Antes de escribir

Mi contrato terminaba el martes y me readmitían el jueves hasta el sábado; después de aquello, nada. Una estalactita de luz pálida iluminaba unos cacharros de la sala de mantenimiento. Dentro había poca cosa para elegir y un tío bastante maleducado y gilipollas me había ordenado sacar de ahí unos carteles para avisar de que el suelo estaba mojado. Eso hice. Saqué sus carteles y los coloqué en el pasillo 34 junto a una cabecera repleta de sillas de escritorio donde a un cliente se le había derramado una botella de agua. Hay que ser estúpido, también os digo. Yo colocaba el cartel pero lo limpiaba otro, porque mi trabajo consistía en arrastrar pallets con neveras de un lado a otro del almacén. A más pedidos, más horas me contrataban. Mi alquiler dependía de las necesidades frigoríficas de la gente de la provincia; menos mal que esto mi casero no lo sabía.
Los encargados eran mala gente excepto los de logística, que eran los que estaban a cargo de mí y los únicos que no me daban órdenes. Como mucho, me pedían las cosas con amabilidad y tosca camaradería de zapatos de seguridad. Esos tipos eran elocuentes pero callados, especialmente ese tal Samu que era un jefecillo intermedio que tenía por encima y por debajo al mismo número de empleados. Cuando me mandaban a logística el trabajo no era tan insoportable, pero no dependía de mí, sino de las ventas de esa semana o si la Navidad estaba cerca, o de si Samu me hacía el favor y se acordaba de mí y pedía a la empresa de trabajo temporal que me llamase unos días. Lo peor era trabajar en mantenimiento, así que procuraba seguir llevándome mal con el encargado. Ese día no estaba para que me tocasen los cojones. Se lo dije a Samu: “Hoy no estoy para que me toquen los cojones”, y me dijo que él estaba igual que yo, que a ver si nos íbamos a casa de una puta vez y después hizo un chiste con mis ojeras.
Era el último día del mes y se suponía que tenía que haber cobrado, y se suponía que tenía que haber pagado el alquiler, y se suponía que… pero ni una cosa ni la otra. Vivir, aquel día, era bregar contra el tiempo, competir a contrarreloj contra el reloj. Era rezar porque a mi casero no se le ocurriese pedirme el resguardo de la transferencia del alquiler. Era dar muchas cosas por hecho. Cosas que no iban a darse, al menos ese día, porque tuve que colarme en el tranvía para poder ir a trabajar.
Nunca tuve un trabajo estable, y casi nunca tuve un trabajo normal, pero eso era cosa mía. Reponedor, aprendiz de electricista, vendedor de seguros, teleoperador y albañil, ningún trabajo temporal me era ajeno. Mi estatus en el mundo laboral era el de un chaleco reflectante: polivalente, sucio e infravalorado, barato y fácilmente sustituible. Lo que fuera siempre era un buen plan, porque no había otro plan, porque no había forma de escapar de aquel bucle. Salir de la precariedad es como dejar de fumar, pero el factor de la fuerza de voluntad en este caso es irrelevante.
Trabajé un tiempo para un agricultor. Jamás supe por qué los llaman agricultores, si los que recogíamos la fruta éramos unos cuantos chicos senegaleses y yo, y él solo esperaba junto a la furgoneta con los sobres de la paga del día, que se esfumaban para hacer la compra de la semana, un par de paquetes de cigarrillos y, si la cosa se daba bien –currábamos a destajo y había días mejores que otros–, un cachito de hachís para aplacar los nervios y el dolor de los músculos. En la furgoneta de vuelta siempre se reían con los chistes que contaba uno de ellos, Salim, que era un tipo negro como el tizón y las manos destrozadas de trabajar; apenas tenía 22 y había vivido el equivalente a tres vidas europeas. Yo no entendía sus chistes porque mi francés se limita a preguntarle a uno cómo está y contestar que a mí me duele la cabeza, pero de alguna forma su risa rompía la barrera lingüística y se me contagiaba, cuando yo en realidad lo que quería era echarme a llorar. Cada mañana me decía a mí mismo que ese día yo sería de los que iban a ganarse el pan con frío en las pestañas, y con dolor en los brazos, y con culpa por dentro, y con odio de clase.
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