El fallecimiento del neoliberalismo como debate que nace muerto
Con el fin de conservar su poder, las élites deben adaptar su ideología y su discurso —es decir, la verbalización que pone letra a la música de sus verdaderas intenciones— a los cambios que se vayan produciendo en el ecosistema social. Así enunciaba el economista, sociólogo y físico Vilfredo Pareto una suerte de ley de hierro de la circularidad de la historia, negadora de la lucha de clases: “La historia es un cementerio de aristocracias”. Cuando escuches la noticia sobre la muerte del rey, o de un tirano, probablemente vayas a asistir a la entronización del siguiente.
Algo así parece haber sucedido con el neoliberalismo, cuyos funerales quisimos celebrar este otoño de manera paralela a los fastos por la muerte de la reina Isabel de Inglaterra. Pero la ideología que normalmente asociamos a los éxitos electorales de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los años ochenta es mucho más y mucho menos que eso. De hecho, se trata de un debate que nace muerto.
El neoliberalismo, un término que generalmente se utiliza para designar aquello que nos parece injusto, no es más que una forma particular de ejercer un poder jerárquico en un país; un mero conjunto de mitos que permite la convivencia entre políticas públicas socialdemócratas y liberales, entre formas más o menos autoritarias o democráticas, y entre dirigentes que pueden adscribirse a casi todas las fuerzas parlamentarias.
El neoliberalismo ha muerto (I): Reino Unido
El mes de octubre fue el de un ilusorio respiro socialdemócrata: la caída del gobierno Truss iba a llevar las políticas de derechas al rincón de la Historia. Pero el Reino Unido había sido una plaza segura para políticas de fiscalidad regresiva y apoyo a las finanzas desde antes de Margaret Thatcher. En 1976, y con el Fondo Monetario Internacional pegando a la puerta, los laboristas Healy y Callaghan dieron marcha atrás a un ambicioso programa socialista subiendo los tipos de interés del Banco de Inglaterra y provocando varios inviernos del descontento. La frase ‘there is no other way out of this crisis’, pronunciada por Callaghan en un congreso del partido, es mucho menos conocida que el “there is no alternative” de la exprimera ministra Margaret Thatcher, pero venía a decir lo mismo.
Este pasado otoño los ecos de los triunfos electorales conservadores en los años ochenta se quedaron sordos. El gobierno presidido por Liz Truss —que durante su juventud había apoyado a la izquierda pacifista— anunciaba otra revolución fiscal para reforzar los incentivos de los banqueros y las rentas más altas. Con una mirada embriagada de fanatismo nostálgico, el gobierno conservador apelaba a la curva de Laffer —bajar los impuestos incentiva la recaudación— y al ‘trickle down economics’ —que los ricos sean más ricos nos hará más opulentos a todos- que cuarenta años antes había encandilado a una desnortada clase media británica.
La amenaza de la quiebra de los fondos de pensiones, la caída de la libra, las intervenciones masivas del banco de Inglaterra, el miedo en la población, y, de nuevo, la aparición del FMI llevaron, en unas semanas, a la caída del ejecutivo, y a la vuelta al sentido común ahora imperante. Muerto el gobierno, volvía una ortodoxia barnizada. El presupuesto público debe tender al equilibrio y los gobiernos han de enunciar políticas razonables en contenido y forma para que los mercados, esa confederación de entes nunca bien delimitada, no tengan que empezar a defenderse.
El neoliberalismo ha muerto (II): Estados Unidos
“El Estado es el problema”, afirmó en los años ochenta el actor Ronald Reagan. Entretanto, el gasto armamentístico se disparaba al tiempo que el déficit público. El antiguo gobernador de California había llegado a la Casa Blanca favorecido por el shock del banquero central Paul Volcker, que había multiplicado los tipos de interés de la Reserva Federal para secar el crédito y laminar a unos sindicatos en pie de guerra. El Estado, bajo demócratas y republicanos, garantizó la victoria del denominado frente de liberación de los empresarios en plena crisis distributiva de los años setenta y ochenta.
En 2008 cambiaron aparentemente las tornas. A finales de año, una coalición de bancos logró hasta 800.000 millones de dólares de los contribuyentes norteamericanos para sanar sus inevitables problemas de solvencia después de una juerga de décadas. Las ayudas fiscales y la expansión keynesiana impulsada por el presidente demócrata Barack Obama sacaron de la recesión a los Estados Unidos en poco tiempo. La ortodoxia académica hizo del presidente de la Reserva Federal, hoy premio Nobel, Ben Bernanke, la gran estrella de rock, el salvador de los EEUU, precisamente para que olvidáramos que los presupuestos expansivos y el papel estatal habían sido, de nuevo, los grandes soportes de la economía.
Poco o nada neoliberal fue la respuesta del magnate bananero Donald Trump cuando sacó a pasear un helicóptero monetario con dos entregas de mil euros para que muchos norteamericanos no se murieran de hambre durante el confinamiento; el presidente Biden, por su parte, fracasó al querer aprobar una versión del plan Build Back Better que podría haber llevado a una sanidad pública universal; y en la actualidad, el principal plan de lucha contra la inflación tiene a las agencias estatales como punta de lanza. El dólar sigue fuerte y domina la economía mundial desde la verdadera revolución, la acometida con la decisión, en 1971, de desenganchar el billete verde del oro. Por ahora, la compra europea de combustibles se realiza en esta moneda, lo cual nos remite más a un capitalismo con un Estado paternalista pendiente de los intereses de las grandes empresas.
El neoliberalismo ha muerto (y III): la Unión Europea
La Zona Euro parecía diseñada para maximizar el capital industrial alemán, con un banco central creado a imagen y semejanza de los teutones. No obstante, ni los ordoliberales de Ludwig Erhard, el primer ministro de finanzas de la República Federal, anhelaban la desaparición del Estado, ni la doctrina económica de la Eurozona ha podido resistir la realidad. Ni siquiera para el imperativo de la estabilidad de precios. Las políticas monetarias expansivas dirigidas por el banquero Mario Draghi, la emisión de Eurobonos que nos conduce a una unión de transferencias, los requerimientos para los aumentos de impuestos, los fondos Next Generation, incluso la denostada Tasa Tobin, forman parte de un conjunto de principios ideológicos que van intercambiándose en función de las circunstancias.
El mamotreto burocrático de la Unión Europea continúa su curso incrementando la integración en función de las dificultades que van surgiendo, como el profesional imbuido de un enorme conocimiento teórico que se ve forzado a renovarse con el paso de los acontecimientos. Cabe preguntarse aquí más por la enorme protección de ciertas industrias y grupos de poder que por la sumisión a un dogma neoliberal que en el viejo continente ha adquirido formas distintas, particulares y muchas veces indivisibles de las políticas socialdemócratas.
Haya muerto o no el neoliberalismo, el hedor de la dominación por el sentido común, el miedo y el aislamiento feliz de las masas continuará hasta que la imaginación popular dé un paso adelante. Igual que las grasas industriales atoran las arterias, los términos confusos y difusos, como advierte José Manuel Naredo en su último libro “La crítica agotada”, aletargan la razón, aquella que rechaza peinarse en el espejo de la ideología dominante. Los cambios tecnológicos, económicos y sociales exigen de un furibundo pero sobrio debate de ideas. En tanto este no se produzca, seguiremos asistiendo a discusiones circulares, propias de las borracheras mentales, y a estériles funerales sin cadáveres para los que nos seguirán cobrando la entrada.
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