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Fosas comunes (y en común)

Gabriela Wiener

Sobre un escenario, ante 500 personas que no deben saber demasiado de los muertos del franquismo, pero sí mucho de los que siguen exhumándose en tantos lugares del Perú, Magaly canta junto a Maria. La primera lo hace en quechua y la segunda, que ha estado haciéndolo en catalán, ahora lo hace también en castellano. Ambas cantan a las fosas comunes y también a las fosas en común. Dicen que cuando Magaly Solier, la actriz y cantante peruana, escuchó “45 cerebros y un corazón” quiso traducirla al quechua y cantarla junto a sus autores, Maria Arnal y Marcel Bagés, durante la Feria del Libro de Lima.

Es difícil que no se te pongan los pelos de punta al ver atravesarse en dos mujeres jóvenes, una andina, la otra catalana, tantos temas que nos abisman y nos reconcilian a la vez, las tragedias del pasado y del presente como un amasijo de piedras secas y húmedas. Es más difícil cuando sus voces de laguna o de verbena, que parecen contener todas las voces del universo, se parten como si fueran dos hermanitas llorando juntas.

Los órganos del cuerpo humano que dan nombre al disco de los catalanes existieron, alguna vez latieron, y 80 años después se encontraron muy bien conservados, dentro de una tumba natural, 104 seres humanos, como si hubieran sido embalsamados en la tumba de un faraón. Pero no se encontraron en Egipto sino en La Pedraja, Burgos, España, un país en el que todavía reina el olvido, en el que sigue intacto de honores el Valle de los Caídos, y continúa creciendo la hierba sobre los agujeros llenos de cadávares sin exhumar; un país en el que todavía no hay comisiones de la verdad, y por lo tanto aún se duerme entre los velos de la mentira. “Mientras yo canto/Mientras él toca/Mientras me escuchas/Mientras respiras/Mientras, durante, después/Siguen ahí/En silencio”, dice el manifiesto de estos músicos que arrasaron en los recientes premios a la música independiente gracias a que crearon belleza para oponerla a la impunidad y al miedo ensordecedor: “Los encontraron donde siempre supieron que estaban”. La peruana en el escenario mira al público y exclama: “No dejemos que nuestra memoria se seque”.

(Maria Arnal, Marcel Bagés y Magaly en el escenario de la Feria del Libro de Lima en un acto organizado por el Centro Cultural de España)

Cerca de la casa de Magaly Solier, en Huanta, Ayacucho (ciudad de nombre premonitorio: Rincón de los muertos), había un puente debajo del cual todos sabían que los militares echaban cadáveres por las noches. La gente que había perdido a sus hijos, a sus hermanos, a sus madres, a sus padres, tenía que ser más rápida que los perros. Pero “los perros eran gordos gordos y la gente era flaca flaca”, contó alguna vez Magaly. A su abuela la mataron los de Sendero Luminoso por negarse a darles sus papas y yucas. A su madre estuvieron a punto de matarla. A su tío le cortaron la cabeza.

Entre 1980 y 2000, el conflicto interno en el Perú dejó según la Comisión de la Verdad –allí sí hubo una– un saldo de 70 mil muertos y desaparecidos, de los que el 40 por ciento murió en Ayacucho, la cuna de Sendero. Solo en el pueblo de Magaly, más de dos mil campesinos fueron asesinados y más de la mitad de la población tuvo que migrar huyendo de la violencia entre dos fuegos, la de los levantados en armas y la del Estado que buscaba reprimirlos y mató a miles de indígenas inocentes, para llamarlos luego “daños colaterales”.

En Putis no se encontraron cerebros pero sí cráneos, como el de un niño de tres años en el fondo de una fosa. No es el único, son decenas de niños muy pequeños. En Putis, a 3500 metros sobre el nivel del mar, también en Ayacucho, recién en 2008 se desenterraron los cuerpos de una de las matanzas más horrendas de la historia peruana. En 1984, miembros del Ejército asesinaron a más de un centenar de campesinos, entre hombres, mujeres y niños, todos a balazos. Los llevaron con engaños a una zona, los obligaron a cavar unas zanjas en la tierra, mintiéndoles que era para construir un criadero de truchas pero en realidad estaban cavando sus propias tumbas. Cuando terminaron, dispararon hasta que no quedó uno solo en pie. Había familias enteras enterradas clandestinamente. Los acusaban de ser de Sendero Luminoso, nunca les probaron nada y hasta hoy no hay juicio ni culpables, pero sus familiares y amigos siguen exigiéndolo.

Cuando Magaly era niña solía jugar en las gradas del Estadio de Huanta, no sabía que allí, en sus sótanos, los militares torturaban, violaban y mataban gente. Solier es la protagonista de la película ganadora del Oso de oro de Berlín en 2009, La teta asustada, que narra la historia de Fausta, una mujer víctima del supuesto trastorno de la teta asustada, que atacaba a las campesinas violadas durante esos años y que podían transmitir a sus hijas por la leche materna. El miedo pasando de cuerpo a cuerpo, de generación en generación. Pero la película también trata de cómo Fausta/Magaly decide romper con ese destino, arrancarse de muy dentro el silencio para atreverse a vivir y a recordar.

¿Perderemos algún día el miedo como Fausta, como Magaly, como María? ¿Seremos las personas capaces de actuar como la humedad persistente y la acidez del suelo de La Pedraja, cuando llueve y enfría, para mantener fresca e indemne la memoria de los nuestros? ¿Podremos hacer por fin lo que no hicieron ni siquiera el tiempo y los gusanos? ¿Se borra todo, se arrasa todo, desaparece todo, menos las ideas y el amor? ¿Ese es el mensaje de las vísceras?

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