaña electoral más racional y aclaratoria que lo que la frenética situación actual permite. Vista con perspectiva, lo que se consideró inicialmente como una gran jugada maestra de Rajoy cada vez parece más una improvisación muy mal medida, quizás impulsada por la tentación de hacer algo impactante para el mercado político interior y exterior después de tanto tiempo de abulia de la Moncloa. O, dicho de otra manera: fue una nueva muestra de esa abulia. De la incapacidad marianista de trabajar en serio y analizar todos los elementos de futuro que estaban en juego antes de decidir. Como sucedió con su ofensiva partidista contra aceptar la austeridad cuando Zapatero tomó tardíamente medidas para contrarrestar la crisis económica, o cuando de forma irresponsable predicó anticatalanismo mientras se intentaba modernizar el Estatut, ahora Rajoy tal vez volvió a pensar que un impulso genial podía sustituir la compleja tarea de buscar una solución racional a la crisis de la Generalitat con posibilidades de éxito a diez o quince años vista.

Hacer las elecciones tan pronto es un error. Cuando se sustancian las circunstancias que rodean esta inminente cita electoral cuesta encontrarle ventajas respecto a situarlas en un momento con los ánimos más fríos. Para, por ejemplo, cuando el independentismo ya no pueda disimular las consecuencias concretas del desastre económico que ha provocado. Para cuando -si fuese verdad que el PP está dispuesto a efectuar algunos retoques en el marco territorial- España tenga la posibilidad de ser algo más atractiva para los catalanes no independentistas que ahora están decepcionados de ella.

Creo que estamos dentro del siguiente contexto:

1) Hay cerca de dos millones de catalanes que ya se han desvinculado psicológicamente de España y están en condiciones de aupar electoralmente una nueva mayoría --no absoluta-- independentista en el Parlament. Algunos de ellos el 21-D pueden quedarse en casa por su enfado ante las mentiras y la flojera absoluta que mostraron al final del camino los líderes del Procés. Pero que nadie se engañe: casi todos los indepes consideran que estas elecciones autonómicas que tanto desprecian son trascendentales, de supervivencia vital para su ilusión no autonomista. Y creen que pueden ganar a pesar de sus hondas divisiones internas.

2) No piense en usted y su propia racionalidad. A efectos de estos cerca de dos millones de personas es previsible el éxito de la campaña de autocrítica superficial y meramente dialéctica que fingen hacer los responsables de lo que ha sucedido en Catalunya durante esto últimos años. No es una cuestión de si son convincentes o no: es lo que argumentan los suyos contra lo que dice el enemigo.

3) La convocatoria electoral está irreversiblemente recalentada por la emotividad que suscitan los políticos presos. En Catalunya existe una mayoría absoluta (y transversal, que excede en mucho a los indepes) que cree injustificada la cárcel preventiva sin fianza para unos representantes electos que llevan la bandera del pacifismo. Aunque sea previsible su rápida excarcelación para ahora mismo, la idea básica de que la justicia española ha abusado en una materia tan sensible como es encarcelar antes del juicio tiene pocas posibilidades de relativizarse entre hoy y el 21-O. Es una herida real. Ante las urnas puede haber cierto paralelismo con algo que ya se produjo el 1-O tras los excesos policiales; si entonces muchas personas optaron por vengarse yendo a votar pese a haber decidido antes racionalmente no hacerlo, el factor de los encarcelamientos condicionará el voto. La manifestación de protesta por los presos fue más importante, por sentida, que las de las sucesivas Diadas. Esa emotividad lo enturbia todo y de hecho ya ha comportado que en Catalunya no haya sido posible articular un debate coherente sobre la posibilidad de distinguir entre unos presos políticos (por ideología) y unos políticos presos (por lo que han hecho).

4) El peor cálculo de Rajoy fue no intuir la imposibilidad material de abrir en estos dos meses de campaña ningún debate sereno sobre el desgobierno real y el sectarismo de los últimos años de Artur Mas y de la etapa de Puigdemont. Aunque la franja más politizada de la población conozca los detalles en sus líneas generales, es también el sector más crítico con los excesos e incumplimientos anticatalanes del PP. Y también es el segmento social que desconfía más de las resistencias cristalizadas en la esfera socialista contra un reconocimiento que no sea simplemente verbal de la España multinacional. Unos cuantos meses más de enfriamiento habrían podido objetivar algo las cosas.

5) Falta una tradición movilizadora efectiva hacia las urnas -y de rodaje de mecánicas prácticas que incrementen la participación- en relación con una cita autonómica, por lo que se refiere a una parte de la población que no quiere la independencia pero que estructuralmente es mayoría silenciosa. Parece imposible improvisarla.

6) Dos meses agitados de tiempo también son insuficientes para que haya cierta compactación de las dos familias políticas que podrían ser decisivas para que surgiese una mayoría relativa no independentista en el futuro Parlament. Tras el largo asesinato del PSC -el partido cojín de Catalunya en materia identitaria- a manos de los nacionalistas (un asesinato que asimismo tuvo muchos elementos de alegre suicidio) ahora la víctima ha cambiado. En esta fase ocupa la prioridad del escenario el intento de repetir la desestabilización desde todos los lados con En Comú y lo que puede llegar a significar la alcaldesa Ada Colau. Esquerra trabaja incansablemente para darle el abrazo del oso falsamente amigo, pero a En Comú precisamente por querer situarse equidistante respecto a los demás le han colgado a fuego el sambenito de la ambigüedad. Falta por ver si la reciente ruptura del pacto municipal barcelonés sea descrita o no por los futuros libros de historia como el inicio de un descarrilamiento que sería triunfal y definitivo para el imperio del mundo indepe.

La situación está muy poco madura para que la trascendental cita del 21-O juzgue lo que ha ocurrido estos últimos años. Sin margen de tiempo para que se abran paso las autocríticas de verdad (no sólo las de la clase política; también lo que ha hecho ante el crecimiento del suflé hueco la mayoría de la intelectualidad, el mundo financiero y económico, los medios de comunicación públicos y privados), el 21-D puede ser un simple punto y seguido. Y lo mismo en la orilla española: sin unos cuantos meses de digestión de lo sucedido, sin rebajar la actual alegría por el desconcierto catalán que ciega a la política, los altos cuerpos estatales y los medios de comunicación madrileños, corremos el riesgo de unas elecciones fallidas. Las prisas, que tanto desbocaron el Procés y al final lo desencuadernaron, pueden volver a ser la gran clave negativa de esta fase siguiente.

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