Exigimos certezas por encima de nuestras posibilidades
“Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” fue durante años la frase predilecta de Rajoy y los dirigentes del Partido Popular para justificar sus políticas. Pretendían, y en parte lo consiguieron, que las víctimas de sus recortes sociales se sintieran culpables y cuan pecadores aceptaran el justo castigo por sus comportamientos durante la bacanal especulativa que desencadeno la gran recesión.
La dimensión del cinismo practicado por Rajoy se pone de manifiesto al recordar que se utilizó, por ejemplo, en julio del 2012 para justificar los recortes en la prestación de desempleo (desaparición del subsidio asistencial para parados mayores de 45 años o reducción de la prestación de desempleo al 50% a partir del sexto mes).
Si lo recuerdo no es para combatir la interesada desmemoria –la principal arma del poder– de los que ahora le exigen al actual gobierno que sea keynesiano en el aumento de prestaciones sociales y ayudas a las empresas, liberal en la reducción de los impuestos y ortodoxo en el control del déficit y la deuda pública.
La razón es otra, este cínico relato del Partido Popular me viene estos días a la cabeza cada vez que escucho a alguien exigir certidumbre, sobre todo. La ciudadanía exigimos certezas sobre el origen del SARS–CoV–2, sobre las formas de propagación, sobre la eficacia de las vacunas y cuando las tendremos disponibles. También sobre las políticas económicas y sus impactos, que además pretendemos sean a la medida de cada uno de nosotros y nuestros intereses, todos legítimos pero difíciles de encajar.
La ciudadanía exigimos certezas por encima de nuestras posibilidades. Se las exigimos a los científicos y a los gobernantes. En ocasiones esta actitud es alimentada por los propios científicos cuando plantean el falso conflicto ente ciencia y política, afirmando que son ellos los que saben lo que hay que hacer. También por algunos representantes políticos cuando, en su crítica y labor de oposición, se presentan como los que tienen la certeza de lo que debe hacerse. En estos meses de pandemia hemos tenido ejemplos a raudales de estas actitudes preñadas de soberbia científica y política, también mediática.
Además, sufrimos un ataque de esquizofrenia colectiva, cuantas más certezas exigimos, cuanto más damos por hecho que las certezas están al alcance de quienes gobiernan, más decimos desconfiar de la política. Aunque quizás el orden de los factores sea el inverso, cuanto más desencanto y desafección expresamos respecto a la política, más certezas le exigimos.
Eso –exigir certezas y seguridad –se puede comprender perfectamente cuando se trata de personas que lo están pasando muy mal. Pero resulta incomprensible cuando viene de responsables políticos y profesionales de la comunicación. Sinceramente, no creo que ayuden mucho esos programas de “carrusel pandémico” con resultados y marcadores de los contagios y las muertes al minuto, como si de una tarde de domingo futbolero se tratara. Tampoco los análisis de determinados medios o profesionales de la comunicación que se pasan horas y horas informando –es un decir– sobre las limitaciones o errores de los políticos.
Con estas actuaciones se alimenta en la ciudadanía la percepción de que, si no se es capaz de encontrar las respuestas adecuadas, no es por la complejidad de la situación, sino por los errores o incompetencia de nuestros gobernantes –que también los hay.
Esta actitud de exigir certezas sobre todo acontece no solo con relación a las medidas de salud pública como las diferentes limitaciones a la movilidad, sino también en el terreno económico. Con la misma seguridad con la que se afirma que hay que mantener toda la actividad económica enchufada a la respiración asistida de los recursos públicos, se exige abandonar las ayudas a empresas zombis y mantener los apoyos solo a las que tienen futuro –eso sí, sin concretar cuales son. Algunos incluso se atreven a pontificar las dos cosas al mismo tiempo.
Que todos llevemos dentro un entrenador de futbol y sepamos como ganar fácilmente el triplete resulta hasta simpático. Que quienes tienen responsabilidades políticas y la función social de informar se pronuncien como si fueran los mejores epidemiólogos del mundo y los únicos economistas que saben cómo salir de esta crisis tiene graves efectos sociales.
Este es un terreno abonado, los humanos siempre hemos necesitado certidumbres y seguridad. La buscamos y construimos a lo largo de la historia en la familia, en la tribu, en la nación. También en las religiones y en las ideologías –sobre todo en lo que tienen de religión. Lo de un “hombre nuevo” siempre me ha sonado a una vida mejor en el más allá, que comparten las religiones monoteístas.
Estamos siendo víctimas de nuestra ancestral soberbia, que en las últimas décadas se ha disparado hasta el punto de considerarnos la “sociedad del conocimiento”. Somos tan ignorantes que aún no sabemos que disponer de mucha información no comporta acceder de manera automática al conocimiento. Nuestra sociedad se ha convencido a sí misma de que los avances científicos y tecnológicos hacen desaparecer los riesgos inherentes a la actividad humana. Con planteamientos tan sobrados de soberbia como los del “transhumanismo” de Silicon Valley.
Se alimenta entre la ciudadanía el espejismo de las certezas absolutas, lo que, ante la falta de soluciones, propicia la desconfianza y la desafección social. Este es en estos momentos, junto al gran aumento de las desigualdades sociales, uno de los principales riesgos democráticos.
Podemos luchar, aunque con los límites impuestos por nuestros limitados conocimientos científicos, contra las consecuencias sanitarias del coronavirus. Podemos intentar minimizar los efectos económicos de la pandemia. Pero estamos absolutamente indefensos con relación a la soberbia que comporta exigir certezas por encima de nuestras posibilidades.
Me parece detectar que esta actitud está en el origen y alimenta la desesperación de los sectores de la ciudadanía más afectados por la crisis. En la medida que la crisis se cronifica y no se divisa el final del túnel, el desconcierto, la perplejidad, la indignación se está convirtiendo en ira social. Si se afirma desde la política y se nos explica por los medios de comunicación que existen certezas para combatir los efectos del SARS–CoV–2 y para reactivar la economía. Si se nos hace creer que existen soluciones ciertas, pero que quienes las tienen en sus manos no las adoptan, se da cobijo a todas las teorías conspiranoicas y se alimenta la rabia social.
Cuanto más soberbios somos al negar nuestros límites más riesgos asumimos, cuantas más certezas creemos estar en condiciones del asegurar, más frágiles somos.
Nuestra vulnerabilidad es alimentada por la “internacional nihilista”, una amalgama de grupos e intereses que en sus relatos eluden las causas profundas y preexistentes de esta crisis pandémica y su complejidad. Y han puesto en marcha la estrategia política del caos, de la destrucción por la destrucción como mecanismo de control social. No deberíamos contribuir a ello exigiendo certezas por encima de nuestras posibilidades.
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